Un artista verdadero siempre
mira hacia atrás,
para ser capaz de ir hacia
delante.
Miles Davies
Hace miles de años, cuando yo
era sólo un niño, entré a la librería Trilce, en la calle Palacio
Viejo, muy cerca del cine Azul. Un joven empleado me atendió y luego
de escuchar mis absurdas pesquisas me mostró, sin ocultar su
impaciencia, la ruta hacia la calle. Cuando ya me disponía a
abandonar tristemente aquel extraño local, observé como un sujeto
barbado atravesaba raudamente la habitación. Era don Pepe, que por
primera y única vez en su vida me confundió con un adulto, y que,
para mi desconcierto, ocupó los siguientes treinta minutos
mostrándome libro tras libro, no sólo sobre los extravagantes
asuntos que me interesaban en aquellos tiempos, sino sobre otras
cosas no desprovistas de interés. Fue así como aprendí que los
libros eran máquinas de papel que, por medio de un proceso
alquímico, daban forma humana al territorio desconocido del espacio
exterior (e interior).
Años después, cuando me junté
con algunos amigos para fundar la revista Roña (lo mejor de nuestros
calcetines) lo primero que hicimos fue ir a tocar la puerta de
Villalba 426. Recuerdo que cada uno cargaba un mugriento fólder con
abundante material lírico, y recuerdo que éramos muy jóvenes y muy
conchudos. Mientras exponíamos vigorosamente nuestra arte poética
espiábamos, entre frase y frase, las reacciones de don Pepe, sin
poder sacar absolutamente nada en claro. El legendario poeta nos
escuchaba con los ojos entrecerrados: una vaga sonrisa flotaba
amablemente entre sus barbas. En aquellos tiempos todos estábamos
seguros que había algo urgente que descubrir en cada uno de
nosotros, en lo que hablábamos, en lo que escribíamos. Todos
ansiábamos desesperadamente una seña, una simple seña de
reconocimiento. Pero el bardo, nuestra única esperanza en este
mundo, no parecía demasiado interesado. Cuando finalmente bajamos la
cabeza pensando que quizá había sido una mala idea molestar a aquel
señor, don Pepe bruscamente se incorporó y sin decir una palabra,
abandonó la habitación. Demoró un buen rato, hay que decirlo, y
justo cuando ya estábamos contemplando la idea de deslizarnos
subrepticiamente hacia la puerta, se materializó frente a nosotros
con un montón de libros. A cada uno le tocó el material exacto de
lectura, autores que eran coherentes con lo que estábamos
trabajando, autores que inmediatamente se sumaron a don Pepe como
imprescindibles maestros. Recuerdo que cuando salimos, felices, uno
de nosotros exclamó: “Ese viejo escucha hasta cuando parece que no
escucha”.
La poesía es la única prueba
concreta de la existencia del hombre, afirmaba Luis Cardoza y Aragón.
Y, fuera de bromas, a pesar del escaso interés que despierta entre
las mayorías, la poesía es sin duda la forma más sofisticada del
lenguaje. Y el lenguaje articulado, qué duda cabe, es el atributo
humano por excelencia, la razón por la cual el hombre ha podido
inventar un nuevo universo. Desde que tengo memoria la
materialización, la viva imagen del poeta ha sido José Ruiz Rosas.
Ciertamente han ayudado a esa identificación los diversos lauros
alcanzados y su generosa participación en la cultura pero, claro,
el elemento concluyente ha sido la elevada calidad de su obra.
Algunos críticos han puesto el
énfasis al analizar la obra de Ruiz Rosas en la porfiada apuesta por
formas arcaizantes que, nos aseguran, implica un deseo de insertarse
en la tradición española. Tal vez, pero yo me atrevería a asegurar
que su opción particular revela no sólo una forma de conjurar el
caos, sino que en la práctica implica una confrontación, una franca
rebeldía, contra la tiranía de las convenciones coyunturales. En la
obra de José Ruiz Rosas se puede vislumbrar siempre el irónico
resplandor de su mirada distante, siempre un poco al margen del
mundanal ruido de la moda literaria, apuntando con métrica precisión
a esa zona donde se vislumbra el drama cósmico de lo cotidiano. Sus
sonetos, tan admirablemente diseñados, nos abren el camino a la
mirada del poeta, una mirada conmovida, pero generosa, que jamás se
anima a la violencia de juicios provocadores o imágenes chocantes.
Seguramente en eso concuerda con el también barbado Nietzsche, que
afirmaba que con truenos y fuegos de artificio hay que hablar a los
sentidos flojos ya que la voz de la belleza habla quedo y sólo se
insinúa en las almas más despiertas.
Pero la obra de José Ruiz
Rosas, siendo un logro mayor y ejemplar, no se limita a la palabra
escrita. Durante por lo menos tres décadas Arequipa, la ciudad que
conquistó su corazón, se benefició de su inspiradora actividad
como generoso anfitrión y como incansable promotor de la cultura.
Recuerdo que cuando fue nombrado director del Instituto Nacional de
Cultura de la región se consolidó un momento de florecimiento
creativo sin precedentes. Insólitamente, esta excitación pareció
inflamar a un público anteriormente reacio, que de pronto empezó a
acudir con regularidad a cada evento. La dimensión intelectual de
José Ruiz Rosas atrajo a muchos de los más grandes escritores y
artistas nacionales, algunos de los cuales hasta se alojaron en la
legendaria casa de la calle Villalba. Esta casa, sin duda, merece
mención especial, porque durante varios lustros fue el centro
informal de la cultura arequipeña. Allí se planearon libros,
revistas, exposiciones y hasta conciertos. El debate, en busca de
solucionar interrogantes, fue fluido y nutritivo.
José Ruiz Rosas es sin duda uno
de los poetas peruanos clave del siglo XX y su influencia,
especialmente en su amada Arequipa, es algo que se procesará en este
nuevo siglo.