martes, noviembre 16, 2021

El mimeógrafo, el Far West y el Puente del Diablo





Por Charo Núñez Brito

Recuerdo que conocí a Oswaldo una buena noche del verano de 1976, en casa del poeta mayor José Ruiz Rosas. Estaba sentado Oswaldo, vestido de azul marino, con una copa y algo más (indescifrable) entre las manos. Era muy joven, parecía flotar, pero a todas luces ya se podía ver que contenía infinidad de preguntas (ecuaciones) de todos los colores, (entonces) a medio responder. Y tenía ya la misma media sonrisa conspiradora. En otras palabras (casi) igualito a hoy. 

Generoso como siempre, don Pepe había invitado esa noche, con motivo del cierre de un curso para profesores de Literatura que había concluido ese día. Tal curso fue dedicado a los locales profesores de literatura y fue dictado por importantes profesores de Literatura llegados todos desde afuera de la ciudad, entre ellos estaban Antonio Cornejo Polar, Washington Delgado y Antonio Cisneros. Yo no era profesora de literatura ni de nada, apenas había empezado a estudiar medicina en la Universidad San Agustín. Pero por cosas del destino y por razones de ociosidad, ya que mi universidad estaba una vez más de huelga general e indefinida, me anoté y atendí tal curso para profesores en calidad de falsa maestra o estudiante clandestina. El curso duró un par de brillantes semanas y como para coronar ese extraordinario tiempo, sin saber cómo ni por qué o por similares sinrazones, el día final, acepté jubilosa una muy elegante invitación del poeta Cisneros a almorzar.  Y almorzamos en la entonces novísima y muy cosmopolita Pizzería de la calle Mercaderes, pero en verdad más que almorzar hablamos sin cesar, de todo lo vivido y por vivir. Al almuerzo le siguieron una caminata y unos postres y unos tés en el café de la Suiza al cual Toño nombró el Far West y a los tés les siguieron unas guindas con pisco (primeros licores de mi parte) y después de las guindas la urgencia de Toño de asistir a la tertulia en casa del entrañable (y para mi desconocido) Pepe, ya mismo, esa noche. Entonces corrimos y llegamos a la bella casa de la calle Villalba 426. Yo en calidad de inocente paracaidista o reverenda intrusa caída del palto, pero eso sí traída de la mano del muy alto Toño, quien era el invitado de honor. Nunca en mi vida había estado yo en medio de tan peculiar y amable compañía, de tantos poetas juntos. Casi todos vestidos de colores oscuros, subrayó Toño. 

Felizmente no tuve que hablar, todos me acogieron como si fuera una más de la partida, nadie me preguntó nada y pude darme el gusto de permanecer muda. Hasta que, misma cenicienta, al notar el avance de la noche (oscura) pregunte ¿y ahora cómo vuelvo a casa? Algunos se miraron entre ellos. No respondieron.  Ninguno tenía apuro, ni se preocupaba en lo más mínimo por la transportación. Se hizo un pozo de silencio, penumbroso, en mi corazón. Pero no duró mucho, ya que, desde algún rincón inesperado, cuál ángel guardián (o exterminador) Oswaldo se levantó y dijo yo los llevo, ¡a donde quieran! Puedo ver todavía al joven artista muy avispado al volante de un automóvil sedán del cual no recuerdo la marca, a su lado iba de copiloto el codirector de la revista Roña, y estoy segura éramos varios más, pero fue él, Oswaldo, también llamado el mago de Oz, el que de entre todos los poetas me devolvió sana y salva, entre risas, despedidas y muy dichosa comarca, hasta la mismísima puerta de mi casa (donde mis padres me esperaban despiertos, aterrados). 

Alonso no estuvo presente esa noche. Poco tiempo después me enteré que Alonso existía y que se había perdido el evento por haber estado en Puno, en misión de carnaval y entrevistando a la Virgen de la Candelaria. Alonso apareció por primera vez en mi horizonte, una tarde tocando la puerta con muy particular ímpetu y trayéndome cuál embajador de los países fríos, un encargo, unas flores y unas disculpas en nombre del novelista Edmundo de los Ríos quien se había portado muy mal los días anteriores. Una vez medio aceptadas las disculpas procedimos, Alonso y yo, a caminar a pie charlando de todo lo humano y lo divino desde la casa de mis padres que quedaba al final de la avenida del ejército, pasando el puente del diablo, hasta la Plaza de Armas, y procedimos a tomar algo en el Far West. Alonso tenía los ojos enormes, el pelo largo, una irreverente y a la vez ceremonial actitud que encubría una inteligencia aguda, portentosa, resbaladiza, peligrosa, de niño bravo y al mismo tiempo de anciano socarrón, que a su escasa edad había vuelto ya de dar la vuelta al mundo y tenía miles de ideas, proyectos y más viajes por plasmar, además de unos cuantos nuevos poemas bajo el brazo siempre, reposando junto a sus muy queridas y bien despiertas musas. No solo todo eso tenía Alonso, sino además un vozarrón que llenaba las calles vacías de nuestra gran ciudad con las notas y las líricas de la Marcha de Moran o el himno de la Alegría en las noches de ronda. Era, para más datos, el mejor amigo de Oswaldo, y viceversa. Por donde andaba uno solía aparecer el otro.

A Misael Ramos lo conocí aparte. Al otro lado del espectro entre la ciencia y la metafísica. En plena facultad de medicina. Un día cualquiera de clases en el que cuál yo había tenido sumergida la nariz en Formol por largas horas buscando el nervio vago y el plexo solar (y el alma) en los fondos de mí designado cadáver. A la salida de tan encomiable como insulsa práctica, tras las puertas del anfiteatro de anatomía, me interceptó como un aparecido o un resucitado silente, pálido, muy delgado, aunque en comparación a mi experiencia anterior, lleno de vida, Misael Ramos. Se presentó y pasó de inmediato a informarme que habíamos ganado los juegos florales de poesía de la facultad. Los dos. Yo el primer puesto y él el segundo puesto. Y que como yo no había asistido a la ceremonia de entrega de los premios, él había tenido que recibir ambos premios y me traía el mío. Muy merecido me dijo. Y solemnemente me hizo entrega del primer premio, que era un libro: ‘Así se templó el acero’ de Nikolai Ostrovsky… Yo ya lo había leído, pero igual me alegré  y una vez cumplidos los agradecimientos procedimos los dos premiados a caminar a pie desde la Facultad de Medicina hasta el Far West. Hablando de todas las injusticias, de todas las intrigas del espacio y de la relatividad coyuntural del tiempo. 

Para entonces ya los dos, Oswaldo y Alonso, más el recién premiado Misael, poseían intenciones de fundar y publicar una revista de poesía propia. Una revista, que a diferencia de otras, no cargará manifiestos literarios, fuera libre de toda trampa, sin argucias, ni sesgos ni venias a movimientos ni escuelas ningunas, sin fundamentalismo de grupo, ni agenda ni presunciones ni nada más que la destilada verdad, la valentía, la belleza desnuda del lenguaje, una revista arco flecha dardo vehículo que lleve lejos no a los poetas si no a los poemas. Y tenían, Oswaldo, Alonso y Misael, todo lo necesario para hacerlo ya mismo: la ilusión, el mimeógrafo, el nombre, el formato, el día en que saldría a luz, todo listo, solo les faltaba dinero para el papel. Ahí es donde cuál cirujana intervine y con una filosa mentira, a mi padre le dije que necesitaba comprar urgente un libro más de medicina, otro, de texto, sin el cual sería imposible avanzar, mi padre cedió. Y así conseguí y traje el dinero en efectivo. No sé en qué exacto lugar fue que nos reunimos, pero sí que Misael se puso de pie, calló, me pagó con un muy leve asentimiento de cabeza y una mirada profunda, interminable. Alonso se echó a andar, a dar vueltas como un místico iluminado, se detuvo por un instante y proclamó que cada quién defendería a muerte sus propios textos para incluirlos en el escaso espacio del Ómnibus. Oswaldo registró cada detalle, respiro hondo, cuadro los anchos hombros, torció el cuello, extendió completa la sonrisa y sacudió un puño hacia el infinito.


domingo, noviembre 14, 2021

Tome Ómnibus


 

A fines de los años setenta del siglo pasado el ambiente poético nacional era vibrante. La prensa dedicaba grandes espacios a los poetas, y esto los alentaba a  codiciar el máximo protagonismo. Nosotros, los individuos que publicábamos la revista Ómnibus, sentíamos que eso estaba muy bien, pero sospechábamos que el truco filosófico de la temporada se aplicaba desenfrenadamente, que había gente que se tomaba demasiado en serio a sí misma. Incluso pensábamos que la megalomanía podía alterar el uso de las facultades mentales. Es por eso que nuestra actividad tenía algo de escepticismo, incluso de parodia. Sospechábamos que los que son atrapados por una certeza suelen ser víctimas de sus límites. Probablemente llegábamos al extremo de creer que para ser capaces de buscar algo verdadero había que estar verdaderamente perdidos. 

La revista Ómnibus, por ejemplo, no era un objeto físicamente impresionante. Muy por el contrario, estaba impresa a mimeógrafo y en papel barato. En realidad solo era algo más que un volante.  Sin embargo, con una sonrisa torcida, la presentábamos como si hubiésemos gastado cremoso papel y tapa de cartulina canson para las solemnes y resonantes afirmaciones. Cada cierto tiempo, además, difundíamos por las calles, manifiestos poéticos donde ejercitábamos  un humor algo lírico y ponzoñoso.

Ómnibus era principalmente una collera, un grupo de amigos, que si bien teníamos estilos diferentes, coincidíamos en la actitud frente a la literatura y la vida. Éramos profundamente vitalistas y profesábamos la fe en la literatura como pasión excluyente. Y si bien varios abandonamos las aulas universitarias, competíamos en la voracidad por los libros. Alonso Ruiz Rosas, que justo antes de la madrugada solía recitar a los clásicos en plena calle Santa Catalina, nos abría los ojos hacia las grandes tradiciones de la literatura universal. Oscar Malca, de salvaje inteligencia, nos mostraba el rico potencial de la historieta, de los endiablados ritmos de la Fania All Star, de la furia del rock más nihilista. 

Uno de mis más entrañables recuerdos es el de un frío invierno en el que decidimos recluirnos en algo equivalente a una colonia de escritores. Nos prestamos una casa de playa, lejos de las distracciones de la ciudad, y nos dedicamos a tiempo completo a luchar contra los ritmos palpitantes y las abruptas disonancias del lenguaje. Y cuando no estábamos escribiendo, discutíamos atropelladamente.

Estuvimos allí solo unos meses, pero los siguientes años, y casi sin planificarlo, las sesiones continuaron en Lima, en un cuarto que tenía Oscar Malca en el barrio de Magdalena, donde toda la pandilla se arrimaba disciplinadamente.

Leer mucho, ver muchas películas, escuchar mucha música fue lo que nos alimentó durante todos esos años. Y mientras devorábamos el imprescindible sánguche de carretilla en una esquina de la avenida Brasil, pensábamos en eso, en qué asunto tan urgente nos querían comunicar esos libros esas películas esos discos. Porque hay algo de misterioso en alguien que lanza un mensaje a los cuatro vientos. 

Nuestra formación incluyó también bastante trabajo de campo. Puedo mencionar algunos viajes a la selva para atrevernos a una radical introspección con ayuda del ayahuasca. Más previsible fue el uso ritual de bebidas alcohólicas en busca de la euforia y del elocuente destello. Recuerdo que al final de la sesión, inevitablemente, trepábamos a una sufrida mesa y en coro entonábamos algún himno pagano.

Ha pasado ya casi medio siglo desde que nos reunimos con Charo Núñez y Misael Ramos en la biblioteca de Alonso Ruiz Rosas para reírnos a carcajadas mientras preparábamos el primer número de Ómnibus. Ha ocurrido muchas cosas desde aquellas semanas en emergencia permanente cuando Dino Jurado nos mostraba sus últimos textos y Patricia Alba nos fascinaba con sus filosos poemas. Era una época en que el tiempo solía estar atado al brazo izquierdo haciendo tic tac con impaciencia. Y hoy inevitablemente me pregunto ¿Dónde está todo aquel tiempo todo ese tiempo todo este tiempo?


Foto: Willard Díaz

sábado, agosto 28, 2021

Mi privada multitud



 


Con el paso de los años vamos tejiendo una vasta red. Nuestro universo particular, nuestra tribu, nos determina. Si uno lograse hacer un censo personal, se sorprendería. El primer círculo suele centrarse en los lazos inmediatos: los parientes y las parejas. El segundo círculo, el de los patas del alma, incluye sujetos que casi nunca han sido cuidadosamente elegidos, más bien parecen ser producto de un fenómeno magnético. Luego vienen los amigos, que son un poco los colegas, los que de alguna manera comparten perfil e intereses, los que seleccionamos. En la siguiente franja están los amigos de los amigos, esos que nos estrechan la mano y recitan las frases usuales. Un paso más y nos encontramos con el círculo de los relacionados, en el que el saludo se limita a una simple mirada de reconocimiento. Pero el más enigmático es el círculo invisible de los que no son amigos ni allegados, sino simples transeúntes con los que nos hemos cruzado en los vericuetos de la vida. La mujer con sombrero de paja y pollera colorida. El flaco que avanza exhibiendo una desafiante singularidad. La joven madre, sentada en la vereda, que con una mano de insólita belleza recibe la limosna. La empleada municipal que pasa su solitaria escoba sobre el adoquinado. El anciano de bigote perfectamente recortado que lanza miradas furibundas. La señora que se ubica en una esquina detrás de grandes canastas de pan de trigo. El hombre de mediana edad que cruza la calle vivazmente para solicitar un préstamo a todos los desconocidos. El estudiante algo polvoriento que lleva de la mano a una chica de ajustado jean. La pareja de ucranianas con sus botellas de agua en las mochilas. El canillita ensimismado detrás de una cortina de diarios y revistas. La muchacha de cabello azul que cruza el puente en su vieja bicicleta. Mi tribu es mi hábitat y el oleaje del hábitat va tallando mi asombro y mi intriga. Mi destino.


Posdata: A pesar de que prospera la tendencia de ignorarlo, en nuestra privada multitud existe un círculo poblado por gente que uno  preferiría no haber conocido jamás. Están ahí irradiando. Inevitables como la oscuridad.

Ilustración: Antonio Segui

viernes, junio 25, 2021

No incluído en la Biblia


 

Por Charles Simic


Mientras yacían en la oscuridad

Adán le dijo a Eva

Cariño, algo pasa

El perro está ladrando

Ilustración: A. Durero

jueves, febrero 25, 2021

La preciosa felicidad del tardígrado



 


Siempre ha habido gente que asegura que la conciencia de estar vivo es producto de una certeza perversa. Una zona del cerebro ubicada justo encima de la oreja sería la culpable. Entonces creer en lo que somos es aparentemente el delirio de un animal enloquecido. Eso sonaba morbosamente fascinante hasta que en 2003, el filósofo Nick Bostrom soltó la idea de que quizás seamos los personajes de un relato creado por una civilización muy avanzada. Nuestro mundo sería solo una de muchas simulaciones, quizás parte de un proyecto de investigación creado para estudiar el proceso de la historia. Como en su momento explicó el físico (y ganador del premio Nobel) George Smoot: “Si eres antropólogo/historiador y quieres entender el ascenso y la caída de las civilizaciones, entonces tienes que realizar muchísimas simulaciones en las que participen millones o miles de millones de personas”. Así que en 2012, inspirados por el trabajo de Bostrom, los físicos de la Universidad de Washington propusieron un experimento empírico. Los detalles eran complejos, pero la idea básica resultaba sencilla: algunas de las simulaciones de nuestro cosmos hechas en las computadoras actuales producen anomalías características; por ejemplo, hay fallas reveladoras en el comportamiento de los rayos cósmicos simulados. Los físicos sugirieron que al observar con más atención los rayos cósmicos de nuestro universo, podríamos detectar anomalías comparables, lo cual sería una prueba de que vivimos en una simulación. En 2017 y 2018 se propusieron experimentos equivalentes. Smoot resumió la consecuencia de estas propuestas cuando declaró: “Ustedes son una simulación y la física puede probarlo”. Pero en un artículo en The New York Times, Preston Greene, profesor adjunto de Filosofía en la Universidad Tecnológica de Nanyang, en Singapur, advirtió que si un investigador desea probar la eficacia de un nuevo medicamento, es de vital importancia que los pacientes no sepan si les están dando un medicamento o un placebo. Si los pacientes saben demasiado, la prueba pierde su sentido y tiene que suspenderse. En conclusión: si nuestro universo ha sido creado por una civilización avanzada para fines de investigación, es lógico pensar que es primordial para los investigadores que nosotros no descubramos la verdad. Si probáramos que vivimos dentro de un experimento, esto podría provocar que nuestros creadores cancelen el proyecto. Un simple trámite burocrático y se ordenaría la total destrucción de todo el mundo conocido (aunque Preston Greene no parece dar importancia al hecho de que si nosotros en realidad no existimos, no resultaría particularmente dramático aquello de “ser interrumpidos”).

De acuerdo a la lógica del filósofo Preston Greene el sentido de la vida para el ser humano (real o no real) es evitar la aniquilación. En esta línea de pensamiento el ideal sería entonces el tardígrado, ese ser invertebrado, protóstomo, segmentado y microscópico que puede sobrevivir, incluso en ambientes radioactivos, sobre la pérfida faz de la luna. Porque solo este bicho parece disfrutar de una precisa felicidad.


Ilustración: Liu Bolin.


viernes, enero 15, 2021

Aviso


Se busca expedicionarios. Sueldo escaso. Clima extremo. Largos meses de completa oscuridad. Peligro constante. No se asegura el regreso. En caso de éxito, honor y reconocimiento.

jueves, noviembre 19, 2020

Vivir significa estar plagado de parásitos



Por: James Somers. The New Yorker. 2 de Noviembre 2020


Una vida de inagotable emergencia era la rutina de nuestros antepasados hace unos cuatro mil millones de años. En un mundo desolado, árido, cada ameba unicelular era una concentración desbordante de recursos. Pero vivir significaba estar plagado de parásitos. El gigante Mimivirus solía disfrazarse de comida y cuatro horas después de ser devorado revelaba su verdadera identidad interviniendo a la ameba. La convertía  en una fábrica de virus. Pero el  Mimivirus tenía sus propios parásitos. Una vez dentro, actuaban sobre la fábrica del Mimivirus. Este truco fue tan exitoso que, finalmente, las amebas integraron los genes de los parásitos en sus propios genomas, creando una de las primeras armas del sistema inmunológico.

Leones que devoran antílopes es la imagen que se nos viene a la mente cuando pensamos en la "supervivencia del más apto". Pero la enfermedad, la depredación de los parásitos sobre sus anfitriones, es en realidad la fuerza más poderosa de la evolución. “Cada fase de la vida ha sido seleccionada para tratar de evitar el parasitismo”, me dijo Stephen Hedrick, inmunólogo de la Universidad de California en San Diego. “El parasitismo ha impulsado la evolución con feroz intensidad porque es un interminable asunto de vida o muerte. Y es una coevolución". Siempre que un anfitrión desarrolla una defensa inmune, recompensa perversamente la supervivencia de los parásitos que logran sobrevivir. Los anfitriones, mientras tanto, tienden a estar en desventaja evolutiva. "Las poblaciones bacterianas o virales son inconmensurables", escriben Robert Jack y Louis Du Pasquier en "Conceptos evolutivos en inmunología", y la enorme variación que las caracteriza le da a la selección natural muchos organismos candidatos sobre los que trabajar. Los virus y las bacterias también se reproducen medio millón de veces más rápido que nosotros. Dada esta "brecha generacional", escriben Jack y Du Pasquier, "uno podría preguntarse cómo demonios hemos podido sobrevivir".

Una pista proviene de la ameba Dictyostelium discoideum. Pasa gran parte de su vida merodeando solitaria, comiendo aquí y allá. Pero, cuando la comida escasea, libera moléculas que sirven como señal de agrupamiento para otras de su tipo. Las amebas se fusionan, formando un superorganismo de hasta cien mil miembros. Para que este recurso sea efectivo, casi todas las amebas deben renunciar a su capacidad de comer para que no se aprovechen unas de otras. Las pocas que lo retienen no comen por sí mismas; más bien, tragan los desechos y los eliminan para proteger al organismo. Las otras amebas, liberadas de las cargas del ataque y la defensa, forman un "cuerpo fructífero" que libera esporas para la reproducción. Aunque ninguno de los individuos sobreviviría por su cuenta, el colectivo prospera.

Versión de O. Ch.

Ilustración: Guillermo Kuitca.


miércoles, noviembre 18, 2020

Mensaje para el naturalista Charles Robert Darwin


 ¿Por qué ese organismo unicelular se quedó como organismo unicelular? ¿Que los hizo detenerse en el punto de partida? Los monos trabajaron duro durante algunos miles de millones de años y ya son monos. Y nosotros hemos avanzado tanto que hasta añoramos ya los viejos buenos tiempos justo antes del primer organismo unicelular.

Ilustración: Timofeev

jueves, noviembre 05, 2020

El terno de Lenin


Por: David Remnick. (La Tumba de Lenin).

Una mañana, el Komsomolskaya Pravda publicó un artículo acerca de una mujer que había trabajado durante años como costurera en la sastrería secreta que mantenía el KGB para disfrute de los mandatarios del país. Klava Lyubeshkina cosía trajes para todos, desde el cadáver embalsamado de Lenin («cada dieciocho meses la tela comenzaba a perder su lustre original») hasta Gorbachov. La mujer informó al periódico, que los maniquíes de los miembros del Politburó se conservaban en armarios especiales que nadie, salvo los cortadores y los sastres, se atrevían jamás a tocar. «Trabajamos siempre detrás de puertas cerradas y rodeados de guardias armados. Dos o tres veces al año, un especialista del KGB viajaba al extranjero, generalmente a Austria o a Escocia, para comprar telas para los trajes.»
La policía secreta había abierto la tienda en 1938, en plena purga. Klava solo veía a sus clientes en los estudios de Vremya, y se refería misteriosamente a ellos como «unidades». Era una devota. Encendía el televisor expresamente «para ver si los trajes les quedaban bien o si estaban arrugados». Recordaba haber trabajado durante tres días y tres noches seguidas para terminar las hojas de laurel bordadas con hilo de oro para el nuevo ministro de Defensa, el mariscal Ustinov, así como la tacañería de Andrei Gromyko («siempre mandaba hacer arreglos, nunca un traje nuevo») y las pataletas de Mijail Suslov cuando la talla no le quedaba perfecta.
El sentimiento de Misterio que embargaba a Klava terminó un día cuando tres hombres vestidos con batas blancas la atacaron, le ataron los brazos a la espalda y la internaron en una clínica psiquiátrica. El KGB la había tomado por una disidente. Klava solicitó que la pusieran en libertad, diciendo que estaba confeccionando un traje para Yuri Andropov y que se encontraba «a medio hacer» en el estudio. Los agentes le permitieron utilizar el teléfono y pudo informar a sus colegas de dónde se encontraba. Pronto el KGB la dejó en libertad. Para compensar el «daño moral», el Estado le regaló a Klava un reloj japonés. Poco antes de jubilarse, en el año 1987, tuvo el placer de confeccionar un traje para Gorbachov. El nuevo jefe soviético la recompensó con una caja de bombones.
En su vejez, a Klava se le adjudicó una mísera pensión de cien rublos mensuales. Escribió al Kremlin solicitando un aumento, pero no consiguió nada. Sin embargo, no podía decirse que los bolcheviques carecieran de sentimientos. En 1991, Kryuchkov envió tarjetas de felicitación a todas las costureras con motivo del Día Internacional de la Mujer.

martes, octubre 20, 2020

La creencia de que los poetas usan la palabra poesía porque no se les ocurre otra mejor tal vez sea cierta


 

Cuentan que en una entrevista Blanca Varela expresó cierto fastidio con la poesía. No ha sido la única. Muchos poetas han exhibido su pérdida de fé con ademanes vigorosos. Y es que esa urdimbre de metáforas, de astutos adjetivos, de palabras que se encienden bajo condiciones controladas, de giros retóricos que ambicionan algún efecto perturbador no es otra cosa que un truco, un ejercicio esencialmente artificial. Algunos hacen aparecer un conejo, otros logran partir en dos a una mujer hermosa sin derramar una gota de sangre. Pero al fin y al cabo, si no se está de humor para someterse a las leyes de la licencia poética, todo resulta un asunto francamente estúpido, y hasta es fácil comprobar que detrás de bambalinas hay un jorobado o un enano moviendo los cables ocultos. Por otro lado, los que dedican tiempo de calidad a leer poesía no son los suficientes como para tener impacto entre los estadísticos. Así que tal vez algún honesto congresista podría lanzar un proyecto de ley. Que dejen de obligar a los pobres niños a memorizar los Heraldos Negros. Que se corra la voz que es ridículo el tipo que le dedica un poema a su amada. Que se llene con obras en prosa los anaqueles anteriormente consagrados a la poesía. Que se lance un anatema contra los juegos florales. Todas esas medidas son perfectamente razonables. Pero, escuchen bien, es imprescindible dejar constancia que la poesía no es más estúpida que la vida. Ni por asomo.

Infinito amor


Sajarov le dijo a su mujer:

¿Sabes lo que amo por encima de todo?

¿Qué?

Las emanaciones lejanas de radio.


La herida más hermosa del mundo

El gesto de sorpresa ante el fenómeno de la existencia tiene muchas formas ¿Entre tantas opciones por qué un genio de provincias eligió la i...