La mandíbula de Westphalen
Durante mi primer viaje a Roma, en 1974, tuve al mejor
guía que uno pudiera concebir. Onassis no habría sabido pagarse un cicerone de
esa calidad. Porque el agregado cultural de la embajada del Perú era Emilio
Adolfo Westphalen, a quien había frecuentado el año 70 en Lima. Emilio, gran
poeta, hombre de la rica y mal conocida vanguardia estética sudamericana, era
también un latinista y un enamorado de la historia de Roma. Caminamos por las
viejas piedras capitolinas y me habló con emoción de Julio César, de los poetas
Horacio y Virgilio, del emperador Augusto, de muchos otros. Conocía de memoria
los lugares claves, las grandes encrucijadas. El poeta hablaba con una curiosa
vacilación, con un temblor erudito y lírico, y los datos, los versos, los
maravillosos encuentros de personajes, se iban desgranando a lo largo del
paseo, que recuerdo como uno de los mejores de mi vida. Al final entramos a una
trattoria que él conocía bien, me parece que en el barrio del Trastevere, y
devoramos unos tallarines sencillamente inolvidables. A Emilio le chorreaba la
salsa, no sé si de pesto, carbonara, bolognesa, y la mandíbula le temblaba de
felicidad pura.
(Jorge Edwards. La muerte de Montaigne. Tusquets 2011)