Conocí a alguien que no era amigo de la ducha. Aseguraba que el mal olor era buen olor. En cierta ocasión me confesó, orgulloso, que solía olerse a sí mismo con satisfacción. Quizá era una forma de afirmación de su singularidad. Probablemente consideraba a su pestilencia un asunto de honestidad. Pero salvo esas olorosas excepciones, desde el siglo XX la facultad purificadora del agua se ha convertido en un asunto de primera necesidad. Ahora nos parece sorprendente saber que en tiempos de los primeros cristianos el baño era repudiable. Se consideraba vinculado a la sensualidad y, en consecuencia, un camino hacia la corrupción espiritual. Aquellos hombres santos entendían el hedor como un signo exterior de inclinación ascética. Clemente de Alejandría aseguraba incluso que se podía identificar a un buen cristiano por su fetidez. Y, ciertamente, todo fundamentalista comunica la imagen de agua estancada, de esencia reconcentrada. En cambio un librepensador es alguien mucho más parecido al flujo de un riachuelo, a alguien sometido a los interesantes caprichos del movimiento.
lunes, julio 11, 2022
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