Giannotto, Abraham y el Espíritu Santo
Tal como yo, graciosas señoras, he oído decir, hubo en París
un gran mercader y hombre bueno que fue llamado Giannotto de Civigní, lealísimo
y recto y gran negociante en el rango de la pañería; y tenía íntima amistad con
un riquísimo hombre judío llamado Abraham, que era también mercader y hombre
harto recto y leal. Cuya rectitud y lealtad viendo Giannotto, empezó a tener
gran lástima de que el alma de un hombre tan valioso y sabio y bueno fuese a su
perdición por falta de fe, y por ello amistosamente le empezó a rogar que
dejase los errores de la fe judaica y se volviese a la verdad cristiana, a la
que como santa y buena podía ver siempre aumentar y prosperar, mientras la
suya, por el contrario, podía distinguir cómo disminuía y se reducía a la nada.
El judío contestaba que ninguna creía ni santa ni buena fuera de la judaica, y
que en ella había nacido y en ella entendía vivir y morir; ni habría nada que
nunca de aquello le hiciese moverse. Giannotto no cesó por esto de, pasados
algunos días, repetirle semejantes palabras, mostrándole, tan burdamente como
la mayoría de los mercaderes pueden hacerlo, por qué razones nuestra religión
era mejor que la judaica.
Y aunque el judío fuese en la ley judaica gran maestro, no
obstante, ya que la amistad grande que tenía con Giannotto le moviese, o tal
vez que las palabras que el Espíritu Santo ponía en la lengua del hombre simple
lo hiciesen, al judío empezaron a agradarle mucho los argumentos de Giannotto;
pero obstinado en sus creencias, no se dejaba cambiar. Y cuanto él seguía
pertinaz, tanto no dejaba Giannotto de solicitarlo, hasta que el judío, vencido
por tan continuas instancias, dijo:
Ya, Giannotto, a ti te
gusta que me haga cristiano; y yo estoy dispuesto a hacerlo, tan ciertamente
que quiero primero ir a Roma y ver allí al que tú dices que es el vicario de
Dios en la tierra, y considerar sus modos y sus costumbres, y lo mismo los de
sus hermanos los cardenales; y si me parecen tales que pueda por tus palabras y
por las de ellos comprender que vuestra fe sea mejor que la mía, como te has
ingeniado en demostrarme, haré aquello que te he dicho: y si no fuese así, me
quedaré siendo judío como soy.
Cuando Giannotto oyó esto, se puso en su interior
desmedidamente triste, diciendo para sí mismo: «Perdido he los esfuerzos que me
parecía haber empleado óptimamente, creyéndome haber convertido a éste; porque
si va a la corte de Roma y ve la vida criminal y sucia de los clérigos, no es
que de judío vaya a hacerse cristiano, sino que si se hubiese hecho cristiano,
sin falta volvería judío».
Y volviéndose a Abraham dijo:
Ah, amigo mío, ¿por
qué quieres pasar ese trabajo y tan grandes gastos como serán ir de aquí a
Roma? Sin contar con que, tanto por mar como por tierra, para un hombre rico
como eres tú todo está lleno de peligros. ¿No crees que encontrarás aquí quien
te bautice? Y si por ventura tienes algunas dudas sobre la fe que te muestro,
¿hay mayores maestros y hombres más sabios allí que aquí para poderte esclarecer
todo lo que quieras o preguntes? Por todo lo cual, en mi parecer esta idea tuya
está de sobra. Piensa que tales son allí los prelados como aquí los has podido
ver y los ves; y tanto mejores cuanto que aquéllos están más cerca del pastor
principal. Y por ello esa fatiga, según mi consejo, te servirá en otra ocasión
para obtener algún perdón, en lo que yo por ventura te haré compañía.
A lo que respondió el judío:
Yo creo, Giannotto,
que será como me cuentas, pero por resumirte en una muchas palabras, estoy del
todo dispuesto, si quieres que haga lo que me has rogado tanto, a irme, y de
otro modo no haré nada nunca.
Giannotto, viendo su voluntad, dijo:
¡Vete con buena
ventura! y pensó para sí que nunca se
haría cristiano cuando hubiese visto la corte de Roma; pero como nada se
perdía, se calló.
El judío montó a caballo y lo antes que pudo se fue a la
corte de Roma, donde al llegar fue por sus judíos honradamente recibido; y
viviendo allí, sin decir a ninguno por qué hubiese ido, cautamente empezó a
fijarse en las maneras del papa y de los cardenales y de los otros prelados y
de todos los cortesanos; y entre lo que él mismo observó, como hombre muy sagaz
que era, y lo que también algunos le informaron, encontró que todos, del mayor
al menor, generalmente pecaban deshonestísimamente de lujuria, y no sólo en la
natural sino también en la sodomítica, sin ningún freno de remordimiento o de
vergüenza, tanto que el poder de las meretrices y de los garzones al impetrar
cualquier cosa grande no era poder pequeño. Además de esto, universalmente
golosos, bebedores, borrachos y más servidores del vientre (a guisa de animales
brutos, además de la lujuria) que otros conoció abiertamente que eran; y
mirando más allá, los vio tan avaros y deseosos de dinero que por igual la
sangre humana (también la del cristiano) y las cosas divinas que perteneciesen
a sacrificios o a beneficios, con dinero vendían y compraban haciendo con ellas
más comercio y empleando a más corredores de mercancías que había en París en
la pañería o ningún otro negocio, y habiendo a la simonía manifiesta puesto el
nombre de «mediación» y a la gula el de «manutención», corno si Dios, no ya el
significado de los vocablos, sino la intención de los pésimos ánimos no
conociese y a guisa de los hombres se dejase engañar por el nombre de las
cosas.
Las cuales, junto con otras muchas que deben callarse,
desagradaron sumamente al judío, como a hombre que era sobrio y modesto, y
pareciéndole haber visto bastante, se propuso retornar a París; y así lo hizo.
Adonde, al saber Giannotto que había venido, esperando cualquier cosa menos que
se hiciese cristiano, vino a verle y se hicieron mutuamente grandes fiestas; y
después que hubo reposado algunos días, Giannotto le preguntó lo que pensaba
del santo padre y de los cardenales y de los otros cortesanos. A lo que el
judío respondió prestamente:
Me parecen mal, que
Dios maldiga a todos; y te digo que, si yo sé bien entender, ninguna santidad,
ninguna devoción, ninguna buena obra o ejemplo de vida o de alguna otra cosa me
pareció ver en ningún clérigo, sino lujuria, avaricia y gula, fraude, envidia y
soberbia y cosas semejantes y peores, si peores puede haberlas; me pareció ver
en tanto favor de todos, que tengo aquélla por fragua más de operaciones
diabólicas que divinas. Y según yo estimo, con toda solicitud y con todo
ingenio y con todo arte me parece que vuestro pastor, y después todos los
otros, se esfuerzan en reducir a la nada y expulsar del mundo a la religión
cristiana, allí donde deberían ser su fundamento y sostén. Y porque veo que no
sucede aquello en lo que se esfuerzan sino que vuestra religión aumenta y más
luciente y clara se vuelve, me parece discernir justamente que el Espíritu
Santo es su fundamento y sostén, como de más verdadera y más santa que ninguna
otra; por lo que, tan rígido y duro como era yo a tus consejos y no quería
hacerme cristiano, ahora te digo con toda franqueza que por nada dejaré de
hacerme cristiano. Vamos, pues, a la iglesia; y allí según las costumbres
debidas en vuestra santa fe me haré bautizar. (Fragmento del Decameron, de G. Boccaccio.)