jueves, septiembre 21, 2017

Malicia




La adolescencia y primera juventud son años retorcidos. El aprendizaje necesario para forjar un adulto es una ruta que se hace a saltos, donde lo oscuro y lo luminoso son intercambiables. A fines de los sesenta solía ir al cine Ateneo, que quedaba cerca de mi casa. Fue ahí donde vi Candy, con Ewa Aulin, una película basada en la novela de Terry Southern. Luego de la primera noche febril encargue a un pintor amigo la realización de un icono al pastel de aquella virgen sicodélica. Mi amor fue intenso pero no duradero. Cuando unos años después apareció Laura Antonelli comprendí por primera vez que la castidad y la concupiscencia constituyen un par dialéctico. El personaje de Candy era impermeable al pecado porque con piedad veía en el libidinoso a un ser dolorosamente atrapado en el vértigo del deseo. En cambio la Laura Antonelli de Malicia, la película de Salvatore Samperi, se atrevía cediendo -con sus redondos senos maternales-, a la perversa estrategia de un niño (fisgoneo, flores, manoseo, caprichosas imposiciones, besos), adivinando que al final la poseída también poseería al poseedor, que ambos se igualarían en un salvaje abandono sensual. Porque el juego de poder que se esconde detrás de la dinámica del amor revela la inefable posibilidad de postura e impostura, e invalida el mito de la superioridad moral de este sentimiento. Ya se sabe: en el amor y en la guerra todo vale (pero cualquier cosa no es suficiente).

¿Dónde están los buenos?

  Durante décadas se fue constituyendo la idea de que la víctima emblemática y mediática universal eran los judíos. Miles de libros y pelícu...