jueves, abril 10, 2008

No lo intenten en casa


Una hermosa mañana de julio, hace muchos años, me levanté decidido a hacer algo útil. Miré a derecha e izquierda. Busqué en mi bolsillo y encendí un fósforo. Cuando se apagó, encendí otro. La cosa es agarrarlo entre el índice y el pulgar hasta el límite de la resistencia física. Algunos cambian a tiempo la posición de los dedos y, al final, exhiben una hebra negra y algo retorcida, pero a mí lo único que me gustaba era contemplar esa lengua amarilla. Solo eso. Inmóvil. Por eso siempre tenía una caja en el bolsillo. Mis padres lo sabían, y a cada momento estaban sometiéndome a humillantes registros y requisas. El día de los luctuosos sucesos mis queridos progenitores habían ido a besarse a otro lugar. A algún parque perdido. Junto a algún macizo de geranios. Bajo el gran árbol de Jacarandá. Yo quedé solo, con toda la casa para mí. Pensé que era la oportunidad para hacer algo extraordinario, algo que fuese un hito, algo que me emocionase. Edificar una catedral. Permitir que vuelen los pájaros hacia lo azul. Si hubiese tenido quince años seguramente habría avanzado con los dientes apretados (y habría dado un preciso puntapié). Si hubiese tenido diecisiete habría salido en busca de una mujer mala. Pero aún no tenía edad para casi nada. Por eso fui a la cocina y robé un bidón de kerosene. Y un fósforo.

Ilustración: Mark Rothko: number 8.

martes, febrero 19, 2008

La receta milagrosa del doctor César Aira






Considerado el secreto mejor guardado de la literatura argentina Cesar Aira es un escritor que no se parece a nadie. Autor de una obra irregular pero profundamente renovadora es, con Fogwill y muy especialmente con Ricardo Piglia, uno de los más innovadores representantes de la narrativa latinoamericana posterior al boom de la década de los sesenta.


Después de leer cualquier libro de Cesar Aira uno no está seguro si es el más chiflado o al más talentoso de los narradores argentinos. Y es que las historias de Aira son francamente demenciales. Con frecuencia hay un personaje más o menos desubicado que está en el centro de un torbellino de sucesos extraordinarios, cuando no apocalípticos. Por ejemplo en Los misterios de Rosario (1994) el protagonista tiene que alternar con las Mutantes Mnémicas, el Hombre Fantasticular, La Isis Babilónica, el Pteroliva. En El congreso de literatura (1999) un escritor provoca inadvertidamente una tumultuosa invasión de gusanos de seda del tamaño de edificios de 30 pisos. En Las Curas milagrosas del doctor Aira (1998) un ingenioso caballero pretende reparar el daño de los ponzoñosos carcinomas metiéndose directamente con el software del universo, dado su pretendido acceso al código fuente. En La Liebre (1991) un explorador inglés viaja entre poblados subandinos discutiendo con soltura con indios, que se sienten cómodos con tópicos de tipo filosófico, y que exhiben modales de dedo meñique mientras recorren los varios pisos de la realidad objetiva. Y en Varamo (2002) seguramente una de sus mejores obras, aunque la imaginación frenética está algo contenida, hay por lo menos un par de viejas putas que contrabandean palos de golf usando un sofisticado sistema electromagnético, de pulsos crípticos, cuya clave es luego fundamental para la redacción de la obra cumbre de la lírica centroamericana.

La ondulación de la realidad
En la obra de Aira el hilo argumental es sinuoso, los conceptos resbalosos, y los significados deslizantes. Sin embargo detrás de sus excesos, hay una propuesta sólida. Hay ideas, y formalmente abre caminos por la vieja pero siempre inagotable ruta de la libertad. Una que da respetabilidad a sus páginas es su ánimo reflexivo que en ocasiones se revela salvajemente inteligente. Con frecuencia en sus novelas se encuentra una poética desperdigada entre los núcleos narrativos. De una manera a veces delirante explica sus preocupaciones técnicas, y el sentido de su escritura. Lo interesante del asunto es que toda esta búsqueda está integrada a su deslumbramiento frente al fenómeno del “continuo” del universo que fragmenta “lo perfecto” de la unidad, creando la diversidad. Sus razonamientos siguen una lógica que en su trazo obstinado y esa maniática sumatoria alcanza el absurdo. Un absurdo del que se desprende un humor bizarro. Ese tipo de humor que hace que las carcajadas resuenen debajo de las costillas.
En el viejo debate entre los idealistas y los materialistas Aira tiene un lugar muy bien definido. Muchos, con razón, lo han vinculado a Borges a causa de su ánimo especulativo y su creación de mundos paradójicos. Pero Aira, a diferencia de Borges, no aprecia la “buena prosa”, el virtuosismo en la composición de frases. Tampoco le interesa la belleza de los giros del ingenio. Aira se confiesa desaliñado, profundamente imperfecto. En cierta ocasión llegó a afirmar que no soportaba a Marguerite Yourcenar por la ostentosa joyería de sus párrafos, por su virtuosismo, por su pose de deidad. Aira claramente pertenece a ese grupo que se rebela contra el mito que en el siglo XX forjó James Joyce, y que indujo a los lectores a venerar la ingeniería narrativa. Ese tipo de novela llena de engranajes, que se jactaba de la multivalencia de sus partes, del deprecio a lo inútil, a las excrecencias, a las arrugas. Ese tipo de novela que hacía brillar los ojos de los exegetas, que se sentían atraídos por un festín para impresionar a los discípulos. Aira está más cerca de las vanguardias lúdicas como el surrealismo, que creían que en lo intrascendente, en lo que escapaba a la simetría, había otro tipo de belleza.

Conquistando territorio
Cesar Aira ha empezado a ser apreciado sólo en los últimos años. Muchas de sus casi cuarenta obras han sido publicadas por editoriales desconocidas y con tirajes reducidos, pero progresivamente el interés ha crecido, estimulado por la amplia alcance de las editoriales españolas. En el ambiente latinoamericano se dio a conocer por un artículo de Ida Vitale, publicado en el número 165 de la revista Vuelta (1990). La poeta uruguaya confiesa haberse topado casualmente con la obra de Aira, y haberse sentido sorprendida. Para ella la obra de Aira con insistencia nos lleva adelante “por esa escalera de caracol en la volvemos a pasar por puntos de una misma vertical, con ligeros cambios de perspectiva cada vez”.
Cesar Aira no es un profesor, como muchos de sus colegas. Su manera de ganarse el pan honradamente desde su temprana juventud han sido las traducciones del inglés, francés, italiano, portugués, idiomas que aprendió sin darse cuenta, sin haber estudiado jamás el oficio. Cuando a finales de los años sesenta hizo una prueba para la editorial Paidós, quedaron tan sobresaltados que creían que había hecho trampa. 'Fue un descubrimiento para mí también, de que tenía un don especial para hacer traducciones'. César Aira, es padre de dos hijos, nació en 1947 en Coronel Pringles, un pueblo del sur de la provincia de Buenos Aires y desde 1967 está domiciliado en el barrio de Flores, en la capital argentina.
En algunas entrevistas Aira ha confesado sentir escaso aprecio por el trabajo de Vargas Llosa y García Márquez. El prefiere considerarse un vanguardista. Para este novelista los grandes artistas del siglo XX no son los que hicieron obra, sino los que inventaron procedimientos para que las obras se hicieran solas, o no se hicieran. En esa medida reivindica la vigencia de las vanguardias "entendidas como creadoras de procedimientos que han poblado el siglo de mapas del tesoro a la espera de ser explotados". Y, como suele ocurrir con los innovadores, la clave de su obra es la ambición desmedida. Cuando cumplió 50 años confesó que de niño quería ser un genio y como no lo consiguió construyó una especie de simulacro de genialidad. Dijo: Si uno descubre que no es un genio, no se resigna a ser lo que viene después. Yo preferí seguir creyendo que era un genio, de ahí creo que viene la extravagancia de mis libros, de mis argumentos, de lo que escribo. Siento la imposibilidad de renunciar a la idea que me hizo creer de chico que era un genio. Aunque también podría haber renunciado a esa idea y haber escrito simplemente novelas lo mejor que pudiera, novelas normales, como todo el mundo. Quizá podría haber llegado a ser un escritor más o menos aceptable. Pero no. Preferí seguir en ese juego... La única función que me asigno: dejarle al mundo algo que no haya tenido antes de mí. Creo que ésa es la función más genuina de un artista, un escritor. A veces chocan dos propósitos, hacer algo nuevo y hacer algo bueno. Si tengo que elegir entre las dos cosas prefiero que sea nuevo a que sea bueno.
Ya desde El Congreso de Literatura, Aira es clarísimo en sus intenciones y objetivos. "Mi Gran Obra es secreta, clandestina, y abarca toda mi vida, hasta en sus menores repliegues y en los acontecimientos más banales. He disimulado hasta ahora mis propósitos bajo el disfraz tan acogedor de la literatura. Pero mi objetivo, que a fuerza de transparencias se ha vuelto mi secreto mejor guardado, es el típico del Sabio Loco de los dibujos animados: extender mi dominio al mundo entero".

Foto: Dino Jurado.

jueves, febrero 14, 2008

Yo no era humano


Yo no era humano. ¿En qué momento me convertí en humano? Un día, por misteriosos designios aún no suficientemente estudiados, empezó un proceso de decantación en la tabla de los elementos naturales que puso en marcha ese motorcito zumbador que es mi vida. En la planta de ensamblaje se juntaron la exacta porción de cromosomas y yo estuve algo de tiempo flotando en líquidos nutrientes, en medio de burbujas, en medio de materia grasa de un terrible matiz anaranjado. No puedo asegurar que entendiese el concierto de Albinoni (que mi madre escuchaba todos los días con la intención de convocar en mí la buena vibra), pero cuando ella se tomaba una copita de anís, a mí me alcanzaba la electricidad. Yo era sólo un ser vivo en formación como cualquier otro. Como un tigre. Como una rata. Como un ave. Es cierto que ya cargaba un paquete completo de instrucciones. Entre esas ecuaciones, claro, anidaba también la contribución de mis antepasados. Pero yo aún no era un humano. ¿Acaso el pelo que contiene el ADN de un criminal es un humano? ¿Pero entonces cuándo empecé a ser ese humano que se dedica a vagar por las tortuosas calles de Arequipa? Eso ocurrió algunos segundos después que emitiera el primer grito.

domingo, octubre 28, 2007

La invención de la amada


Las obras que por alguna razón han logrado establecerse en el imaginario popular consagran a su autor pero, paradójicamente, esta relevancia suele ubicarlas en franca rebeldía con el simple mortal que las pergeñó. Es más, muchas veces terminan tomando un rumbo completamente diferente al que estaban supuestamente destinadas. Un caso particularmente significativo es el de Pygmalion, del dublinés George Bernard Shaw. Nunca el mito griego sobre la relación sentimental entre autor y obra tuvo más sentido y resonancia. Cuando en 1938 el consagrado dramaturgo (Nobel de 1925) comprometió su pluma y entusiasmo en la versión cinematográfica de Anthony Asquith y Leslie Howard, puso bien en claro algo que denominó “intención didáctica”. El protagonista, profesor Henry Higgins, suelta entonces con brillante desvergüenza sus parrafadas, apuntando al lenguaje como el signo distintivo de la valía de los seres humanos, como el instrumento de lo aparente y lo real, de lo noble y lo vil. El filme fue un rotundo éxito entre el público y entre los críticos, y hasta el venerable Shaw pudo disfrutar de algún gesto de desdén por un Oscar que luego colocó en su vitrina. Muy pronto, sin embargo, quedó claro que el público estaba principalmente emocionado por las chispas de electricidad que saltaban entre el profesor y la discípula sin darle demasiada cabida a la lujosa idea central, a los inteligentes propósitos del sardónico irlandés. ¿Pero cómo culpar al público por la rosa interpretación de los hechos? Las angustias amorosas suelen estar en el centro de la filosofía de las masas y la popularidad del melodrama lo demuestra. Sin embargo en este caso la famosa sabiduría popular pareció estar particularmente inspirada. Y es que la química entre el profesor Higgins y la “poor girl” Eliza Doolittle parece configurar con insólita nitidez uno de los grandes arquetipos de la relación amorosa. Toda mujer en medio de su vida gris está segura que dentro de ella hay una princesa: sólo un hombre especial, con algo de sabio, con algo de poeta, es el que tendrá el poder de conducirla hacia el esplendor. Millones de mujeres sueñan con encontrar el hombre que sea su gurú, su salvador, el que las ayude a ser lo maravillosas que ellas están seguras que en el fondo son, el que sabrá rescatar “la chispa escondida del fuego divino”. Este maestro tiene algo de padre, pero al ser una relación erótica y trascendental, no sólo formativa, suele devenir en un neurótico comportamiento con exhibición de violencia ritual. A pesar de las objeciones del maestro George Bernard Shaw, en su Pygmalion se puede incluso vislumbrar como este tipo de amor muestra su potencia visceral avasallando obstáculos y rivales materialmente mucho más viables. Por ejemplo Freddy, el amante devoto que suspira y lleva flores, es usado y desechado sin ninguna concesión. Y, de una manera mucho menos ostensible, el coronel Pickering, que es un hombre rico, considerado y sensible, termina apartado con un simple diploma de honor. La muchacha aquí no se inclina por los que aparentemente le convienen sino que opta por el que la abusa y desprecia. Sabe que ese maltrato es sólo un código secreto para la comunicación entre sus singulares espíritus. Sabe que ellos están hondamente comprometidos en una de las formas más extrañas de un salvaje proceso llamado amor.

lunes, septiembre 03, 2007

Love.com


Thomas Montgomery había cumplido 46 años sintiendo que un error en alguna parte traicionaba su existencia. Thomas Montgomery vivía en Clarence, New York, tenía mujer, dos hijas y un sólido empleo, pero su vientre empezaba a formar una curva detestable y su roja cabellera empezaba a adelgazar. Así que un buen día decidió corregir el error. Anunció entonces (a sí mismo) que en él en realidad ostentaba un cinturón negro en karate, que tenía un par de azules cicatrices de bala en la pierna derecha (recuerdo de alguna épica batalla) y que disponía de una saludable verga de 22 centímetros. Pero lo más importante de todo, decidió que se llamaba Tommy, que era marine, y que recién había festejado su cumpleaños número 18. Luego de alcanzar esa revolucionaria resolución se dirigió a su computadora e inició una nueva vida. Allí, entre los tumultuosos foros y salones de Chat, encontró a su alma gemela, TalHotBlondbig, una chiquilla de West Virginia, cuyo nombre, como descubrió más tarde, era Jessica, y que parecía vibrar con sus ansiosos 17 añitos.
El asunto es que Jessica y Tommy cultivaron una ávida comunicación digital (y eventualmente telefónica) durante varios meses hasta alcanzar una cumbre pasional. Ambos parecieron llegar a esa situación en que la vida es fisiológicamente imposible si el otro no digita la palabra precisa en el último mail del día. A esas alturas, en otro estrato de la realidad, el viejo Thomas Montgomery comprobaba cada día con alarma que todo en su hogar y trabajo era triste y lamentable. Es por eso que confidenció a algunos de sus compañeros que iba a abandonar a su mujer y a trasladarse a West Virginia. Porque allí estaba la verdadera vida. Su cónyuge, que hasta ese momento había optado por aceptar cansadamente los argumentos de una supuesta crisis existencial, comprendió que era hora de empezar una de esas astutas pesquisas femeninas que todo lo descubren. Y entonces, luego de un primer momento de estupor e incredulidad, decidió cortar por lo sano. Le escribió a Jessica adjuntando amplia evidencia. Al enterarse del engaño Jessica pareció derrumbarse. El tráfico en la red se intensificó con textos que luego serían requisados por las autoridades competentes. La vergonzosa conducta predatoria de Thomas Montgomery se hizo pública. Pero Jessica no desapareció castamente de la pantalla. Impulsada quizá por un ánimo de revancha, transmitió sus penas a Brian Barrett, un estudiante de 22 años del Buffalo State College, con el que –una cosa lleva a la otra- pronto alcanzó un cierto nivel de intimidad digital. Pero por desgracia (y típicamente) simultáneamente continuó en contacto con el viejo Thomas Montgomery, tal vez sintiendo que Tommy, el amor de su vida, en realidad sí existía, que el verdadero Tommy palpitaba más intensamente que nunca dentro de Thomas Montgomery. Pero como es previsible pronto se apoderó de la situación el tortuoso pathos del triángulo amoroso, con su carga de resentimiento y celos, gritos y aullidos. A pesar de todas sus promesas Jessica no parecía saber como encontrar la correcta alternativa, no parecía tener el valor para tomar una decisión y aceptar las consecuencias. Así que fue una vez más el viejo Thomas Montgomery el que resolvió que había que había llegado la hora de la acción. Y entonces el 14 de septiembre de 2006 apagó su computadora y, luego de algunas pesquisas, buscó a Brian Barret en un estacionamiento, y descargó la pistola que todos los norteamericanos tienen al alcance de la mano.
Cuando la policía inició las investigaciones salieron a la luz todos los pormenores de esta terrible historia de amor. Pero el detalle más inquietante se reveló sólo cuando el detective J. L. Kirk se dirigió a West Virginia y descubrió que la hechizante Jessica tenía en realidad 45 años, estaba casada y era algo rolliza. Al enterarse el viejo Thomas Montgomery sintió seguramente lo que sienten todos los amantes frente a una relación definitivamente imposible. Que el verdadero amor existe, pero que no es de este mundo.
Posdata: Los hechos aquí narrados son 100% verídicos. Esta historia ha sido tema de un amplio reportaje en la revista Wired.

(Publicado en Obra Reunida. Oswaldo Chanove. Biblioteca Arequipa 2012)

viernes, julio 06, 2007

Surfeando en Tingo


A la hora de la introspección uno suele toparse con una discordancia del yo francamente traumática. Y es que nuestro yo global -ese que se nutre de imágenes de los medios, de la industria del entretenimiento, de la creación artística-, suele apabullar a nuestro yo doméstico, a nuestro yo de simples hombres viviendo pequeñas circunstancias. Porque ahora todas nuestras fantasías parecieran estar configuradas de una manera que ignora las particularidades de nuestra remota provincia. Y ocurre que a estas alturas uno podría llegar a la convicción que en un nivel escalofriantemente trascendente no somos lo que concretamente somos sino lo que imaginamos que somos. Por eso en los tiempos que corren es de vital importancia mirarse a sí mismos y recrearse constantemente, pero tratando de hacer una plausible conexión entre los dos niveles de nuestro imaginario. Un pueblo que se novelisa, que se poetisa, que se pinta, que se musicaliza es un pueblo en un saludable proceso de conciencia de sí mismo. Vivimos en una cultura con una creciente y regocijada dosis de mitomanía. Y este virtual estado de enajenación es tan ecuménico que en cierto modo se ha convertido ya en la “verdadera realidad” para la especie humana. No estoy tan seguro (como los ideólogos ruidosamente clamaban en los setenta) que esta locura sea la causa de nuestra ruina final. Tal vez no sea otra cosa que la insólita ruta que le toca a la especie humana. Tal vez no estamos signados por nuestra racionalidad sino por nuestra demencia.
Hace poco llegó inesperadamente a mis manos el excelente CD de Comfuzztible. Una de las cosas más curiosas de este grupo de rock es que sus letras no sólo tocan temas y sitios arequipeños (el smog del centro histórico, la laguna de Tingo), sino que se remiten a la “herencia rockera mistiana”, con el sugestivo reciclaje de los Texao, ese grupo que fue un hito regional a fines de los sesenta. Este enfoque localista, que puede parecer anecdótico, es en realidad significativo. Una de las características de los sucesos artísticos intrascendentes es su frívolo desarraigo. Con demasiada frecuencia vemos músicos (y poetas y pintores) que únicamente son leales a una fórmula enlatada del éxito. Son los noveleros, los que están obsesivamente al tanto de las últimas tendencias en las grandes capitales (por medios ahora tan accesibles), y que tratan patéticamente de calcar, de usar el lenguaje “de esos”, de moverse a la manera “de esos”, de ser “uno de esos”. Por eso resulta inteligente y genuinamente audaz la postura de Comfuzztible, que se proyecta hacia adelante con los pies bien puestos en la tierra (en su tierra). En estos tiempos en que la era digital hace girar cada segundo la rueda de lo aleatorio generando nuevas variaciones sobre los temas de siempre uno se pregunta cómo es que justamente aquí en la telúrica Arequipa, cuna de tantos pésimos bailarines, nació este grupo con un sonido tan ágil, tan poco serrano. Uno puede hasta imaginarlos rodeados de chicas que mueven largas piernas desnudas sobre las arenas de la dimensión desconocida. Y es que lo arequipeño no es necesariamente lo que tendría que ser (de acuerdo a algún viejo teorema) lo arequipeño. Porque a la hora de interpretar códigos culturales lo más evidente suele ser el camino a huecos estereotipos. Lo que somos es algo que siempre se presenta con una estimulante dosis de sorpresa, casi de revelación. Y si prestamos atención a esta alentadora propuesta de los de Comfuzztible nos damos cuenta que el rock de los sesenta y setenta, con su derroche de energía eléctrica, con sus alegres imprecisiones, con su excitación quintaesencialmente adolescente no fue sólo una etapa, sino que fue el indiscutible umbral de este nuevo mundo. Por eso esta revisión de aquel viejo sonido, con sus ya arcaicos instrumentos de grueso trazo, no nos parece un simple acto de nostalgia, ni siquiera un arrebato posmoderno de encubierta ironía, sino más bien un revitalizador uso de la máquina del tiempo para recalar en una etapa, para reencontrar un tipo de música históricamente decisiva.

miércoles, abril 25, 2007

Perú campeón



A la hora de medir logros el Perú es francamente patético futbolísticamente hablando, lo cual hace más ridículo que esta sea la pasión nacional y principal. En lo que se refiere a la literatura, en cambio, no estamos del todo mal, si no que lo digan Vallejo y Vargas Llosa. Pero en lo que si somos auténticos campeones es en la gastronomía. Según opinión ya establecida la peruana es una de las mejores cocinas del mundo (y la arequipeña la más destacada del Perú). Eso no sé si nos haga mejores que algún vecino antipático, pero debe haber alguna superioridad en ser exigentes con el acontecimiento decisivo del ser humano. Porque ciertamente, a pesar de los justos reclamos de los erotómanos (o de los filósofos, o de los poetas) la actividad más importante que existe es comer. Estamos hechos de pan. Y es una ironía excesivamente perfecta que la humanidad esté agobiada simultáneamente por gente que muere de hambre o de obesidad. Satisfacer el apetito es la compulsión cardinal del ser humano. Una compulsión que se enciende por lo menos tres veces al día. Una compulsión medular signada en un primer nivel por el llano afán de sobrevivencia, que luego, en una espiral cualitativa, se constituye en un refinamiento, en una búsqueda llamada gastronomía. Savarín, uno de los principales apóstoles del paladar afirmaba que la gastronomía rige la vida entera, ya que el llanto del recién nacido reclama el rebosante seno de la nodriza; y el moribundo recibe aún con inexplicable avidez la poción suprema que, ¡ay! no podrá ya digerir. Pero quizá el viejo Savarín exageraba. La Real Academia la define más bien como el arte de preparar una buena comida y la afición a comer regaladamente. Lo que si está ya claro es que la gastronomía se ha constituido ya en una de las bellas artes pero, a diferencia de otras, su vehículo y materia prima -apetito e ingredientes- son fuertemente terrenales. No en vano el flaco Woody Allen se quejaba de que a pesar que detestaba la realidad, había que reconocer que era el único lugar donde se podía conseguir un buen bistec. Resulta entonces algo bastante razonable mostrarse de acuerdo con que las prácticas culinarias de un pueblo revelan su idiosincrasia. Sin embargo sería harto trivial forzar la lógica y alegar que en las civilizaciones más avanzadas es donde mejor se come. Hay que convenir, ciertamente, que parece indiscutible que los pueblos con buena mesa suelen ser interesantes e históricamente peculiares. Veamos: los franceses, que se han posicionado en el mundo culinario gracias a su depurada técnica y a sus sofisticadas creaciones, representan en el imaginario popular el prototipo del “artista”, del “exquisito”. Los chinos, poseedores de una cocina tan rica como su milenaria historia suelen ser asumidos como una nación compleja, insondable, irresistiblemente intrincada. Los italianos, por otra parte, con su vasta cocina regional que ha depurado las combinaciones (de sabores y olores) hasta alcanzar el nivel de la sabiduría, se visualizan siempre como un pueblo de gente agradable, sensual, atiborrado de vitalidad. ¿Y los peruanos? La clave de la comida peruana está en su habilidad para domesticar un elemento agresivo como el ají, fusionándolo con ingredientes más sosegados hasta alcanzar un nivel activamente sabroso. Pero manejar la contradicción, armonizar el mestizaje de elementos incluso discordantes, asimétricos, implica también un juego dialéctico que, cuando se resuelve triunfalmente, es un hito siempre sorprendente, pero cuando no cuaja, cuando uno de los elementos aplasta al otro, nos queda un plato rebosante de frustración. Eso en cierto modo proyecta la imagen de lo peruano: un pueblo prometedor, con una historia intensa y trágica, henchido de disímiles posibilidades, pero siempre tan cerca de alguna estridencia, tan al borde de cualquier desequilibrio. Sin embargo es un hecho para considerar que el triunfo de la comida peruana nos indica que si algo tan vinculado a nuestra singularidad ha logrado establecer su excelencia y estabilizar sus contradicciones, después de todo tal vez no estemos tan jodidos como parecemos.

martes, octubre 03, 2006

El ser y el pisco


El ser y el pisco
Precisos, rigurosos, y documentados a la perfección los estudios que realicé a lo largo de toda una vida me han inducido a ciertas convicciones. Una de las más importantes es que si bien es cierto que todos los licores nos provocan fases similares (1. Exaltación de la amistad; 2. Cantos regionales; 3. Escarnecimiento de los ausentes; 4. Evocación de antiguos agravios; 5. Negación de la evidencia) cada trago hace su labor de una manera peculiar. Los designios del pisco sobre el espíritu son algo diferentes a los del ron, el whisky, el vodka, el vino, o la cerveza. Veamos. El ron, la bebida nacional de corsarios y filibusteros, tiende a inducir estados salvajes, abundantes en movimientos bruscos y, a una cierta propensión a rebasar algún límite, aunque sólo sea en el tono de voz. El vino, en cambio, perturba la mente y hace que el pene y el corazón se hagan socios. Es por eso que uno no sabe si recitar un soneto de amor eterno o solicitar un fellatio. El whisky, por otra parte, a pesar de su popular asociación a los cachorros del imperio, es en realidad un trago que activa la ironía y adelgaza los rasgos de la cara. El vodka, elegante y fresco, del color de la luz de la luna, es conocido por alterar fuertemente la percepción justificando el viejo adagio: “No hay mujeres feas, lo que falta es trago”. Nuestro patriótico pisco, en cambio, como todo lo peruano, es sabroso, incluso pícaro, hasta cariñoso, pero no es completamente ideal para esos que gustan conducir a altas velocidades en las autopistas de la existencia. Porque satura, porque su sustancia de uvas se impregna en el paladar, y entonces uno pierde el imprescindible sentido de las proporciones. Finalmente queda la cerveza que, como todo el mundo sabe, es una bebida vil, propia de seres ventrudos y escasamente imaginativos. Una buena amiga afirmaba que con la cerveza ella se veía condenada a ir al sucio baño cada 15 minutos (y tenía que hacer pis como quien hace mayonesa, para que no salpique.)
El trago ha estado asociado no sólo a la irresponsabilidad y al derroche de la vida. Siglos antes de Li Po, el poeta borracho, los espíritus más inquietos habían encontrado belleza en un vaso lleno de licor. Entendían que inducir la euforia por medio de un brebaje fermentado era algo que valía el alto precio en locura o cirrosis. ¿Por qué?
¿Cuál es el Primer Mandamiento? Mantenerse vivo. Y lo que impulsa la vida es una urgencia deslumbrante en su dimensión elemental, reacia a los ropajes de la ética, salvajemente infiel a toda justificación. Y el arte y la poesía no es otra cosa que un simple impulso vital codificado. Una artimaña para mantenernos despiertos, para evitar que los artificios de la coherencia nos atrapen en su oleaje y nos conviertan en pálidas formas sofocadas por la compulsiva agitación de un deber impuesto, de una absurda meta inventada, de una grandeza de vacua luminosidad. Nuestro deber, ante todo, es mantener en un punto óptimo la presión sanguínea. Luego ya estamos en condición de proponernos otras preocupaciones como salvar el mundo o luchar contra los malos (también comprar un baguette para nutrir a nuestra neurótica mujer y a nuestros traviesos retoños).
Por eso un buen bar es, en muchos casos, tan importante como una impecable aula universitaria o, incluso, una milagrosa catedral. Por desgracia un buen bar no surge por decreto. Un buen bar se inflama de elementos propiciatorios por razones siempre caprichosas. Aparece la gente, busca su silla, toma su vaso y entonces empieza el concierto. Si desafina, el bar muere, se convierte en un mero salón para las horas muertas. Pero si se alza hacia lo alto un bullicio que se parece a un coro, entonces la chispa prende. ¿Hay algo que importe más?

domingo, mayo 21, 2006

Tantas veces María Magdalena



El código Da Vinci es esencialmente un producto de la industria del entretenimiento cuyo resorte emocional trabaja sobre la idea que la institución que históricamente ha dado forma al mundo occidental oculta un crimen en sus mismas bases. Se afirma que Magdalena fue víctima de guerra sucia para liquidar su poderosa influencia en los delicados momentos germinales de la iglesia. Se afirma que en realidad no fue una escandalosa prostituta, sino nada menos que la mujer de Jesús, y, lo peor, que con ella tuvo descendencia. Unos herederos de una sagrada misión. Todo muy enigmático y provocador. Sin embargo cualquiera que haya leído el libro de Dan Brown (o visto la adaptación de Ron Howard) concordará en que éste es básicamente una obra del género policial llena de elaborados acertijos y una artificiosa trama de suspenso. El sugerente argumento es sólo un recurso del autor para estimular, para hacer más emocionante la experiencia del entretenimiento. Hay muchas películas y libros que juegan con ideas sorprendentes o terribles. Mientras más sorprendentes y amenazantes mejor. Pero luego de verlas nunca nadie sale a denunciar las fantasiosas elucubraciones. En este caso, sin embargo, los aludidos, la iglesia católica y en particular el Opus Dei, parecen creer que el asunto es serio y por aquí y por allá saltan iracundos entrevistados reclamando boicot y hasta excomunión, y en todo el mundo se editan libros sobre hechos y falsedades. Todo esta agitación ha dado lugar hasta que con irreverente humor Ian McKellen, el Sir Leigh Teabing en la novela, haya soltado la idea que el Vaticano debería tranquilizarse, porque en realidad el código disiparía definitivamente las inquietudes sobre cualquier indefinición sexual del buen Jesús. ¿Pero hay algo serio detrás de toda esta historia? Lo que podría tener algún sentido es que en los tiempos fundacionales de la Iglesia los sectores pragmáticos y con una vocación canónica, de fibra política, fueron las que se impusieron sobre las más idealistas y exigentes interpretaciones de ciertos gnósticos, con los que posiblemente simpatizaba Magdalena. En todo caso la tradición cristiana que prevaleció en realidad no satanizó jamás la imagen del personaje sino que manipuló con singular habilidad ciertos hechos. Recién en el siglo VI el papa Gregorio el Grande ratificó en un sermón la versión de que ésta había sido una prostituta, pero claro, exaltando la dinámica del pecador que alcanza la gracia por los poderes del arrepentimiento. Luego la leyenda va tomando forma hasta que en la edad media Jacobus de Vorágine, Arzobispo de Genova, redactó un librito donde se narraba como, luego de la crucifixión, María Magdalena fue embarcada en una precaria lanchita que milagrosamente alcanzó la costa de Marsella. Allí, durante un buen tiempo ésta se dedicó a evangelizar a los galos hasta que, finalmente, decidió retirarse a unas cuevas cercanas donde se entregó a la oración y al llanto. No llevaba ropa, se cubría únicamente con su largo cabello. No comía nada en absoluto, aunque una vez al día tres ángeles le recogían y la transportaban a las alturas donde recibía algo de celestial sustento. Con esta rutina sobrevivió durante 30 años hasta que un día su amigo, el obispo de Aix, la encontró levitando a una altura de dos codos sobre la superficie del suelo y rodeada por un coro de ángeles. Un momento después expiró. Una bonita historia, sin duda. Pero quién sabe si la otra, la que se quedó en el limbo de la posibilidad, la que trataría sobre los frutos de la simiente del hijo de Dios hubiese sido mejor.

A fuego lento

¿Un cocinero está a la altura de un poeta? Esta pregunta encuentra un lugar central en la película La passion de Dodin Bouffant (2023), dir...