Macbeth, como muchos
personajes de Shakespeare, ha permitido a los exégetas ejercitar su imaginación,
y las interpretaciones se aglomeran. Una manera muy contemporánea (y por tanto inevitablemente
frívola) sería ver a Macbeth como un whannabe, alguien que, a pesar de sus
logros heroicos se siente un luser, un perdedor, porque no ha alcanzado la cima. Ese tipo de
personas se convencen que el destino los obliga a un éxito manifiesto, y venden
este sueño, especialmente a la hora de conquistar a su pareja. Luego, cuando la
relación se consolida, la frustración se enciende por el lado de la mujer que,
como lo prescribe cierta tradición (detrás de todo gran hombre…), lo aguijonea con
ferocidad para que “sea un hombre” y elimine los obstáculos en su ruta hacia el
verdadero éxito. En la obra Lady Macbeth es un personaje visiblemente
subordinado, complementario, diríamos, a pesar de su impresionante demostración
de fuerza. Su posterior suicidio podría incluso interpretarse como la primera
materialización de la inconsistencia del proyecto de Macbeth (antes del categórico
acontecimiento final).
¿Pero por qué fracasa Macbeth?
¿Por qué no logra ser un triunfador? En la obra de Shakespeare las visiones de
sus crímenes se hacen tan objetivas que afectan la percepción de su entorno,
enajenándole el favor de sus seguidores. De una u otra manera todos “huelen” la
debilidad de la situación y abandonan a un personaje con una defectuosa
percepción de la realidad, uno que está arrogantemente convencido de ser el
elegido para la invulnerabilidad.
El wannabe solo puede alcanzar
su efímero triunfo en el resbaladizo territorio de la manipulación de la
verdad. La lucidez, entonces, no será la causa de su ruina, sino la simple y violenta irrupción de las consecuencias de cada decisión tomada. La
verdad se abre camino con minuciosa consistencia porque es una fuerza de la
naturaleza. Y las ilusiones rotas se transfiguran en simples imágenes del
sonido y de la furia.
2
La mirada de Shakespeare es
tan vasta que a pesar que sus obras están centradas en temas vigorosos (como el
ansia de poder, la lujuria y las pasiones que hacen notorio el drama del humano
y su desafío vital), al final uno tiene que concluir que su objetivo último no
es lo extraordinario, sino que escudriña en aquello que yace en el alma de todo
humano. Lo ordinario contiene lo real y lo potencial. Lo ordinario encierra en
su seno rebosante todo lo extraordinario. Y Shakespeare utiliza el estruendo y el
furor de lo tremendo para desenmascarar la comarca aparentemente rutinaria del
ser.
El gran tema de Shakespeare es
el alma humana como una pieza de recambio en una máquina cuyo objetivo se nos
escapa. En el duelo endémico entre el ser humano y el destino estamos
condenados a una peculiar forma de ser derrotados: ser cómplices de nuestra derrota.
La marea del destino es implacable y solo podemos sobrellevarla navegando sobre
la mentira. La conciencia visionaria de la arrolladora maquinaria nos hace luego
cómplices de esta.
"Ten cuidado con lo que
deseas porque se puede convertir en realidad" afirmaba Oscar Wilde. El
problema de conseguir lo que se codicia es que en el mismo instante en que se
posee algo se enciende una interrogante sobre el sentido de lo logrado y,
simultáneamente, se abre paso la angustia de perderlo todo. Lady Macbeth afirma:
Nada se gana, al contrario, todo se pierde, cuando nuestro deseo se realiza sin
satisfacernos. ¡Vale más ser la víctima que vivir con una alegría preñada de
inquietudes! Por otro lado se plantea el dilema de sí es más importante el
presente, que tiene una caducidad previsible, o el futuro, que se extiende más
allá de nuestro entendimiento, en una zona donde podemos fantasear con lo
imperecedero.
Macbeth es carcomido por la
conciencia de lo fugaz de su triunfo. En el primer momento Lady Macbeth lo
desafía a usar su libre albedrío para ser un protagonista activo en la
culminación de un designio señalado. En el segundo momento pretende usar
nuevamente su libre albedrío, pero esta vez en la dirección contraria, con la
pretensión de alterar este destino.
El libre albedrio, lo soberano
de la voluntad, es el rasgo distintivo del ser humano, y por eso lo ubica como
un ambiguo engranaje que puede ser al mismo tiempo de afirmación y de negación.
Macbeth (y Shakespeare) es un escéptico de las certezas y se asombra de la
danza entre el sí y el no. Dice: “Nunca he visto un día tan feo y tan hermoso
como este”.
Macbeth comete un acto que no
quiere realizar (incluso con la conciencia que será efímero) impulsado por una
engañosa formulación de la verdad. La verdad puede ser el camino más
contundente hacia la mentira. Al salir de la trampa su lucidez se abre camino y
Macbeth (como en su momento Hamlet) contempla la existencia humana con una
perspectiva de implacable profundidad. Entonces
recita:
Mañana, y mañana, y mañana
Se arrastra con aturdido paso
día tras día
Hasta alcanzar la sílaba final
del tiempo consignado.
Y las imágenes de cada ayer
hechizan a los tontos
En la ruta hacia la muerte
polvorienta.
¡Apaga esa luz! ¡Apaga esa
luz!
La vida es la confusa
proyección de una sombra
La vida es ese patético actor
que recita, se arrebata y
contonea
y luego hace mutis por el
foro.
La vida es una historia
narrada por un idiota
llena del sonido y de la furia
y que nada significa
En otra escena Macbeth
redondea el asunto:
Comienzo a hartarme de sol y
ansío que ahora
se haga pedazos la máquina del
universo.