La gran depresión que estremece los cimientos de la economía mundial tiene sus orígenes en que el capitalismo, la autodenominada “máquina de generar riqueza”, llevó sus especulaciones hasta un nivel de virtual delirio. El crédito se levanta sobre la urgencia del humano de materializar algo ficticio. Por medio de una maniobra económica se puede usar algo que no existe, que pertenece al futuro, con la condición de pagar un porcentaje al mago que ha realizado esa transfiguración. El problema ocurre cuando el malabarista se enreda, pierde el ritmo, cuando la tensión entre ficción y realidad alcanza un punto de quiebre. Entonces se desvanece la fantasía y la realidad exhibe sus tiránicos modales. La quiebra. La bancarrota.
Lo que se debate ahora es si esta gran crisis es un simple crash del sistema, un accidente, una falla que puede ser inmediatamente corregida, o el asunto es estructural, de hardware. Lo que sí está claro es que la actitud inmediatista, de cigarra que vive imprudentemente el instante, se expresa también en otros ámbitos. El más importante sin duda es el del medio ambiente, donde también estamos a punto de declararnos completamente arruinados. Nos hemos multiplicado y hemos saqueado desenfrenadamente los recursos del planeta con una arrogancia sin par. La febril promesa de que luego pagaremos esa deuda, que encontraremos, como siempre, la manera de solucionar el problema es la clásica mentalidad del deudor empedernido.
Pero tal vez nuestro sistema mental está manchado por una visión algo mercantil de la vida. La sensación de vivir en deuda (con el destino, con el prójimo, con nosotros mismos, con Dios) ha sido el motor de la angustia del ser humano desde el principio de los tiempos. Las tres religiones monoteístas sobre las que se ha alzado el edificio de (gran parte) de la civilización supieron institucionalizar esta peculiaridad. Cada uno de nuestros supuestos deslices ha sido siempre marcado como “deuda” a ser saldada con inmediata penitencia, o luego, en los sótanos sulfurosos de alguna eternidad. Y lo terrible es que desde el mismo instante de nuestro nacimiento la cuenta se ha presentado en rojo. Evidentemente muy pronto el sistema de contabilidad alcanzó un punto de saturación que se tuvo que reconfigurar el sistema. Eso en la concepción cristiana ocurrió cuanto tuvo que intervenir el mismísimo hijo de Dios para “redimir” la deuda, para ayudarnos con la pesada carga. Pero la perspectiva de la deuda no sólo ha regido la administración de nuestras almas. Los sistemas sociales ha sido diseñados siguiendo esta línea y, significativamente, la urgencia primordial ante un infractor es reclamar coactivamente su “deuda con la sociedad” y no alguna posibilidad de rehabilitación.
Quizá la gran movida de la exuberancia capitalista de los últimos años fue una astuta mistificación: la deuda abandonó sus penosas connotaciones (por admirable prestidigitación de la cultura del marketing) para afirmarse como un colorido modo de vida. Como una “auténtica” afirmación de la posibilidad. Dejó su áspero traje de condenado y se colocó la guayabera del hedonista. En este mismo momento todos los clérigos, y otros fundamentalistas, deben estar puliendo sus sermones. Los viejos enemigos de todo lo decadente deben también estar tecleando sus remozadas diatribas. La cultura de la frivolidad será desenmascarada en todas sus vergüenzas. Sin misericordia. Y hasta los simpáticos impostores –todas esas posturas, modas, tendencias- que animaban las comparsas del carnaval serán sometidos a la intemperie. Un nuevo gran cambio empieza a tomar forma. Y lo cierto es que no hay manera de aburrirse en este mundo.
Referencia: Margaret Atwood. Payback.
lunes, mayo 11, 2009
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