Me cuentan que Ramón ama desesperadamente a Amanda. La ama de una manera servil. Hace lo que ella le pide. Es su esclavo, me dicen. En una fiesta, de pronto, Amanda empezó a dar explicaciones que nadie le había pedido. Informó a quien quisiera escucharla que no estaba con Ramón ya que pensaba que todos pensaban que ambos formaban una pareja apasionada, pero ellos no eran una pareja apasionada, dijo en voz alta. Para nada.
Ante eso, Ramón consideró imprescindible dar su versión. Buscó a Candela, la mejor amiga de Amanda, y le mostró evidencia irrefutable. Ella es quien me llama, alegó Ramón, ansioso. Aparentemente Amanda en cualquier momento de las 24 horas del día reclamaba algo de atención. Ramon mostró incluso el registro de su celular con comunicaciones de más de 130 minutos. En el horario usual pero también a horas francamente inapropiadas.
¿Si Amanda no quería estar con Ramón por qué marcaba su número una y otra vez, compulsivamente?
Como es bien sabido, a la gente le gusta ser amada. Se puede incluso afirmar que sí existe únicamente la disyuntiva de tener que escoger entre amar y ser amado, una interesante mayoría opta por disfrutar las mieles de ser amado. Claro, antes consideran necesario advertir que lo ideal es el amor mutuo aunque, por desgracia, esta precisa coincidencia no sea tan abundante en el mundo civilizado.
El asunto es que Amanda, sin haberlo buscado, había encontrado a un tipo que la amaba más que a nada en este mundo. Eso la agarró en el aire porque siempre soñó con tener a alguien que la amase como solo se ama en las películas de Hollywood.
Y quizá por eso Amanda buscaba a Ramón. Quizá ansiaba conseguir la fórmula ideal. Quizá pensaba que estaba en sus manos encender la llama de algo parecido a un sentimiento redondo, uno de esos amores eternos que supuestamente aniquilan todas las angustias existenciales.
El problema es que el amor siempre hace lo que le da la gana. El amor es desobediente, malcriado, indócil, indomable. Y al final el amor solo se rinde ante eso llamado “un flechazo”. Y es triste, pero es bien sabido que no todos gozan de esta singular punzada. Algunos ni una sola vez en toda su maldita vida.
Lo que Amanda hacía al llamar a Ramón era buscar afanosamente. Y, al ver que sus esfuerzos no daban frutos, decidió precipitadamente declarar que no había nada, que nunca hubo nada, que nunca habría nada. Hay millones de cabos sueltos sobre la faz del planeta azul. Miles de millones.
Ilustración: Antonio Lopez