¿Existe paz para los insensatos?
No
reconozco a mi padre, parece otra persona.
Gonzalo Vargas Llosa
La tragedia de los vitalistas como Vargas Llosa es que les resultan
traumáticos los signos de la decadencia como anuncio de la proximidad de la
muerte. Por eso su respuesta ante esta evidencia fue radical: optó por
reinventarse, mudar de piel, abandonar su entorno, convertirse en otra persona.
Lo paradójico es que en su caso, y a pesar de sus frecuentes alegatos, la
ficción novelística no fue el territorio escogido para su mutación. La realidad
objetiva, ese reino de la insatisfacción, ese enemigo de lo absoluto, ejerció
su indomable magnetismo sobre el célebre escritor llevándolo a una ruidosa
aventura. No en vano Woody Allen soltó aquello de: Detesto la realidad, pero
hay que reconocer que es el único lugar donde se puede conseguir un buen
bistec.
Vargas Llosa prescribe la ilusión como el medicamento infalible para no
morirse demasiado tiempo antes de la hora del sepelio. La vida es una aventura
y cuando la aventura se vuelve rutina se extingue la exaltación, la emoción, la
excitación.
¿Pero qué pasa cuando el viejo traje de campaña está demasiado raído?
Ese es el momento en que la gente levanta ilusionadamente esa ocurrencia que
asegura que la juventud está en el corazón. Y estos, orgullosamente, optan por
ignorar la fea evidencia que muestra que el corazón es parte indivisible de un
sistema que incluye otros órganos menos emocionantes. Si un adulto mayor quiere
ignorar su condición natural y opta por vivir a la altura de juveniles
ambiciones muy probablemente solo podrá sostener esa ilusión hasta el día en que,
finalmente, llega la hora de precipitarse en una patética confrontación. Se
encontrará entonces desarmado y con la conciencia de una derrota aplastante.
Pero hay que reconocer que el aventurero empedernido prefiere morir en cruenta
batalla antes que resignarse al tedio de unos pacíficos años crepusculares. Los
vitalistas siempre han asegurado, con los dientes apretados, que más vale una
noche de dionisíaca intensidad que largos años de hastío confortable.
Los guerreros de la vida, como auténticos adictos a las emociones, no se
sienten a gusto en la zona protegida. No saben manejar la paz y son consumidos
por el desasosiego. Paradójicamente la paz les resulta peligrosa. Sin embargo, muy probablemente, en lo profundo de las aguas
escarpadas de la intensidad se levanta una columna de luz, un deslumbramiento,
un estado febril, que es el estado donde por un instante todo encuentra su armonía.
Ese es quizá el verdadero y peculiar momento de paz de los insensatos.
Posdata: Giovanna Pollarolo ha explorado el tema en su última novela: Toda la culpa la tiene Mario (Planeta, Lima 2016)