lunes, julio 20, 2009

Llátan


Después de varios siglos Francia ha cedido su supremacía gastronómica. Esto se debe, según Michael Steinberger, autor de Au Revoir to All That: Food, Wine and the End of France, a una indigesta combinación (entre otras cosas) de hamburguesa y complacencia. Porque Francia sufre la bipolaridad de por un lado sentirse gastronómicamente insuperable, y por otro ser el segundo lugar del mundo donde McDonals hace mejores negocios. Pero el problema no es tanto que demasiada gente prefiera zamparse una cheeseburger, sino que la preciada comida francesa esté McDonalizandose. Como aseguraba un testigo cercano, lo que pasa es que los chefs están terriblemente ocupados con el marketing y el diseño de “fórmulas ganadoras”, y le están perdiendo la mística a las viejas cacerolas. En cambio en España la creatividad ha tensado límites. El caso más resonante es Ferrán Adria, que no sólo es considerado el mejor cocinero de este goloso planeta, sino que no hace mucho representó a su país en una bienal de arte.
Mirar hacia atrás, pero siempre ir hacia delante (como predicaba Ian Kerr), es la única manera de tomar en serio la cultura popular. La tradición, la nata de la idiosincrasia, se cuece a fuego lento en la contingencia de un pueblo, y si bien es imprescindible marcar hitos y consagrar logros, sólo la permeabilidad la mantiene saludable. El reconocimiento mundial a la cocina peruana ha generado principalmente un movimiento nacional de afirmación. A la avalancha bibliográfica se han sumado festivales, programas de televisión y cierta proliferación de restaurantes que prometen autenticidad. Una de las razones por las que Gastón Acurio se ha convertido en el gran caudillo de la comida peruana es porque a diferencia de otros entusiastas, enfoca su interés principalmente en la dinámica de la cocina, tratando de establecer el eje sobre el que giran las variaciones. Su respeto por la tradición no pone el énfasis en lo histórico, sino que rastrea a los protagonistas contemporáneos –los guariques, las picanterías, los salones familiares, las carretillas- para cazar tendencias, para asombrarse con la vitalidad. Eso lo ha convertido en una especie de héroe nacional. Sin embargo su enfoque hacia el futuro aunque es también popular, sugiere una perspectiva de negocios, global, y empolla una contradicción. Y es que si bien Acurio no descuida el aspecto creativo, desafiando a los chefs a expandir el abanico de posibilidades de lo que crece (vuela o nada) en esta tierra, su proyecto formal parece orientarse principalmente a la consagración de la cocina peruana como marca. Su interés por las franquicias y por el ingenio corporativo es una prometedora apuesta en muchos sentidos, pero si eso se convierte en el motor del fenómeno gastronómico se corre el riesgo de minar la entrañable picardía de los guisos.
La “estandarización de la excelencia” es un modelo viable quizá sólo para engendrar un subgénero, pero eso jamás tendría que convertirse en el verdadero protagonista. Lo variado y plebeyo de la comida peruana hace que su triunfo sea desigual, y si bien tal vez se requiera de algún proyecto de supervisión o estímulo, la solución para avanzar con buen pie en este nuevo siglo seguramente no está solo en el buen ojo para los negocios de Gastón Acurio.
Foto: Saida, de la picantería La Cau Cau (Hermann Bouroncle)

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