La kryptonita roja es muy peligrosa. Cuando Superman está expuesto a un bizarro fragmento de su tierra natal se vuelve malvado y no tiene piedad. La kryptonita roja también puede provocar comportamientos impulsivos y violentos y, en ocasiones, estimula el crecimiento de garras y una inquietante tonalidad escarlata en ambos ojos. Lo más grave sin duda es cuando un supervillano logra debilitar o incluso anular los poderes del kryptoniano usando un meteorito de este material. Todos estos asuntos me tenían muy preocupado en octubre de 1959. Cada sábado, luego del desayuno, nuestro querido padre pasaba lista y a cada uno le tocaba su revista de historietas. Linterna verde, Flash, Batman, El conejo de la suerte y, claro, Supermán. El fin de semana lo dedicaba básicamente a dejarme llevar por las emociones de la impecable revista, pero también dedicaba muchas horas a estudiar mis archivos. Había acondicionado un lugar seguro, protegido de la luz y de los bruscos cambios de clima, donde conservaba mi colección. En 1958 un gran terremoto había destruído buena parte de la ciudad y el gobierno repartió miles de cabañas de cartón piedra. Una de estas cabañas terminó al fondo de la casa de mis padres. Era una habitación con una puerta y una pequeña ventana y estaba llena de muebles viejos y cajones con quién sabe qué. En ese lugar, mi hermano y yo habíamos construído un refugio secreto, una Fortaleza de la Soledad.
Los niños tienen un problema de representación. La idea que tenemos del niño es la de un ser díscolo, inquieto, siempre listo a introducir caos en el salón. Un ser imprevisible al que no hay manera de tomar demasiado en serio. ¿Pero cómo es ese ser cuando está solo mirando la punta de su zapatilla? ¿Cómo es su universo? ¿Qué tipo de humano es un niño?
En octubre de 1959 ocurrió un incidente grave. No recuerdo si el florero de porcelana china que les regalaron a mis padres el día de su boda se hizo añicos contra el piso de cemento enlucido. O tal vez desarmamos con mi hermano el Telefunken a tubos que mi padre había heredado. La cosa es que Alfredito pasó lista y anunció solemnemente el veredicto. Sabíamos que los capitanes de los barcos tenían la autoridad, incluso el derecho, a abandonar a los insubordinados en una isla desierta, pero jamás pensamos que nuestro padre nos sometería al terrible castigo de privarnos de nuestra historieta semanal. Fue un golpe muy duro.
Nosotros sabíamos que Alfredito había comprado un gran lote pero, a pesar de nuestra actividad detectivesca, jamás habíamos podido robar la llave de su ropero. La desesperación inicial se diluyó pronto en melancolía y los sábados, con frecuencia, nos atrincherábamos en la Fortaleza de la Soledad durante muchas horas. Cuando finalmente llegaron los tres meses de vacaciones ya habíamos olvidado los ritos de fin de semana y ociosamente dejábamos correr las horas. Recuerdo que junto a mí había una columna de cajas de cartón. Mi pie derecho se balanceaba de un lado a otro hasta que una oculta maldad lo guió, y esas cajas se derrumbaron estrepitosamente. Mi hermano y yo miramos con mal humor el estropicio. Tarde o temprano seríamos obligados a volver todo a su lugar. Pero entonces ocurrió algo. Mi hermano gritó: ¡Mira! El tesoro de Atahualpa no hubiese sido más impactante. La caja del fondo había reventado con la caída y mostraba historiestas, miles, millones de revistas nuevesitas. Nuestro querido padre había realmente comprado un gran lote. Y fue así como ocupé demasiados días leyendo con el fervor de un adicto, evitando a toda costa sumergirme en el sueño. No recuerdo si me puse una capa roja, pero al final creo que decidí aprender a volar y me lancé desde lo alto del ropero contra el filo de la cama. Lo cierto es que terminé en el hospital. Debido a mi privilegiada estrella el asunto no fue grave, aunque aún exhibo una inusual lastimadura. Cada día.