lunes, agosto 22, 2016


¿Existe paz para los insensatos?







                                                                                                      No reconozco a mi padre, parece otra persona.
Gonzalo Vargas Llosa

La tragedia de los vitalistas como Vargas Llosa es que les resultan traumáticos los signos de la decadencia como anuncio de la proximidad de la muerte. Por eso su respuesta ante esta evidencia fue radical: optó por reinventarse, mudar de piel, abandonar su entorno, convertirse en otra persona. Lo paradójico es que en su caso, y a pesar de sus frecuentes alegatos, la ficción novelística no fue el territorio escogido para su mutación. La realidad objetiva, ese reino de la insatisfacción, ese enemigo de lo absoluto, ejerció su indomable magnetismo sobre el célebre escritor llevándolo a una ruidosa aventura. No en vano Woody Allen soltó aquello de: Detesto la realidad, pero hay que reconocer que es el único lugar donde se puede conseguir un buen bistec.
Vargas Llosa prescribe la ilusión como el medicamento infalible para no morirse demasiado tiempo antes de la hora del sepelio. La vida es una aventura y cuando la aventura se vuelve rutina se extingue la exaltación, la emoción, la excitación.
¿Pero qué pasa cuando el viejo traje de campaña está demasiado raído? Ese es el momento en que la gente levanta ilusionadamente esa ocurrencia que asegura que la juventud está en el corazón. Y estos, orgullosamente, optan por ignorar la fea evidencia que muestra que el corazón es parte indivisible de un sistema que incluye otros órganos menos emocionantes. Si un adulto mayor quiere ignorar su condición natural y opta por vivir a la altura de juveniles ambiciones muy probablemente solo podrá sostener esa ilusión hasta el día en que, finalmente, llega la hora de precipitarse en una patética confrontación. Se encontrará entonces desarmado y con la conciencia de una derrota aplastante. Pero hay que reconocer que el aventurero empedernido prefiere morir en cruenta batalla antes que resignarse al tedio de unos pacíficos años crepusculares. Los vitalistas siempre han asegurado, con los dientes apretados, que más vale una noche de dionisíaca intensidad que largos años de hastío confortable.
Los guerreros de la vida, como auténticos adictos a las emociones, no se sienten a gusto en la zona protegida. No saben manejar la paz y son consumidos por el desasosiego. Paradójicamente la paz les resulta peligrosa. Sin embargo, muy probablemente, en lo profundo de las aguas escarpadas de la intensidad se levanta una columna de luz, un deslumbramiento, un estado febril, que es el estado donde por un instante todo encuentra su armonía. Ese es quizá el verdadero y peculiar momento de paz de los insensatos.

Posdata: Giovanna Pollarolo ha explorado el tema en su última novela: Toda la culpa la tiene Mario (Planeta, Lima 2016)


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