En
este mundo lo único mejor que ser un poeta viejo es ser un poeta joven. No es
solo por la tan venerada capacidad de sorpresa, es la aventura de ser alguien
que avanza a propulsión a chorro, es la emoción de estar en un lugar que es el punto
de partida.
¿Qué
está más cerca, el pasado o el futuro? Un poeta joven siente la irresistible
fuerza gravitacional del futuro, ese territorio que tendrá que colonizar, ese
espacio donde urgentemente le esperan todos los potentes ingredientes de la
vida.
Pero
a pesar de que los poeta viejos en ocasiones solo puede disfrutar de la dudosa
veneración de las piezas de museo, los poetas viejos –en ocasiones- tienen
acceso a placeres sorprendentemente briosos. Hay que reconocer que son placeres
solitarios y algo nocturnos. Solitarios porque se originan en la trascendental
capacidad de la introspección, y nocturnos, porque –todo sea dicho- la
radiación solar puede provocar cáncer de piel.
Se
ha gastado mucha saliva (y tinta) elevando alabanzas al amor y la amistad, a la
embriagante dicha de la vida social, pero hay que reconocer que todo eso nos
quita algo de tiempo (y espacio) para clavar la mirada en un punto preciso. La
concentración a la hora de pensar es algo que suele ser diluido por las
distracciones de la juventud (cazar, pescar y recolectar). Y más en este tiempo
tan maravillosamente tecnológico donde siempre (siempre y siempre) podemos pasar
el tiempo lanzando taimadas opiniones sobre cualquier cosa. Los poetas viejos, en cambio, a pesar de eventuales
declaraciones en entrevistas, suelen ya estar desencantados de la amistad y
hasta del amor, o del amor y hasta de la amistad, y tienen todo el tiempo para
desarrollar su mal genio. Y está científicamente comprobado que los
cascarrabias ven cosas que los demás prefieren ignorar.
Ilustración: Antony Georgiev