martes, mayo 17, 2016

Macbeth y los problemas de (querer) ser un ganador





Macbeth, como muchos personajes de Shakespeare, ha permitido a los exégetas ejercitar su imaginación, y las interpretaciones se aglomeran. Una manera muy contemporánea (y por tanto inevitablemente frívola) sería ver a Macbeth como un whannabe, alguien que, a pesar de sus logros heroicos se siente un luser, un perdedor,  porque no ha alcanzado la cima. Ese tipo de personas se convencen que el destino los obliga a un éxito manifiesto, y venden este sueño, especialmente a la hora de conquistar a su pareja. Luego, cuando la relación se consolida, la frustración se enciende por el lado de la mujer que, como lo prescribe cierta tradición (detrás de todo gran hombre…), lo aguijonea con ferocidad para que “sea un hombre” y elimine los obstáculos en su ruta hacia el verdadero éxito. En la obra Lady Macbeth es un personaje visiblemente subordinado, complementario, diríamos, a pesar de su impresionante demostración de fuerza. Su posterior suicidio podría incluso interpretarse como la primera materialización de la inconsistencia del proyecto de Macbeth (antes del categórico acontecimiento final).
¿Pero por qué fracasa Macbeth? ¿Por qué no logra ser un triunfador? En la obra de Shakespeare las visiones de sus crímenes se hacen tan objetivas que afectan la percepción de su entorno, enajenándole el favor de sus seguidores. De una u otra manera todos “huelen” la debilidad de la situación y abandonan a un personaje con una defectuosa percepción de la realidad, uno que está arrogantemente convencido de ser el elegido para la invulnerabilidad.
El wannabe solo puede alcanzar su efímero triunfo en el resbaladizo territorio de la manipulación de la verdad. La lucidez, entonces, no será la causa de su ruina, sino la simple  y violenta irrupción de  las consecuencias de cada decisión tomada. La verdad se abre camino con minuciosa consistencia porque es una fuerza de la naturaleza. Y las ilusiones rotas se transfiguran en simples imágenes del sonido y de la furia.
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La mirada de Shakespeare es tan vasta que a pesar que sus obras están centradas en temas vigorosos (como el ansia de poder, la lujuria y las pasiones que hacen notorio el drama del humano y su desafío vital), al final uno tiene que concluir que su objetivo último no es lo extraordinario, sino que escudriña en aquello que yace en el alma de todo humano. Lo ordinario contiene lo real y lo potencial. Lo ordinario encierra en su seno rebosante todo lo extraordinario. Y Shakespeare utiliza el estruendo y el furor de lo tremendo para desenmascarar la comarca aparentemente rutinaria del ser.
El gran tema de Shakespeare es el alma humana como una pieza de recambio en una máquina cuyo objetivo se nos escapa. En el duelo endémico entre el ser humano y el destino estamos condenados a una peculiar forma de ser derrotados: ser cómplices de nuestra derrota. La marea del destino es implacable y solo podemos sobrellevarla navegando sobre la mentira. La conciencia visionaria de la arrolladora maquinaria nos hace luego cómplices de esta.
"Ten cuidado con lo que deseas porque se puede convertir en realidad" afirmaba Oscar Wilde. El problema de conseguir lo que se codicia es que en el mismo instante en que se posee algo se enciende una interrogante sobre el sentido de lo logrado y, simultáneamente, se abre paso la angustia de perderlo todo. Lady Macbeth afirma: Nada se gana, al contrario, todo se pierde, cuando nuestro deseo se realiza sin satisfacernos. ¡Vale más ser la víctima que vivir con una alegría preñada de inquietudes! Por otro lado se plantea el dilema de sí es más importante el presente, que tiene una caducidad previsible, o el futuro, que se extiende más allá de nuestro entendimiento, en una zona donde podemos fantasear con lo imperecedero.
Macbeth es carcomido por la conciencia de lo fugaz de su triunfo. En el primer momento Lady Macbeth lo desafía a usar su libre albedrío para ser un protagonista activo en la culminación de un designio señalado. En el segundo momento pretende usar nuevamente su libre albedrío, pero esta vez en la dirección contraria, con la pretensión de alterar este destino.
El libre albedrio, lo soberano de la voluntad, es el rasgo distintivo del ser humano, y por eso lo ubica como un ambiguo engranaje que puede ser al mismo tiempo de afirmación y de negación. Macbeth (y Shakespeare) es un escéptico de las certezas y se asombra de la danza entre el sí y el no. Dice: “Nunca he visto un día tan feo y tan hermoso como este”.
Macbeth comete un acto que no quiere realizar (incluso con la conciencia que será efímero) impulsado por una engañosa formulación de la verdad. La verdad puede ser el camino más contundente hacia la mentira. Al salir de la trampa su lucidez se abre camino y Macbeth (como en su momento Hamlet) contempla la existencia humana con una perspectiva de implacable profundidad.  Entonces recita:

Mañana, y mañana, y mañana
Se arrastra con aturdido paso día tras día
Hasta alcanzar la sílaba final del tiempo consignado.
Y las imágenes de cada ayer hechizan a los tontos
En la ruta hacia la muerte polvorienta.
¡Apaga esa luz! ¡Apaga esa luz!
La vida es la confusa proyección de una sombra
La vida es ese patético actor
que recita, se arrebata y contonea
y luego hace mutis por el foro.
La vida es una historia narrada por un idiota
llena del sonido y de la furia
y que nada significa

En otra escena Macbeth redondea el asunto:
Comienzo a hartarme de sol y ansío que ahora

se haga pedazos la máquina del universo.

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