sábado, julio 05, 2008

José Ruiz Rosas



Un artista verdadero siempre mira hacia atrás,
para ser capaz de ir hacia delante.
Miles Davies

Hace miles de años, cuando yo era sólo un niño, entré a la librería Trilce, en la calle Palacio Viejo, muy cerca del cine Azul. Un joven empleado me atendió y luego de escuchar mis absurdas pesquisas me mostró, sin ocultar su impaciencia, la ruta hacia la calle. Cuando ya me disponía a abandonar tristemente aquel extraño local, observé como un sujeto barbado atravesaba raudamente la habitación. Era don Pepe, que por primera y única vez en su vida me confundió con un adulto, y que, para mi desconcierto, ocupó los siguientes treinta minutos mostrándome libro tras libro, no sólo sobre los extravagantes asuntos que me interesaban en aquellos tiempos, sino sobre otras cosas no desprovistas de interés. Fue así como aprendí que los libros eran máquinas de papel que, por medio de un proceso alquímico, daban forma humana al territorio desconocido del espacio exterior (e interior).
Años después, cuando me junté con algunos amigos para fundar la revista Roña (lo mejor de nuestros calcetines) lo primero que hicimos fue ir a tocar la puerta de Villalba 426. Recuerdo que cada uno cargaba un mugriento fólder con abundante material lírico, y recuerdo que éramos muy jóvenes y muy conchudos. Mientras exponíamos vigorosamente nuestra arte poética espiábamos, entre frase y frase, las reacciones de don Pepe, sin poder sacar absolutamente nada en claro. El legendario poeta nos escuchaba con los ojos entrecerrados: una vaga sonrisa flotaba amablemente entre sus barbas. En aquellos tiempos todos estábamos seguros que había algo urgente que descubrir en cada uno de nosotros, en lo que hablábamos, en lo que escribíamos. Todos ansiábamos desesperadamente una seña, una simple seña de reconocimiento. Pero el bardo, nuestra única esperanza en este mundo, no parecía demasiado interesado. Cuando finalmente bajamos la cabeza pensando que quizá había sido una mala idea molestar a aquel señor, don Pepe bruscamente se incorporó y sin decir una palabra, abandonó la habitación. Demoró un buen rato, hay que decirlo, y justo cuando ya estábamos contemplando la idea de deslizarnos subrepticiamente hacia la puerta, se materializó frente a nosotros con un montón de libros. A cada uno le tocó el material exacto de lectura, autores que eran coherentes con lo que estábamos trabajando, autores que inmediatamente se sumaron a don Pepe como imprescindibles maestros. Recuerdo que cuando salimos, felices, uno de nosotros exclamó: “Ese viejo escucha hasta cuando parece que no escucha”.

La poesía es la única prueba concreta de la existencia del hombre, afirmaba Luis Cardoza y Aragón. Y, fuera de bromas, a pesar del escaso interés que despierta entre las mayorías, la poesía es sin duda la forma más sofisticada del lenguaje. Y el lenguaje articulado, qué duda cabe, es el atributo humano por excelencia, la razón por la cual el hombre ha podido inventar un nuevo universo. Desde que tengo memoria la materialización, la viva imagen del poeta ha sido José Ruiz Rosas. Ciertamente han ayudado a esa identificación los diversos lauros alcanzados y su generosa participación en la cultura pero, claro, el elemento concluyente ha sido la elevada calidad de su obra.
Algunos críticos han puesto el énfasis al analizar la obra de Ruiz Rosas en la porfiada apuesta por formas arcaizantes que, nos aseguran, implica un deseo de insertarse en la tradición española. Tal vez, pero yo me atrevería a asegurar que su opción particular revela no sólo una forma de conjurar el caos, sino que en la práctica implica una confrontación, una franca rebeldía, contra la tiranía de las convenciones coyunturales. En la obra de José Ruiz Rosas se puede vislumbrar siempre el irónico resplandor de su mirada distante, siempre un poco al margen del mundanal ruido de la moda literaria, apuntando con métrica precisión a esa zona donde se vislumbra el drama cósmico de lo cotidiano. Sus sonetos, tan admirablemente diseñados, nos abren el camino a la mirada del poeta, una mirada conmovida, pero generosa, que jamás se anima a la violencia de juicios provocadores o imágenes chocantes. Seguramente en eso concuerda con el también barbado Nietzsche, que afirmaba que con truenos y fuegos de artificio hay que hablar a los sentidos flojos ya que la voz de la belleza habla quedo y sólo se insinúa en las almas más despiertas.
Pero la obra de José Ruiz Rosas, siendo un logro mayor y ejemplar, no se limita a la palabra escrita. Durante por lo menos tres décadas Arequipa, la ciudad que conquistó su corazón, se benefició de su inspiradora actividad como generoso anfitrión y como incansable promotor de la cultura. Recuerdo que cuando fue nombrado director del Instituto Nacional de Cultura de la región se consolidó un momento de florecimiento creativo sin precedentes. Insólitamente, esta excitación pareció inflamar a un público anteriormente reacio, que de pronto empezó a acudir con regularidad a cada evento. La dimensión intelectual de José Ruiz Rosas atrajo a muchos de los más grandes escritores y artistas nacionales, algunos de los cuales hasta se alojaron en la legendaria casa de la calle Villalba. Esta casa, sin duda, merece mención especial, porque durante varios lustros fue el centro informal de la cultura arequipeña. Allí se planearon libros, revistas, exposiciones y hasta conciertos. El debate, en busca de solucionar interrogantes, fue fluido y nutritivo.

José Ruiz Rosas es sin duda uno de los poetas peruanos clave del siglo XX y su influencia, especialmente en su amada Arequipa, es algo que se procesará en este nuevo siglo.

Foto: Sergio Carrasco.

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