miércoles, abril 10, 2019

¿Quién no tiene ese terno azul?



En este mundo lo único mejor que ser un poeta viejo es ser un poeta joven. No es solo por la tan venerada capacidad de sorpresa, es la aventura de ser alguien que avanza a propulsión a chorro, es la emoción de estar en un lugar que es el punto de partida.

¿Qué está más cerca, el pasado o el futuro? Un poeta joven siente la irresistible fuerza gravitacional del futuro, ese territorio que tendrá que colonizar, ese espacio donde urgentemente le esperan todos los potentes ingredientes de la vida.  
Pero a pesar de que los poeta viejos en ocasiones solo puede disfrutar de la dudosa veneración de las piezas de museo, los poetas viejos –en ocasiones- tienen acceso a placeres sorprendentemente briosos. Hay que reconocer que son placeres solitarios y algo nocturnos. Solitarios porque se originan en la trascendental capacidad de la introspección, y nocturnos, porque –todo sea dicho- la radiación solar puede provocar cáncer de piel.
Se ha gastado mucha saliva (y tinta) elevando alabanzas al amor y la amistad, a la embriagante dicha de la vida social, pero hay que reconocer que todo eso nos quita algo de tiempo (y espacio) para clavar la mirada en un punto preciso. La concentración a la hora de pensar es algo que suele ser diluido por las distracciones de la juventud (cazar, pescar y recolectar). Y más en este tiempo tan maravillosamente tecnológico donde siempre (siempre y siempre) podemos pasar el tiempo lanzando taimadas opiniones sobre cualquier cosa.  Los poetas viejos, en cambio, a pesar de eventuales declaraciones en entrevistas, suelen ya estar desencantados de la amistad y hasta del amor, o del amor y hasta de la amistad, y tienen todo el tiempo para desarrollar su mal genio. Y está científicamente comprobado que los cascarrabias ven cosas que los demás prefieren ignorar.
Ilustración: Antony Georgiev

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