martes, mayo 20, 2008

La leyenda de Edmundo de los Ríos


Edmundo de los Ríos fue uno de esos enigmáticos escritores con una obra excesivamente secreta. Tal vez eso tiñó su destino. Tal vez su terca pesquisa por la palabra exacta que atajaría a los demonios tuvo un costo demasiado alto. A pesar que no lo veía desde hace muchos años yo siempre recordaba el mágico refinamiento de su espíritu, su filoso humor, su entrañable amistad, pero especialmente su prosa innovadora –con una sintaxis sui generis que parecía insatisfecha con las limitaciones del simple castellano. Por eso cuando otro viejo amigo de los tiempos heroicos me escribió para contarme que Edmundo había muerto supe que los locos caballos colorados cabalgaban ya en otro lado, quien sabe en qué coordenada del infinito. La historia empezó hace muchos años cuando –solo un adolescente- Edmundo se enroló como cronista en un importante diario nacional. El siguiente paso fue saltar a la escalerilla de un avión que lo dejó en México. Allí, en la inmensa capital Azteca, se entregó con fervor a aporrear su vieja underwood. El resultado fue un importante lauro otorgado por la antiguamente prestigiosa Casa de las Américas. Al publicarse, la obra fue saludada por Juan Rulfo como “el inicio de la literatura de la revolución”. Edmundo de los Ríos tenía en ese momento poco más de veinte años y no sabía que el temprano esplendor de su vida pública iba a ser terriblemente breve. Eso, para los adictos a la celebridad suele ser una tragedia, pero no para Edmundo, que siempre fue un tipo extraño, una especie de monje de una iglesia impar. De ahí su extraña sensibilidad, de ahí su facilidad para el delirio sagrado.

Cuando lo conocí Edmundo de los Ríos vivía en un santuario enclavado en Vallecito. Era una pequeña habitación repleta de objetos fascinantes recogidos aquí y allá. Iconos fragmentados pero aún sacrosantos. Restos ínfimos pero preciosos de culturas que lucharon inútilmente contra el imperio de los quechuas (antes de que estos lucharan inútilmente contra el imperio de los Borbones). Todo disperso entre admirables ediciones de sujetos como Rilke, Borges, o Filisberto Hernández. Conservaba además –quien sabe por qué, quien sabe cómo- la calavera de un supuesto antepasado suyo. Pero la joya de su colección era sin duda alguna la llave de la catedral. Y es que Edmundo de los Ríos amaba todo lo bendecido por una antigua belleza. Y una mañana de julio, mientras transitaba muy temprano por la plaza de armas de Arequipa, una corazonada o algo equivalente lo impulsó a dirigirse en diagonal hacia el atrio de la catedral. Puntual como una flecha. Y entonces sus pequeños y brillantes ojos tan oscuros enfocaron con precisión aquel inesperado objetivo. Su corazón, no más grande que el puño de su mano derecha, latió con inusitada violencia. Tal vez se contemplaba a sí mismo observando aquel objeto. Tal vez se asombraba por el extraño curso de los acontecimientos. Tal vez se preguntaba qué quería Dios. El asunto es que con un movimiento lleno de gracia arrancó la arcaica y enorme llave del viejo portón y la escondió en el fondo de su largo gabán. Y se dirigió a su casa iluminado por una enorme sonrisa. Parecía haber olvidado incluso que no hay llave que abra el paraíso en este viejo valle de lágrimas.


Ilustración: Gerrit Dou. Artista en su estudio

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