miércoles, julio 01, 2009
Alf, el terrícola
Si de algo no se podía quejar Alfredo Mono Villavicencio es que tuvo full acción en su juventud. Es cierto que como contrapeso a demasiadas horas festivas tuvo que enfrentar situaciones agobiantes, pero eso no le alteró la expresión del rostro. Es más, pareciera que su invencible buen humor transmutaba todo en eventos épicos, dignos incluso de un comentario pagano. Se sabe que hace tiempo estaba consciente de su situación virtualmente terminal, pero cuando mencionaba el asunto todo el mundo optaba por darle un abrazo sin asomo de conmiseración. El lenguaje de lo trágico parecía extraño en ese territorio que él había inventado, ese que pobló con músicos, pintores, poetas, periodistas, filósofos callejeros, y con sus hijos, y con sus amadas fundamentales.
Para visualizar el espíritu de una época uno tiene que barajar la galería de personajes que animan a un pueblo. Gente que conforma el gran mural. Pero a diferencia de la mayor parte de caracteres que tienen que vivir en una atmosfera caldeada por actitudes encontradas, el mono consiguió convertirse en alguien apreciado de una manera benigna, unánime, cómplice. La popularidad del Mono empezó con sus dibujos. En La Salle, mientras el cura Poquitín ponía su infinita buena voluntad, el Mono secretamente se dedicaba realizar el retrato de Olga Camacho en base a una foto tamaño carnet. La obra maestra, que recién logró terminar saltando asuntos de física y de química, era exactamente igual al original (incluso en tamaño), aunque claro, había algo allí que hizo que todos deseásemos haber podido ser, por un segundo, el Mono.
Pero sospecho que a pesar de esta innata destreza él nunca creyó en el arte como el objetivo central de una vida. Por eso no estaba enloquecido por la obsesión. Lo que pretendía era representar su papel con consistencia. Eso empezó a vislumbrarlo cuando apareció con un montón de LPs de Pescado Rabioso, a su regreso de Argentina. Fue cuando empezó a contarnos de sus ganas de explorar escrupulosamente el contenido de cada hora. Quizá cuando quiso creer que su vocación, más que de artista plástico, era de rockero. Tal vez porque el rock es la más vívida, la más intensa de los formas de hacer arte. Y sus presentaciones con Catedral de Humo hicieron historia en el panorama local. Durante febriles instantes supo arrancarle matices a la plenitud. Luego seguiría con su casi ficticio grupo Eleuterio Cutipa y los duros de Juli (también conocido como Eleuterio Cutipa y las gallinas asesinas) pero en realidad ya sólo estaba dedicado a redondear su leyenda.
Sin embargo más allá de sus logros como dibujante y músico, su intransferible idiosincrasia es lo que lo hizo tan entrañable. Y es que (tal vez) lo que al Mono le magnetizaba de esta vida era representar el papel de héroe bizarro, ese hedonista que consagra su grandeza en horas secretas, bajo la luna. Ese tipo que encuentra una terrible dicha en estar sentado frente un vaso repleto. Aceptando con una carcajada todo lo que venga. Incluso la muerte.
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