Considerado el secreto mejor guardado de la literatura argentina Cesar Aira es un escritor que no se parece a nadie. Autor de una obra irregular pero profundamente renovadora es, con Fogwill y muy especialmente con Ricardo Piglia, uno de los más innovadores representantes de la narrativa latinoamericana posterior al boom de la década de los sesenta.
Después de leer cualquier libro de Cesar Aira uno no está seguro si es el más chiflado o al más talentoso de los narradores argentinos. Y es que las historias de Aira son francamente demenciales. Con frecuencia hay un personaje más o menos desubicado que está en el centro de un torbellino de sucesos extraordinarios, cuando no apocalípticos. Por ejemplo en Los misterios de Rosario (1994) el protagonista tiene que alternar con las Mutantes Mnémicas, el Hombre Fantasticular, La Isis Babilónica, el Pteroliva. En El congreso de literatura (1999) un escritor provoca inadvertidamente una tumultuosa invasión de gusanos de seda del tamaño de edificios de 30 pisos. En Las Curas milagrosas del doctor Aira (1998) un ingenioso caballero pretende reparar el daño de los ponzoñosos carcinomas metiéndose directamente con el software del universo, dado su pretendido acceso al código fuente. En La Liebre (1991) un explorador inglés viaja entre poblados subandinos discutiendo con soltura con indios, que se sienten cómodos con tópicos de tipo filosófico, y que exhiben modales de dedo meñique mientras recorren los varios pisos de la realidad objetiva. Y en Varamo (2002) seguramente una de sus mejores obras, aunque la imaginación frenética está algo contenida, hay por lo menos un par de viejas putas que contrabandean palos de golf usando un sofisticado sistema electromagnético, de pulsos crípticos, cuya clave es luego fundamental para la redacción de la obra cumbre de la lírica centroamericana.
La ondulación de la realidad
En la obra de Aira el hilo argumental es sinuoso, los conceptos resbalosos, y los significados deslizantes. Sin embargo detrás de sus excesos, hay una propuesta sólida. Hay ideas, y formalmente abre caminos por la vieja pero siempre inagotable ruta de la libertad. Una que da respetabilidad a sus páginas es su ánimo reflexivo que en ocasiones se revela salvajemente inteligente. Con frecuencia en sus novelas se encuentra una poética desperdigada entre los núcleos narrativos. De una manera a veces delirante explica sus preocupaciones técnicas, y el sentido de su escritura. Lo interesante del asunto es que toda esta búsqueda está integrada a su deslumbramiento frente al fenómeno del “continuo” del universo que fragmenta “lo perfecto” de la unidad, creando la diversidad. Sus razonamientos siguen una lógica que en su trazo obstinado y esa maniática sumatoria alcanza el absurdo. Un absurdo del que se desprende un humor bizarro. Ese tipo de humor que hace que las carcajadas resuenen debajo de las costillas.
En el viejo debate entre los idealistas y los materialistas Aira tiene un lugar muy bien definido. Muchos, con razón, lo han vinculado a Borges a causa de su ánimo especulativo y su creación de mundos paradójicos. Pero Aira, a diferencia de Borges, no aprecia la “buena prosa”, el virtuosismo en la composición de frases. Tampoco le interesa la belleza de los giros del ingenio. Aira se confiesa desaliñado, profundamente imperfecto. En cierta ocasión llegó a afirmar que no soportaba a Marguerite Yourcenar por la ostentosa joyería de sus párrafos, por su virtuosismo, por su pose de deidad. Aira claramente pertenece a ese grupo que se rebela contra el mito que en el siglo XX forjó James Joyce, y que indujo a los lectores a venerar la ingeniería narrativa. Ese tipo de novela llena de engranajes, que se jactaba de la multivalencia de sus partes, del deprecio a lo inútil, a las excrecencias, a las arrugas. Ese tipo de novela que hacía brillar los ojos de los exegetas, que se sentían atraídos por un festín para impresionar a los discípulos. Aira está más cerca de las vanguardias lúdicas como el surrealismo, que creían que en lo intrascendente, en lo que escapaba a la simetría, había otro tipo de belleza.
Conquistando territorio
Cesar Aira ha empezado a ser apreciado sólo en los últimos años. Muchas de sus casi cuarenta obras han sido publicadas por editoriales desconocidas y con tirajes reducidos, pero progresivamente el interés ha crecido, estimulado por la amplia alcance de las editoriales españolas. En el ambiente latinoamericano se dio a conocer por un artículo de Ida Vitale, publicado en el número 165 de la revista Vuelta (1990). La poeta uruguaya confiesa haberse topado casualmente con la obra de Aira, y haberse sentido sorprendida. Para ella la obra de Aira con insistencia nos lleva adelante “por esa escalera de caracol en la volvemos a pasar por puntos de una misma vertical, con ligeros cambios de perspectiva cada vez”.
Cesar Aira no es un profesor, como muchos de sus colegas. Su manera de ganarse el pan honradamente desde su temprana juventud han sido las traducciones del inglés, francés, italiano, portugués, idiomas que aprendió sin darse cuenta, sin haber estudiado jamás el oficio. Cuando a finales de los años sesenta hizo una prueba para la editorial Paidós, quedaron tan sobresaltados que creían que había hecho trampa. 'Fue un descubrimiento para mí también, de que tenía un don especial para hacer traducciones'. César Aira, es padre de dos hijos, nació en 1947 en Coronel Pringles, un pueblo del sur de la provincia de Buenos Aires y desde 1967 está domiciliado en el barrio de Flores, en la capital argentina.
En algunas entrevistas Aira ha confesado sentir escaso aprecio por el trabajo de Vargas Llosa y García Márquez. El prefiere considerarse un vanguardista. Para este novelista los grandes artistas del siglo XX no son los que hicieron obra, sino los que inventaron procedimientos para que las obras se hicieran solas, o no se hicieran. En esa medida reivindica la vigencia de las vanguardias "entendidas como creadoras de procedimientos que han poblado el siglo de mapas del tesoro a la espera de ser explotados". Y, como suele ocurrir con los innovadores, la clave de su obra es la ambición desmedida. Cuando cumplió 50 años confesó que de niño quería ser un genio y como no lo consiguió construyó una especie de simulacro de genialidad. Dijo: Si uno descubre que no es un genio, no se resigna a ser lo que viene después. Yo preferí seguir creyendo que era un genio, de ahí creo que viene la extravagancia de mis libros, de mis argumentos, de lo que escribo. Siento la imposibilidad de renunciar a la idea que me hizo creer de chico que era un genio. Aunque también podría haber renunciado a esa idea y haber escrito simplemente novelas lo mejor que pudiera, novelas normales, como todo el mundo. Quizá podría haber llegado a ser un escritor más o menos aceptable. Pero no. Preferí seguir en ese juego... La única función que me asigno: dejarle al mundo algo que no haya tenido antes de mí. Creo que ésa es la función más genuina de un artista, un escritor. A veces chocan dos propósitos, hacer algo nuevo y hacer algo bueno. Si tengo que elegir entre las dos cosas prefiero que sea nuevo a que sea bueno.
Ya desde El Congreso de Literatura, Aira es clarísimo en sus intenciones y objetivos. "Mi Gran Obra es secreta, clandestina, y abarca toda mi vida, hasta en sus menores repliegues y en los acontecimientos más banales. He disimulado hasta ahora mis propósitos bajo el disfraz tan acogedor de la literatura. Pero mi objetivo, que a fuerza de transparencias se ha vuelto mi secreto mejor guardado, es el típico del Sabio Loco de los dibujos animados: extender mi dominio al mundo entero".
Foto: Dino Jurado.