Es cierto que desde el segundo día sospeché que había algo mal dentro del intrincado mecanismo de su ser. Pero a pesar de que todas las alarmas se dispararon yo la amaba. Algunos especialistas hace ya tiempo me diagnosticaron una fatal debilidad por la belleza anunciando mi ruina final. Y ella, hay que decirlo, era una mujer trágicamente bella. Horriblemente bella. Agotadoramente bella. La mayor parte de los degenerados aseguran que la fusión de una niña con una mujer plenamente desarrollada crea un monstruo de inconmensurable poder. Y puedo dar fe de que ella, desde cierto ángulo, era solo una niña dulce y solitaria, y que en su interior resonaba el eco de voces infantiles ya apagadas, pero desde otro, y simultáneamente, era una perra perfectamente capaz de cumplir sus obligaciones en materia conyugal. Quizá por eso, cada vez que me colocaba a una distancia imprudente, yo sentía que sin remedio me atrapaba un rayo tractor. Y entonces ocurrían cosas que implicaban al amor profundo y algunas de sus más extrañas consecuencias.