Durante un tiempo el hombre colonizó todas las cantinas entregando a los pequeños a la vigilancia de parientes quizá benévolos. Con el desfile de los días, de las semanas, de los meses, aquel gigante comprendió que tenía que hacer algo, que el olvido no llegaría jamás, que la resignación le estaba prohibida. Viajó entonces hacia la cercana ciudad del Cusco. En una casita de San Sebastián ella convivía con un teniente de la Guardia Civil.
El hombre lloró. ¿Por qué me abandonaste? Éramos felices, dijo él. Te di mi apellido, mi plata. Nunca tanto nadie te amará.
Un par de semanas después el hombre entró violentamente a aquella casa infame y se apoderó de lo que era suyo. Ya en Quillabamba, Vanesa esperó vanamente que su guardia civil irrumpiese con ademanes eficaces. Sólo luego de varios años, y cuando ya los hijos sumaban cuatro, se volvió a repetir la escena infernal: el hombre entró a su casa cansado luego de una tediosa jornada de trabajo. El hombre dejó los dos brazos colgando a ambos lados.
Esta vez fue a buscarla a Arequipa donde, según le informaron los que siempre informan, la mujer vivía con un empleado del ministerio de agricultura. El hombre lloró también. Lloró amargamente. Finalmente, después de quince días, logró meter en el avión a su única esposa. Procrearon tres hijos más pero ella volvió a huir. Y él volvió a rescatarla. Cuando los hijos alcanzaron la suma de diez, la mujer finamente desapareció para siempre.
Ilustración: Patricia Rengifo.