lunes, diciembre 22, 2025

¿Por qué hablo en español?

 

Si no hubieran ocurrido un par de cosas, probablemente hoy estaría hablando quechua o puquina. Y si la historia hubiera tomado otros rumbos, quién sabe, tal vez estaría gesticulando en otro lugar, soltando palabras en inglés o en chino. Pero ¿por qué hablo español? ¿Por qué soy como soy?

Este idioma mío encierra una evidencia vital. Es cierto que lo hablo porque nací en él, porque me fue dado como el aire. Pero también lo hablo porque es un territorio compartido, un espacio donde cada palabra nos conecta con una memoria que no es solo la nuestra. En la voz de cada uno de nosotros resuenan los ecos de quienes lo hablaron antes, y la promesa de quienes lo hablarán después. Nuestra manera de usar el idioma contiene toda una historia. Y todas las historias contenidas en la Historia tienen mucho de feroz y de admirable, de salvaje y de civil. Corre sangre en nuestras venas: de intensidad, de dolor y de ilusión. Tanta energía emocional multiplica las formas del lenguaje y sus fascinantes extravíos.

El español, además, posee una versatilidad expresiva y una riqueza cultural que son fruto de su amplia distribución geográfica y de su profunda historia marcada por el mestizaje. Esta diversidad ha dado lugar a una enorme variedad de dialectos, modismos y matices que enriquecen su vocabulario y sus formas de expresión. Cada variante carga con su propia música, su propia manera de nombrar el mundo, su propia corporeidad.

Y es que el español destaca, sobre todo, por su capacidad de transmitir emociones con una musicalidad y una calidez únicas. Hay en él un sonido nítido que parece expresar a una carnalidad que late con contundencia a la hora de las derivas poéticas, a cierto destello en los globos oculares.

Siguiendo esta idea, tengo que concluir que esta mi ciudad funciona al mismo ritmo que su manera de hablar. Que este misterioso Perú se ama y se odia a sí mismo usando principalmente este lenguaje. Y que estos 500 millones de personas en toda la faz del planeta dejan escapar las mismas palabras de asombro por ser tan dolorosamente diferentes, y tan insoportablemente parecidos.

Pero el idioma también participa en nuestras más terribles aventuras. Muchos ya nos han advertido que cuando las palabras pierden su sentido, también se debilita nuestra capacidad de pensar. La advertencia no es menor: si dejamos que el idioma se disuelva, lo que ponemos en riesgo no es solo la belleza de la expresión, sino nuestra lucidez. Un lenguaje pobre engendra un pensamiento pobre. Y un pensamiento pobre, tarde o temprano, se convierte en una acción equivocada.

Es importante, entonces, no olvidar que la historia del idioma está siempre marcada por fuerzas poderosas. Con frecuencia, unas lenguas se imponen a otras. Y al hacerlo, sofocan memorias, clausuran formas de ver la realidad y hieren la dignidad de pueblos enteros. Cada palabra perdida no es solo un silencio: es un fantasma que va penando en la gran casa que hemos heredado. Recordar este hecho no nos debilita; al contrario, nos hace más conscientes de la responsabilidad que implica un idioma, atentos siempre a la complejidad de nuestras raíces.

Hace ya bastante tiempo que comprendimos que somos animales hechos de signos. Y los signos que conforman nuestra esencia pertenecen a un idioma que ha navegado por el turbulento río de la historia, asimilando insólitas raíces y resolviendo contradicciones. Nuestro idioma se ha convertido en un reflejo de lo que fue, de lo que es y de lo que será una parte enorme de este planeta. Y si hay algo que, por obvio, es francamente emocionante, es que el idioma es la nave mejor equipada para viajar hacia el otro: el despliegue de una mente que de pronto se encuentra con el despliegue de otra mente.

Entonces hablar español no es solo una situación accidental o geográfica. Es la coordenada esencial desde donde vemos y comprendemos el mundo. Porque en cada palabra que pronunciamos, se agita un fragmento de nosotros mismos. En el idioma late el pulso de una identidad que se niega a ser definida y que, por eso mismo, se llena de posibilidades. Al final, hablar español es habitar un territorio vasto y contradictorio. Es asumir que, en ese acto cotidiano, está cifrada una verdadera aventura de pertenencia, de memoria y creación.

Para terminar quisiera agregar que al final del día el lenguaje no es únicamente la herramienta de la lucidez; es también el vehículo de lo inefable. A veces, sirve para transmitir cosas tan urgentes como aquello de que "la alegría está en re mayor y lleva trompetas". Y es que cuando el idioma se pone la boina del poeta, deja de ser solo un medio de comunicación. La poesía se convierte en un espacio donde el lenguaje se transforma en un rito, en algo que se remite a ese tiempo en que lo usábamos para comunicarnos no solo con los demás, sino con eso que está por allá... más allá... justo en medio de ninguna parte.

martes, diciembre 16, 2025

Lo incontable es lo que cuenta


Con los nuevos recursos tecnológicos, ahora es facilísimo no solo refrescar una vieja foto, sino alterarla a gusto usando, por ejemplo, la ilusión de colores naturales. A algunos les parece un sacrilegio y escupen la famosa palabra peruana: ¡huachafos! Su indignación parte de una certeza absoluta: no se toca lo auténtico. Pero a estos se les escapa un hecho objetivo: ¿Qué es lo auténtico? Esa vieja foto siempre fue un artefacto artificial que  vanamente pretendía capturar lo objetivamente real. Aplicar un procedimiento artificial sobre algo artificial se llama recreación. O sea, doble creación. 
Tipos memorables destrozaron la ilusoria pureza. En el siglo XIX respetables maestros coloreaban manualmente fotos de daguerrotipo. A principio del siglo XX, Man Ray  manipulaba negativos con rayos solares para crear "rayogramas". En 2019 Coppola "refrescó" su Apocalypse Now alterando colores y sonidos. Y en Perú, tenemos el ejemplo del gran Martín Chambi que manipulaba placas de vidrio para realzar algunas de sus tomas. Al final, la "autenticidad" es un mito. La foto siempre fue interpretación, y hoy la tecnología nos da el pincel para reimaginarla. Los que temen al cambio probablemente no sean huachafos, pero son algo peor.

domingo, diciembre 14, 2025

Delitos de lesa modernidad

Un día un amigo me dijo que, en el fondo, soy un poeta místico, y que todo ese interés por la ciencia en mis textos es solo el toque que convierte mis poemas en una especie de plegarias paganas del siglo XXI. Y, la verdad, algo de razón tiene. Mucha gente ve el lenguaje científico y tecnológico no solo ajeno, sino hasta enemigo de la poesía. Pero cuando pongo esos metálicos conceptos al lado de imágenes tradicionales o de lo que solemos llamar “lo bello”, se produce un contraste interesante. Salta una chispa que transforma dos formas demasiado establecidas.

En realidad mi trabajo poético está en permanente modo interrogativo. Y una de las grandes preguntas es dónde mierda estoy parado. 

Si me preguntan qué define a nuestra época, podría mencionar cosas como la tiranía del milisegundo, la superposición constante de todo o la famosa “modernidad líquida”. Pero creo que hay algo más simple y más cotidiano: la sorpresa. Nunca hemos vivido expuestos a tantos impactos inesperados, tantos estímulos, tantas noticias, tantos descubrimientos y cambios, y al final todo lo sorprendente se volvió rutina. La gran sorpresa es que seguimos sorprendidos de estar siempre sorprendidos. Ese ritmo lo han hecho posible la ciencia, la tecnología y la manera en que circula la información.

Por eso, sí: de algún modo las ciencias exactas sustentan mi relación con el lenguaje. Me dan un ambiente, un tono, una manera de mirar. Me permiten escribir desde ese lugar raro donde la lógica convive con lo misterioso, donde una ecuación puede llevarte a una emoción y una imagen poética puede salir de un algoritmo. 

IlustraciónQuayola con su escultura Laocoön expuesta en el vestíbulo del One Canada Square, Canary Wharf London
©Todd White Photography

 

viernes, diciembre 12, 2025

Un fotón es luz que sale de la oscuridad del átomo


Un día un amigo me dijo que, en el fondo, soy un poeta místico, y que todo ese interés por la ciencia en mis textos es solo el toque que convierte mis poemas en una especie de plegarias paganas del siglo XXI. Y, la verdad, algo de razón tiene. Mucha gente ve el lenguaje científico y tecnológico no solo ajeno, sino hasta enemigo de la poesía. Pero cuando pongo esos metálicos conceptos al lado de imágenes tradicionales o de lo que solemos llamar “lo bello”, se produce un contraste interesante. Salta una chispa que transforma dos formas demasiado establecidas.
En realidad mi trabajo poético está en permanente modo interrogativo. Y una de las grandes preguntas es dónde mierda estoy parado. 
Si me preguntan qué define a nuestra época, podría mencionar cosas como la tiranía del milisegundo, la superposición constante de todo o la famosa “modernidad líquida”. Pero creo que hay algo más simple y más cotidiano: la sorpresa. Nunca hemos vivido expuestos a tantos impactos inesperados, tantos estímulos, tantas noticias, tantos descubrimientos y cambios, y al final todo lo sorprendente se volvió rutina. La gran sorpresa es que seguimos sorprendidos de estar siempre sorprendidos. Ese ritmo lo han hecho posible la ciencia, la tecnología y la manera en que circula la información.
Por eso, sí: de algún modo las ciencias exactas sustentan mi relación con el lenguaje. Me dan un ambiente, un tono, una manera de mirar. Me permiten escribir desde ese lugar raro donde la lógica convive con lo misterioso, donde una ecuación puede llevarte a una emoción y una imagen poética puede salir de un algoritmo. 

Ilustración: Kandinsky. Composición 5.

jueves, diciembre 11, 2025

Las complejas poleas conceptuales del Super Ratón


Yo soy de los que creen que uno es, en buena medida, lo que lee. Y en mi caso, mi formación se originó  de una sobredosis de novelas de aventuras, historietas, cine y televisión. Leía comics  como quien lee a los clásicos: con devoción y una curiosidad intelectual que, vista en retrospectiva, era casi extravagante.

Por eso siempre digo que las influencias de mis primeros libros, van desde Super Ratón hasta el agente 007. A ese linaje improbable se suman mis lecturas voraces de novela negra: Chandler, Hammett y compañía.

Soy un lector aceptable de novelas, consumo de todo, ensayo, historietas, informes policiales,  con los mismos lentes con los que leo poesía. De allí proviene mi gusto por esas frases que no fueron escritas para ser bellas y, sin embargo, encuentran eso conocido como una rara belleza porque el contexto las ilumina. El arte moderno del siglo XX ya nos enseñó que el significado se juega en la posición de cada pieza en el tablero.

Además, los neurobiólogos han confirmado algo que los poetas intuían hace siglos: operamos más por emoción que por razón. Imaginamos que somos  seres racionales, pero la verdad es que emoción y razón tiran del cerebro como dos caballos no siempre suficientemente emparejados. Y si fuéramos pura racionalidad, simplemente no podríamos interpretar la vasta penumbra que constituye la mayor parte de la realidad.

lunes, diciembre 08, 2025

¿Siempre dices todo lo que pasa por tu estúpida cabeza?

En una reciente intervención pública, Tarantino, dejando fluir sin freno su enorme ego, dijo lo que opinaba contra el actor Paul Dano. A partir de ese episodio volvió a circular el viejo argumento de que vivimos en un mundo donde la mayoría de las personas rara vez dice lo que realmente piensa y que, para remediarlo, todos deberían expresarse sin reservas. Pero si se me concede la franqueza que esta doctrina celebra, diré sin rodeos que tal premisa es una tontería monumental, propia de un pensamiento igualmente torpe.

¿Por qué? Porque si todos verbalizáramos sin filtro lo que se nos cruza por la mente, perderíamos algo mucho más sofisticado: la capacidad de leer más allá del lenguaje frontal. La convivencia no se sostiene en declaraciones literales, sino en matices, gestos, silencios y contextos; en ese tejido sutil de signos que revela lo que las palabras omiten. La clave no es exigir sinceridades brutales, sino desarrollar la perspicacia necesaria para comprender lo que ocurre bajo la superficie.

Los grupos donde cada cual dice todo lo que piensa no se vuelven más auténticos, sino más ininteligibles: la gente queda atrapada en posiciones ofensivas o defensivas, incapaz de escucharse, y la verdad, esa verdad que se supone emerge de la lengua desatada, termina diluyéndose. La comprensión profunda exige menos arrebatos de sinceridad y más inteligencia interpretativa. 

Ilustración: Carlos Runcie Tanaka

jueves, diciembre 04, 2025

Los bares del centro histórico



En la década de 1970, Arequipa seguía siendo una hermosa ciudad plagada de cantinas. El Room Dairy, en el Portal de San Agustín, no cerraba nunca y se enorgullecía de ello. En una ocasión, cuando la policía dispersó a manifestantes de la Plaza de Armas con gas lacrimógeno, la clientela entró en alerta. Dos mozos y cuatro parroquianos intentaron bajar la herrumbrosa cortina metálica. Por otro lado, los habitués creaban sus propias historias, prodigiosamente falsas. Contaban por ejemplo que un estudiante de la facultad de derecho, que solía atender los debates sin parpadear, presenció una vez cómo un borracho volcaba una botella de cerveza. Sin inmutarse, este se inclinó y parsimoniosamente lamió hasta la última gota. Sin parpadear. Se recordaba también al laureado autor que, a cierta hora, trepaba a su silla y se lanzaba con un perfecto discurso de cierre de campaña. El clímax llegaba cuando, alzando un brazo, proclamaba: "Declaro oficialmente que renuncio irrevocablemente a beber cualquier tipo de bebida espirituosa. ¡Pero si el pueblo exige que regrese, regresaré!" . Lo mejor era que, cuando la emoción lo llevaba a olvidar el castellano, continuaba con un idioma secreto recién inventado.

Originalmente concebido como restaurante, el Room Dairy ofrecía una carta completa. A las tres de la madrugada, por ejemplo, en cierta ocasión, don Pepe Ruiz Rosas degustó con elegancia un chupe con abundantes camarones rodeado por músicos, pintores, poetas, dramaturgos y ensayistas. Al terminar sacó una libretita y, con abigarrada letra, escribió un soneto al sabor de los crustáceos y su decisivo aporte a la hegemonía gastronómica arequipeña.

Unos metros más allá, en el mismo Portal, estaba el bar llamado Pájaros Muertos, frecuentado por profesores envejecidos en la Escuela de Bellas Artes. Eran tipos famosos por una alambicada agresividad verbal contra los representantes del expresionismo abstracto.

El lugar preferido por nuestra pandilla era el Far West, justo en medio del Portal, regentado por una suiza de muy mal genio. Los poetas de la revista Ómnibus pedíamos un Capitán (pisco con vermut), el célebre trago de la primera mitad del siglo XX, y nos divertíamos desplegando una irónica mitomanía. Con sus sillas vienesas y carteles de Pan Am, aquel local nos permitía viajar en el tiempo y discutir en compañía de algunos malditos poetas históricos. Solo faltaban el ajenjo y la absenta.

A la vuelta, en la calle Puente Bolognesi, quedaba el Barcelona. En este local se tomaban tragos y se comían sánguches de salchicha. Era un lugar que olía a grasa de chancho y resultaba ideal para beber al mediodía, mientras el resto de los ciudadanos se afanaban en el edificio de la vida cotidiana. Nosotros salíamos de la librería Aquelarre y nos encaminábamos hacia el Barcelona, sabiendo que la vida es corta, pero que el arte se extiende con magnífico esplendor hacia cualquier lado. En cierta ocasión, Misael Ramos apostó todo por este ideal y gastó lo del agua y la luz de su vivienda, siendo luego sentenciado a acogerse al exilio interior durante algunos meses. El Barcelona atraía a gente ilustrada, y cuando Enrique Verástegui llegó a la ciudad, bardos de todas las generaciones nos reunimos allí para darle la bienvenida. Enérgico, Verástegui exponía su arte poética en voz alta hasta que un vecino le pidió bajar el volumen, lo que desencadenó un altercado: “¡Tú no sabes con quién estás hablando!”, exclamó el poeta. “Estoy hablando con un borracho”, fue la réplica del anónimo ilustrado.

En la calle San Francisco quedaba el Capri, que era el sitio más civilizado para tomarse una copa mirando de reojo a Guillermo Mercado, el vate oficial de la ciudad blanca. Recuerdo que el novelista Edmundo de los Ríos bebía su pisco y se atusaba el bigote cuando, de pronto, se irguió y, con un elegante movimiento, atrapó una pierna de pollo de la mesa vecina. Nadie dijo nada, ni siquiera el desconocido agraviado, y el flujo de ideas siguió su curso natural. Media hora más tarde, un poeta que acababa de llegar de Bolivia se atrevió a retar a duelo a Edmundo, pero este levantó su larga extremidad derecha, provocando la fuga del contador de sílabas. Una hora más tarde, sin embargo, cuando ya nadie lo esperaba, la puerta del Capri se abrió de par en par y surgió el poeta casi boliviano, esgrimiendo una enorme pistola. No pasó nada de necesidad mortal, ni siquiera hubo un disparo de advertencia.

En la calle Octavio Muñoz Najar, frente a la plaza 15 de Agosto, quedaba el Todos Vuelven, un bar frecuentado por gente de la UNSA. Muchos catedráticos reputados solían dar rienda suelta a ideas brillantes frente a un buen chilcanito. Por ejemplo, uno de ellos explicó a la concurrencia que cuando los persas tenían que tomar una decisión importante la discutían dos veces: una borrachos y otra sobrios. Si no llegaban a la misma conclusión había problemas. Si alcanzaban una feliz coincidencia se tomaban un trago para festejar. Pero la sonrisa de este caballero no fue la misma cuando en el bar corrió como pólvora el rumor de que una dama lo reclamaba llorando en la puerta. Aquella situación provocó primero desconcierto, luego vergüenza y finalmente desembocó en hilaridad.  La amante del afamado catedrático empezó a aparecer cada tarde llegando únicamente hasta el umbral. El Todos Vuelven siempre se había preciado de ser un local exclusivamente masculino, lo cual era sin duda uno de los motivos del llanto de la agraviada, que incluso verbalizó desesperadamente algunos de sus coloridos reclamos. 

Al lado de este húmedo bar reinaba el Bangú, que en lugar preferencial ostentaba una advertencia: "No se aceptan borrachos. Aquí se fabrican". En esta famosa cantina, en la fase lunar apropiada, el  bardo Alonso Ruiz Rosas se lanzaba a recitar largos poemas del Siglo de Oro. Este antro era célebre, además, por sus fuentes de sudado de carne, que a altas horas se transmutaban en un plato digno de la más ruidosa aclamación.

Pero el más sorprendente de todos los bares no tenía nombre. Se ubicaba saliendo de Puente Bolognesi hacia Beaterio, en una profunda y vieja casona. Siempre nos habían advertido que evitáramos el lugar por la histórica reputación de la zona, pero al entrar y pedir un trago descubrimos que los borrachos allí habían leído nuestros poemas y, afortunadamente, no los encontraron demasiado malos. Nos invitaron una ronda de pisco en vez de desafiarnos a una épica pelea a chavetazos.

La era de las cantinas terminó para nosotros con la apertura de El Quinqué, frente al monasterio de Santa Catalina. Aunque carecía de la preciada atmósfera salvaje, atraía a muchachas hermosas. Y si uno ama el trago, nada mejor que compartirlo con una compañera dispuesta a la emoción de la noche. Recuerdo en especial a una que definía el beso como "un truco diseñado por la naturaleza para detener el habla cuando las palabras se vuelven aburridas".

Pero quizá el bar con más historia para artistas y escritores fue El Búho. Lo insólito era que se trataba de la única cafetería universitaria (sobre la faz del planeta) donde se podía beber pisco, ron y whisky, sustituyendo horas de estudio académico por investigaciones mucho más originales. Había buena música y mesas llenas de parejas enamoradas que discutían sobre el horror místico y hasta sobre cierto agónico neomarxismo. Este local era ocasionalmente visitado por Andrea Quevedo, que aseguraba a quien quisiera escucharla que el agua que se bebe durante las resacas debería ser elevada a la categoría de agua bendita.

Aunque el salvaje fulgor de las cantinas tradicionales terminó, en el Centro sobrevivían casi clandestinos Los Códigos, frente a la antigua facultad de derecho. Eran dos pequeños locales contiguos (Civil y Penal) que operaban como sangucherías, pero que servían bebidas fuertes. Los animadores principales eran el grupo Los Enfermos, liderados por el legendario Alfredo "Mono" Villavicencio, cuyo lema era: "No voy a beber más, pero tampoco menos". Cuando se acercaba la hora de partir, el protocolo obligaba a los asistentes a colocar algún billete en el centro de la mesa. Se cuenta que en cierta ocasión un joven historiador sacó trabajosamente algunas monedas y las empujó hacia adelante. El más fastidioso de los poetas las agarró con movimiento fluido y preciso y las soltó dentro del vaso, aún lleno, del tacaño intelectual. Lo bueno fue que este solo reaccionó con una gran carcajada. Una carcajada que incendió toda la noche.

Al final, las cantinas desaparecieron como se extinguen ciertas constelaciones: dejando una luz que tarda años en apagarse. Nosotros seguimos adelante, más sobrios o más cansados, pero con la certeza de que en aquellos bares indisciplinados celebramos una efervescente vitalidad . Y hoy, al recordar aquellos bares, sospecho que no era el alcohol lo que nos hacía invencibles, sino la  magnífica ilusión en que la vida todavía podía torcerse a nuestro favor.


viernes, noviembre 14, 2025

Libre como un barco perdido en el mar



Durante la segunda mitad del siglo XX, Per Tangvald navegó los océanos como si fueran extensiones naturales de su alma. Los conocía con la familiaridad de quien ha hecho de la intemperie su patria. Para muchos fue un aventurero; para otros, un héroe. Pero quienes lo conocieron de cerca sospechaban algo más inquietante.
Tangvald nació en Noruega, en el seno de una familia que conoció el esplendor antes de la ruina. Su padre, un esquiador célebre, temía que el joven no heredara la fiereza de sus ancestros vikingos y lo obligó a aprender a dominar una nave. Lo que no previó fue que el mar ejerce un hechizo clásico sobre algunos elegidos y Tangvald cayó bajo ese embrujo de la manera más absoluta. Abandonó la ruta de los prudentes, dio la vuelta al planeta más de una vez, y a los sesenta y siete años fue tragado por las olas. Su barco se hundió frente a Bonaire, en el Caribe, con Carmen —su hija de seis años— encerrada en la cabina.
Surcar los mares sin destino preciso es una forma radical de la fe. Navegar, para Tangvald, no era un medio, sino un fin: una interrogación, una afirmación, una tentación, una ambición. Navegar era para él un estado mental. En alta mar, la sensación de vastedad se confunde con la del vacío; la ilusión de libertad se eleva a categoría mística. Quizá por eso el marinero llegó a convencerse de que era un hombre verdaderamente libre, que entendía el mar, que ningún orden establecido iba a destruir su espíritu. Pero el problema de los hombres demasiado libres es que, cuando algo amenaza su sueño de independencia, nada los detiene.
Hace poco se publicó Los niños de altamar, de Virginia Tangvald, la única hija sobreviviente del mítico navegante. El libro —escrito con una prosa elástica que se abre paso con inteligencia— convierte el testimonio en ajuste de cuentas. Lo que impulsa a Virginia Tangvald no es la nostalgia, sino el vértigo de enfrentarse a un padre que fue más mito que hombre. Nacida en altamar, nunca lo conoció realmente: su madre huyó con ella en brazos, salvándola de un destino incierto, pero dejándole el crónico dolor de las almas perdidas. De ese desgarro nace su escritura: una investigación que es también una exorcización.
A medida que avanzan las páginas, una verdad se impone: aquel hombre libre alcanzaba su libertad sacrificando a los que lo rodeaban en el altar de su individualismo. Ese mandamiento esencial —hacer siempre lo que uno quiere— se confunde con el credo de los egoístas apasionados. “La libertad es un monstruo eternamente hambriento al que debemos sacrificarlo todo”, escribe Virginia Tangvald. Y, aun así, el magnetismo de los hombres libres es indiscutible: su poder, su belleza salvaje, la fascinación que despiertan incluso en quienes terminarán destruidos.
Tangvald se casó siete veces, aunque su vida amorosa fue, más que una serie de vínculos, una sucesión de naufragios. El libro sugiere —con inquietante evidencia— que al menos a un par de sus esposas las arrojó literalmente por la borda, en medio de la nada. Cuando algo o alguien se interponía en su ruta sagrada hacia la libertad, a aquel héroe no le temblaba la mano.
En el fondo, Los niños de altamar es la historia de una hija que intenta rescatar del mito al hombre que la condenó a vivir bajo su sombra. Pero también es una advertencia contra aquellos que levantan ciegamente el ideal del hombre completamente libre. Porque, ya se sabe, acechan siempre auténticas fieras en la selva virgen del alma humana.
Los Niños de Altamar. Virginia Tangvald. Lumen. 2025

miércoles, noviembre 12, 2025

Mensaje lanzado al oleaje del humor vítreo


Ayer por la mañana abrí los ojos y descubrí unos garabatos en un extremo de mi ojo izquierdo. Fui al oculista y me aseguró que esos fantasmales mosquitos son frecuentes en muchachos muy envejecidos por el implacable paso de siete décadas. Que no me preocupe, que el astuto cerebro aprenderá a ignorarlos. Le mostré mi sonrisa, pero yo sé muy bien como trabaja esa gente. He regresado a mi departamento y he estado toda la noche muy atento. Los garabatos están tomando forma. Quizá pugnen por formar una palabra urgente. ¿Quién piensa en mí mientras los demás duermen? 

martes, noviembre 11, 2025

Yo sé que es tu idea, pero fue mi idea usar tu idea

1
En cierta ocasión leí un poema escrito usando como base una canción del grupo español León Benavente. Al terminar la lectura alguien se me acercó y mirándome con intensidad me hizo notar que se había dado cuenta de mi crimen. Le conté, no sin cierto orgullo, que en ese mismo libro había también manipulado un famoso tema de Bob Dylan. A lo largo de tantas décadas dedicado a la literatura he intervenido en diferentes grados bastante material de autores que por alguna razón me han interesado. La misión de los poetas es explorar la realidad, y las obras de creación artística son una laboriosa parte de la realidad. Una parte demasiado apasionante de la realidad. Los pintores, los músicos y los cineastas lo hacen todo el tiempo. Los poetas solían usar la frase "a la manera de…" para este tipo de nocturnas actividades.
2
Hace tiempo parece haber quedado claro que el trabajo creativo no consiste en “inventar” algo original sino reciclar lo que ha sido creado por otros. ¿Pero siendo así no resultaría este un trabajo sucio y denigrante? ¿Y acaso no se podría querellar por plagio al que realiza tan promiscua actividad? Yo tengo la firme convicción que sólo se debe acusar por robo (y luego sentenciar con toda la fuerza de alguna ley) a todo aquel que recicle y no consiga resultados interesantes con la nueva composición. Lo que pasa, mi indignado lector, es que en el arte existe la transmutación de la materia. Si uno alcanza a sacar un destello del lóbrego montoncito de palabras sustraído de una inocente víctima, entonces el robo deja de ser una vulgar rapacería y se convierte en un triunfo, algo nuevo y esencialmente original que está listo para iluminar inéditas zonas del alma humana (y ser entonces presa codiciada para otros depredadores literarios). Así ha ocurrido siempre y así sigue ocurriendo. 
3
Se supone que el viejo Shakespeare es el escritor más influyente de la historia. Pues ese preclaro caballero le echaba mano a todo lo que tenía por delante. Sin ir muy lejos su precioso Romeo y Julieta es una realización personal sobre una idea sustraída a otro sujeto, que a su vez la trabajó sobre presuntos hechos de la historia o la leyenda. ¿Eso le quita mérito? No. Otro caso: James Joyce se hizo extremadamente popular entre los snobs del siglo XX como inventor del llamado monólogo interior, aunque luego, en voz baja, reconoció que ese procedimiento fue inicialmente usado por Édouard Dujardin en Les Lauriers sont coupés publicado en el remoto 1888. Y en el ámbito latinoamericano, según explica en un artículo Mario Levrero, el genial Juan Carlos Onetti estructuró su celebrada Los Adioses utilizando la obra del también genial William Faulkner. Hay más: se sabe que alguien tan sagrado como Dostoievski acoplaba partes de sus obras con párrafos enteros alegremente malversados de los melodramas de Eugéne Sue. Y Montaigne, tan amado por ese enmascarado que fue Borges, solía citar abundantemente sin tomarse la molestia de gastar las comillas. Y yendo más atrás, hasta los reductos de padres fundadores, vemos –según delación de Hector Bianciotti- como el mismísimo San Agustín, en sus tan leídas Confesiones, pone en su boca frases de Aristóteles, sin considerar necesario hacer el pie de página imprescindible. ¿Eso hace que los respetemos menos? Esos tipos supieron convertir en suyo lo que no era suyo. Por eso es una frivolidad pensar que el valor de un escritor está en su capacidad de inventar frases o argumentos o escenas o lo que fuese. Es como esos que creen que para los pintores hay alguna superioridad en saber dibujar bien. ¡No! ¡Lo que importa es la idea, el contexto, el concepto, las decisiones que se toman! Ahí está la esencia. La creación es, en gran medida, una conversación con lo que ya existe.  El genio a menudo reside no en inventar el ladrillo, sino en saber con qué otros ladrillos juntarlo para construir una catedral nueva. Uno podría hacer una obra absolutamente original usando exclusivamente frases arrancadas de libros ajenos. Ese sí sería un honesto desafío. A ver quién se anima a intentar un crimen perfecto.

sábado, octubre 25, 2025

Antologías



Hay épocas raras en las que ocurre lo que no ocurre nunca. Por ejemplo, en la primera semana de octubre del año de 2025 aparecieron dos antologías de poesía, editadas una en Chile y otra en España. Hay bastantes libros en mi casa pero estos sin duda son para mí decididamente especiales. Los he visto. Los he manoseado un poco. ¿Por qué una cosa ocurre un día y no otro día? ¿Por qué ocurren las cosas?

domingo, octubre 19, 2025

10


1)Rilke afirma que todo poeta joven tiene que preguntarse si puede vivir sin escribir. El poeta tiene que preguntarse si tiene algo que decir. El poeta tiene que preguntarse si eso que tiene que decir exige imperativamente ser pronunciado.

2)Leer es una forma superior de estar vivo. Leer libros polvorientos y leer los sucesos que se experimentan cada día, cada hora, cada minuto. El universo, desde la perspectiva humana, es un universo de signos. El poeta dedica toda su vida a leer y a procesar. El destilado de esas intensas lecturas es el poema.

3)Para que el joven poeta pueda escribir lo que urgentemente necesita decir, es imprescindible que se arme con un buen arsenal de recursos estilísticos. Es fundamental que se ejercite como un atleta. Sin recursos expresivos especializados, el poema urgente nunca podrá alcanzar suficiente potencia de fuego.

4)Un elemento clave que con frecuencia se descuida es el diseño del interlocutor válido. A menudo, los poetas eligen a su interlocutor entre aquellos que se encuentran en un rango demasiado limitado de kilómetros a la redonda. Esto produce un efecto contradictorio: si bien satisface algo nutritivo para el ego hambriento, al final la obra se ve perjudicada, ya que estos interlocutores con demasiada frecuencia tienen una agenda extraliteraria. Por eso, lo ideal es que cada poeta joven diseñe a su interlocutor válido de acuerdo con su ambición. Es un diseño delicado, porque si el interlocutor es demasiado exigente puede provocar frustración e incluso parálisis creativa. En cambio, si el interlocutor es demasiado indulgente, las posibilidades del joven poeta se estancan.

5)El poema no se escribe, el poema se corrige. Corregir es el momento decisivo en toda creación. Hay que aprender a renunciar a aquello que, aunque esté bellamente redactado, no aporta nada sustancial. Lo que sobra no solo no aumenta la calidad, sino que reduce el valor del texto en su conjunto. El arte de corregir implica someter al poema a exigentes pruebas de resistencia. También conlleva la sabiduría para saber cuándo apagar la maquinaria y largarse a otro lugar. Es un trabajo delicado, porque se lucha por no perder la frescura de la primera versión y, al mismo tiempo, se realiza una labor de artífice que pretende nada menos que crear el poema más hermoso del mundo.

6)La búsqueda de la autenticidad está relacionada con la búsqueda de la verdad. La verdad es importante para todos, pero el poeta orienta su búsqueda desde lo más profundo de sí mismo. Y al ser esta una búsqueda que atraviesa la jungla de la subjetividad, el poeta debe aprender a instrumentalizar elementos de la ficción literaria: lo inventado, lo inexacto, lo que no es real. Ser auténtico para un poeta es navegar incluso en la impostura sin convertirse en un farsante.

7)La poesía no intenta reflejar la realidad. La poesía pretende interpretar el alma del poeta. Es el alma del poeta la que refleja la realidad. La poesía es un asunto personal.

8)El proceso de escribir poesía es equivalente a la técnica del pedernal y la yesca. Sustantivos, verbos y adjetivos calificativos interactúan formando versos que a su vez interactúan entre sí, generando chispas como el pedernal y el acero. Si se produce fuego en la yesca (que es la imaginación del lector), el poema es bueno. Si el resplandor es duradero, el poema es excelente.

9)Codiciar la fama provoca una grave perversión en el desarrollo del poeta joven. La recompensa esencial está en el momento de la creación: ese espacio de tiempo en el que las palabras van formando eso llamado poema, que es más que una suma de palabras, que quizá es un conjuro, que tal vez es solo un hálito esencial de vida. Y eso, que normalmente ocurre en la más absoluta soledad, resulta una gratificación más que suficiente. Quienes esperen algo más deberían dedicarse profesionalmente a ser poetas laureados.

10)Como es de conocimiento público, el instante en que surge un gran poema es más poderoso que el amor eterno.

¿Por qué hablo en español?

  Si no hubieran ocurrido un par de cosas, probablemente hoy estaría hablando quechua o puquina. Y si la historia hubiera tomado otros rumbo...