El héroe y su relación con la heroína es un libro escrito por un poeta joven. En la recopilación o compendio de animales fabulosos, en el bestiario universal de seres imaginarios, se debería incluir a los poetas jóvenes. Porque la experiencia de ser un poeta joven se parece al hábito de corporizar un personaje de ficción. La aleación entre ser joven y ser poeta es portentosa porque la juventud es un motor a chorro y la poesía es un vehículo que arremete en el territorio de la realidad. La diferencia del trabajo de la poesía con el de otras disciplinas como la filosofía, es que la poesía usa algo más que la simple inteligencia. Como dice Joyce, si puedes poner los cinco dedos a través de ella es una verja, si no, una puerta.
Han pasado cuarenta años. Lo primero que se me viene a la mente es una cierta curiosidad por ese que escribió estos poemas. Me desconcierta cuando me dicen que aquel individuo fui yo. Ese personaje se inventaba a sí mismo antes del desayuno, vivía en permanente estado de exaltación, y parecía sentir una irresistible fascinación por el exceso. Me parece verlo subiendo por la cuesta hacia la plaza de armas con su obra completa bajo el brazo. Sin la menor consideración se ponía de pie y leía en voz muy alta, atrincherado en su resistente casaca verde, aquellos versos de animal eternamente adolescente. Y su leal auditorio eran seguramente los mismos, gente que tenía la descarada ilusión de una vida llena de genuínos adjetivos calificativos. ¿Pero cómo escribió estos poemas? Si se puede confiar en mis recuerdos, creo que los escribió mientras hacía otra cosa. Por ejemplo, Las palabras no pueden expresar lo que yo experimenté entonces, salió de un tirón, mientras hacía una larga cola en la compañía de teléfonos. El Homenaje a Guillermo Mercado fue una travesura mientras estudiaba inglés en una academia de la calle Ayacucho, aburrido ya de tanto I like tomato soup. Eran tiempos un poco locos -como todos los tiempos- en los que nuestro personaje tenía una novia que gastaba uniforme único y a la que visitaba cada tarde. Todos sus amigos eran unos ácratas que no sabían que serían ácratas solo por un día, un muy largo día. En aquellos tiempos el pisco era la bebida oficial y nacional y en consecuencia solía estar algo adulterada. Nuestro joven poeta surgía en noches de cuarto menguante con otro joven poeta y, con balde y brocha gorda, pintaban consignas divertidas en los hermosos muros de su ciudad natal. Y de esa manera gastaban las horas, como si la eternidad fuera parte de la rutina. Y por supuesto el tipo devoraba libros de todos los tamaños. Y tomaba notas en unas tarjetas de cartulina de alto gramaje. Y su rojo cuaderno espiralado exhibía signos evidentes del trato abusivo. Y en todos los rincones escuchaba una y otra vez a Bowie en un tocacaset del tamaño de un ladrillo. Y ahora, después de estos infinitos cuarenta años, tengo entendido que nuestro personaje deambula ya solo por los laberínticos pasadizos de su casa, buscando siempre nuevas formas de desentrañar lo insondable de todo lunes.