La negra y húmeda nariz del perro es sensitiva. Sus redondos ojos permanecen fijos, la cabeza ladeada. A pocos pasos un niño contempla también, con todos sus jóvenes músculos en tensión. El óvalo de su cabeza está abrigado por una gorra oscura. Sus grandes orejas permanecen cuidadosamente ocultas. Los ojos del perro y del niño están fijos en el mismo lugar. Malamente recostado contra la pared, un hombre de mediana edad no deja escapar ni el más mínimo ronquido. La corbata permanece fiel sobre la hilera de botones, pero está feamente manchada de rojo. La sangre ha oscurecido también el pantalón y ha alcanzado el asqueroso piso del callejón. Los ojos del individuo están muy abiertos, pero no parecen mirar nada en particular. Al niño le han asegurado que cuando alguien muere desfilan todos los días de su vida. Con sigilo, el niño da un paso adelante. Estudia los grandes ojos congelados. Son grandes, extasiados, negros. El niño nota que un mechón de cabello flota dislocado sobre la frente del hombre y alza la mano derecha. El perro suelta un corto ladrido y exhibe los dientes con un inquietante gruñido. El niño, llevado por un rápido impulso, coloca la punta de su índice contra aquella cabeza que, de pronto, se desplaza unos centímetros hacia la derecha. El niño, entonces, retrocede como impulsado por un resorte, y dando ágilmente media vuelta empieza a correr. El perrillo lo sigue, ladrando, victorioso.
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