Malicia
La
adolescencia y primera juventud son años retorcidos. El aprendizaje necesario
para forjar un adulto es una ruta que se hace a saltos, donde lo oscuro y lo
luminoso son intercambiables. A fines de los sesenta solía ir al cine Ateneo,
que quedaba cerca de mi casa. Fue ahí donde vi Candy, con Ewa Aulin, una película basada en la novela de Terry
Southern. Luego de la primera noche febril encargue a un pintor amigo la
realización de un icono al pastel de aquella virgen sicodélica. Mi amor fue
intenso pero no duradero. Cuando unos años después apareció Laura Antonelli
comprendí por primera vez que la castidad y la concupiscencia constituyen un par dialéctico. El personaje de Candy era impermeable al pecado porque con piedad
veía en el libidinoso a un ser dolorosamente atrapado en el vértigo del deseo.
En cambio la Laura Antonelli de Malicia,
la película de Salvatore Samperi, se atrevía cediendo -con sus redondos senos
maternales-, a la perversa estrategia de un niño (fisgoneo, flores, manoseo,
caprichosas imposiciones, besos), adivinando que al final la poseída también poseería
al poseedor, que ambos se igualarían en un salvaje abandono sensual. Porque el
juego de poder que se esconde detrás de la dinámica del amor revela la inefable
posibilidad de postura e impostura, e invalida el mito de la superioridad moral
de este sentimiento. Ya se sabe: en el amor y en la guerra todo vale (pero
cualquier cosa no es suficiente).