Un filósofo
callejero que prefiere mantener el anonimato afirma no solo que el cielo
existe, sino que sabe cómo funciona. Aparentemente, luego de que uno recibe la
extremaunción y es ubicado bajo tierra, el alma, confundida, divaga en el
escenario de sus cuitas. Más tarde, quizá un par de días después, todo
desaparece. Es un momento extraño, quizá solo un segundo, donde el alma flota
en un vacío metafísicamente absoluto. En la siguiente etapa, alguien, quizá un
ángel, invita a la bendita ánima a proponer una escena, algo de una duración
equivalente a un corto cinematográfico.
La mayor parte de las personas eligen, claro, el momento más feliz de
su vida. Abundan los guiones románticos y eróticos, pero se incluyen también
situaciones de exaltación del ego. Otros,
los raritos de siempre, escogen situaciones menos previsibles. Un sujeto, por
ejemplo, pidió que se consigne el momento en que cada noche recostaba la
cabeza sobre su almohada, nada más. Otro propuso que, de todas maneras, se
incluyera a su bicicleta marca Hércules. No faltó, por supuesto, el que dibujó
una ventana, un sofá reclinable, y los dos tomos de Don Quijote de la Mancha.
En fin, todos los que llegan a ese estadio son libres de escoger lo que se les
venga en gana. Porque, como solemnemente anunció el ángel (con las blancas
alas desplegadas), el paraíso es la repetición, sin la más leve traición, de
la escena escogida. Una y otra vez. Un millón de veces. Un millón de millones
de ciclos.
Debo confesar que no valoro demasiado mi
amistad con el mencionado filósofo callejero, a pesar de que ocasionalmente se hace presente con una botella de algún licor.
Parece convencido que sabe algo que los demás ni nos imaginamos. Cree
que tiene algo que los demás jamás tuvimos ni tendremos. Y no me cuesta nada
asegurar que su idea del paraíso suena bien, pero es bastante estúpida. Si
algo se repite exactamente da lo mismo que se repita durante todo el infinito
o no se repita nunca. Porque cuando vivimos una situación, inevitablemente
sentimos que es única. Si tenemos conciencia que estamos en la repetición de
una escena anterior ya no es una repetición, sino un novísimo fenómeno, algo
que peligrosamente podría ser más o tal vez menos fascinante que lo anterior.
El paraíso entonces, para mi viejo amigo, sería un lugar donde la felicidad
estaría atrapada (vibrando) en un instante en medio del infinito. Algo
equivalente a un bizarro número uno multiplicándose tercamente por sí mismo. El paraíso
sería entonces una manera de la dicha que, hay que decirlo, ya todos hemos
olvidado varias veces.