En las misas,
a la hora del sermón, la historia del hijo pródigo es una de las favoritas.
Todos pecamos un mínimo de siete veces al día, así que es claro que sin
problema podemos identificarnos con el granuja en vez de con el hijo leal. Hay
más regocijo en el Reino de Dios por una oveja redimida que por los noventa y
nueve del apretado rebaño.
¿Pero esta
historia es una muestra de bondad infinita o más bien el germen de una inquietante
estrategia? ¿Acaso no se bendice de esta manera a los creyentes en la crónica
agonía de pecado y arrepentimiento sobre la que se construye la alegría del
cristianismo? ¿El histórico y masivo éxito de esta religión no tendrá su
explicación en la disonancia esencial de los humanos? ¿Acaso esta especie animal
no se ha expandido desmesuradamente conciliando milagrosamente su voracidad de
depredador con ensoñaciones de perfección espiritual?
Ilustración: Johan Muyle