lunes, junio 24, 2019

Melodía del árbol caído



Un filósofo callejero que prefiere mantener el anonimato afirma no solo que el cielo existe, sino que sabe cómo funciona. Aparentemente, luego de que uno recibe la extremaunción y es ubicado bajo tierra, el alma, confundida, divaga en el escenario de sus cuitas. Más tarde, quizá un par de días después, todo desaparece. Es un momento extraño, quizá solo un segundo, donde el alma flota en un vacío metafísicamente absoluto. En la siguiente etapa, alguien, quizá un ángel, invita a la bendita ánima a proponer una escena, algo de una duración equivalente a un corto cinematográfico.  La mayor parte de las personas eligen, claro, el momento más feliz de su vida. Abundan los guiones románticos y eróticos, pero se incluyen también situaciones de exaltación del ego.  Otros, los raritos de siempre, escogen situaciones menos previsibles. Un sujeto, por ejemplo, pidió que se consigne el momento en que cada noche recostaba la cabeza sobre su almohada, nada más. Otro propuso que, de todas maneras, se incluyera a su bicicleta marca Hércules. No faltó, por supuesto, el que dibujó una ventana, un sofá reclinable, y los dos tomos de Don Quijote de la Mancha. En fin, todos los que llegan a ese estadio son libres de escoger lo que se les venga en gana. Porque, como solemnemente anunció el ángel (con las blancas alas desplegadas), el paraíso es la repetición, sin la más leve traición, de la escena escogida. Una y otra vez. Un millón de veces. Un millón de millones de ciclos.

Debo confesar que no valoro demasiado mi amistad con el mencionado filósofo callejero, a pesar de que ocasionalmente se hace presente con una botella de algún licor.  Parece convencido que sabe algo que los demás ni nos imaginamos. Cree que tiene algo que los demás jamás tuvimos ni tendremos. Y no me cuesta nada asegurar que su idea del paraíso suena bien, pero es bastante estúpida. Si algo se repite exactamente da lo mismo que se repita durante todo el infinito o no se repita nunca. Porque cuando vivimos una situación, inevitablemente sentimos que es única. Si tenemos conciencia que estamos en la repetición de una escena anterior ya no es una repetición, sino un novísimo fenómeno, algo que peligrosamente podría ser más o tal vez menos fascinante que lo anterior. El paraíso entonces, para mi viejo amigo, sería un lugar donde la felicidad estaría atrapada (vibrando) en un instante en medio del infinito. Algo equivalente a un bizarro número uno multiplicándose tercamente por sí mismo. El paraíso sería entonces una manera de la dicha que, hay que decirlo, ya todos hemos olvidado varias veces.

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