Siempre ha habido gente que asegura que la conciencia de estar vivo es producto de una certeza perversa. Una zona del cerebro ubicada justo encima de la oreja sería la culpable. Entonces creer en lo que somos es aparentemente el delirio de un animal enloquecido. Eso sonaba morbosamente fascinante hasta que en 2003, el filósofo Nick Bostrom soltó la idea de que quizás seamos los personajes de un relato creado por una civilización muy avanzada. Nuestro mundo sería solo una de muchas simulaciones, quizás parte de un proyecto de investigación creado para estudiar el proceso de la historia. Como en su momento explicó el físico (y ganador del premio Nobel) George Smoot: “Si eres antropólogo/historiador y quieres entender el ascenso y la caída de las civilizaciones, entonces tienes que realizar muchísimas simulaciones en las que participen millones o miles de millones de personas”. Así que en 2012, inspirados por el trabajo de Bostrom, los físicos de la Universidad de Washington propusieron un experimento empírico. Los detalles eran complejos, pero la idea básica resultaba sencilla: algunas de las simulaciones de nuestro cosmos hechas en las computadoras actuales producen anomalías características; por ejemplo, hay fallas reveladoras en el comportamiento de los rayos cósmicos simulados. Los físicos sugirieron que al observar con más atención los rayos cósmicos de nuestro universo, podríamos detectar anomalías comparables, lo cual sería una prueba de que vivimos en una simulación. En 2017 y 2018 se propusieron experimentos equivalentes. Smoot resumió la consecuencia de estas propuestas cuando declaró: “Ustedes son una simulación y la física puede probarlo”. Pero en un artículo en The New York Times, Preston Greene, profesor adjunto de Filosofía en la Universidad Tecnológica de Nanyang, en Singapur, advirtió que si un investigador desea probar la eficacia de un nuevo medicamento, es de vital importancia que los pacientes no sepan si les están dando un medicamento o un placebo. Si los pacientes saben demasiado, la prueba pierde su sentido y tiene que suspenderse. En conclusión: si nuestro universo ha sido creado por una civilización avanzada para fines de investigación, es lógico pensar que es primordial para los investigadores que nosotros no descubramos la verdad. Si probáramos que vivimos dentro de un experimento, esto podría provocar que nuestros creadores cancelen el proyecto. Un simple trámite burocrático y se ordenaría la total destrucción de todo el mundo conocido (aunque Preston Greene no parece dar importancia al hecho de que si nosotros en realidad no existimos, no resultaría particularmente dramático aquello de “ser interrumpidos”).
De acuerdo a la lógica del filósofo Preston Greene el sentido de la vida para el ser humano (real o no real) es evitar la aniquilación. En esta línea de pensamiento el ideal sería entonces el tardígrado, ese ser invertebrado, protóstomo, segmentado y microscópico que puede sobrevivir, incluso en ambientes radioactivos, sobre la pérfida faz de la luna. Porque solo este bicho parece disfrutar de una precisa felicidad.
Ilustración: Liu Bolin.