Hay algo inquietante en el mar. Cuando avizoraba el océano pacífico solía sentir algo en las tripas.
Demorábamos en alcanzar la Quebrada de Guerreros y la Curva del Fraile. Pasábamos por dos túneles antes de avistar la polvorienta Matarani y luego la herrumbrosa Mollendo. Viajábamos siempre impulsados por el V8 de Expreso Flecha.
El olor del mar es el principio del mar.
Cuando el Perico vio el mar soltó un grito. ¡Tanta agua! Quería esconderse. Nosotros reímos. No quería bajar a la playa. Tuvimos que decirle que no sea sonso, que ya, que la playa era bonita. Finalmente bajó. Se metió al agua cautelosamente. Su calzoncillo viejo chorreaba la fría agua del Océano Pacífico. Movía los brazos como si fueran aspas. Entonces se puso a reír. Ja ja ja. Cuando por la tarde regresamos al Hotel Plaza (que quedaba frente a la plaza) lo encontramos tirado en medio de la habitación. Está laxado, dijo mi madre. El mar se lo quiso llevar, dije yo. Y reímos.
¡Tanta agua!
El poeta Humberto Quino viajó hasta Perú a conocer el mar. Cuando la dura suela de sus zapatos tocó la orilla sintió que eran apropiados algunos gestos histriónicos. Desnudó su retorcido cuerpo boliviano y se lanzó de rodillas contra las olas que, calmadamente, lo empaparon. Y lloró. Lloró sin consuelo.
Cuando di la vuelta al mundo por primera vez entré a un restaurante en la ciudad de Salerno. Sobre la mesa pusieron una copa de vino blanco y un plato de frutos del mar.
Frutti di mare.
Magnífica manera de referirse a los mariscos.
La palabra “magnífico” es una palabra casi tan estúpida como “estupendo”. Pero no hay nada tan espléndido como el mar.
Nada es tan sensacional.