Por Charles Simic
Mientras yacían en la oscuridad
Adán le dijo a Eva
Cariño, algo pasa
El perro está ladrando
Ilustración: A. Durero
Por Charles Simic
Mientras yacían en la oscuridad
Adán le dijo a Eva
Cariño, algo pasa
El perro está ladrando
Ilustración: A. Durero
Siempre ha habido gente que asegura que la conciencia de estar vivo es producto de una certeza perversa. Una zona del cerebro ubicada justo encima de la oreja sería la culpable. Entonces creer en lo que somos es aparentemente el delirio de un animal enloquecido. Eso sonaba morbosamente fascinante hasta que en 2003, el filósofo Nick Bostrom soltó la idea de que quizás seamos los personajes de un relato creado por una civilización muy avanzada. Nuestro mundo sería solo una de muchas simulaciones, quizás parte de un proyecto de investigación creado para estudiar el proceso de la historia. Como en su momento explicó el físico (y ganador del premio Nobel) George Smoot: “Si eres antropólogo/historiador y quieres entender el ascenso y la caída de las civilizaciones, entonces tienes que realizar muchísimas simulaciones en las que participen millones o miles de millones de personas”. Así que en 2012, inspirados por el trabajo de Bostrom, los físicos de la Universidad de Washington propusieron un experimento empírico. Los detalles eran complejos, pero la idea básica resultaba sencilla: algunas de las simulaciones de nuestro cosmos hechas en las computadoras actuales producen anomalías características; por ejemplo, hay fallas reveladoras en el comportamiento de los rayos cósmicos simulados. Los físicos sugirieron que al observar con más atención los rayos cósmicos de nuestro universo, podríamos detectar anomalías comparables, lo cual sería una prueba de que vivimos en una simulación. En 2017 y 2018 se propusieron experimentos equivalentes. Smoot resumió la consecuencia de estas propuestas cuando declaró: “Ustedes son una simulación y la física puede probarlo”. Pero en un artículo en The New York Times, Preston Greene, profesor adjunto de Filosofía en la Universidad Tecnológica de Nanyang, en Singapur, advirtió que si un investigador desea probar la eficacia de un nuevo medicamento, es de vital importancia que los pacientes no sepan si les están dando un medicamento o un placebo. Si los pacientes saben demasiado, la prueba pierde su sentido y tiene que suspenderse. En conclusión: si nuestro universo ha sido creado por una civilización avanzada para fines de investigación, es lógico pensar que es primordial para los investigadores que nosotros no descubramos la verdad. Si probáramos que vivimos dentro de un experimento, esto podría provocar que nuestros creadores cancelen el proyecto. Un simple trámite burocrático y se ordenaría la total destrucción de todo el mundo conocido (aunque Preston Greene no parece dar importancia al hecho de que si nosotros en realidad no existimos, no resultaría particularmente dramático aquello de “ser interrumpidos”).
De acuerdo a la lógica del filósofo Preston Greene el sentido de la vida para el ser humano (real o no real) es evitar la aniquilación. En esta línea de pensamiento el ideal sería entonces el tardígrado, ese ser invertebrado, protóstomo, segmentado y microscópico que puede sobrevivir, incluso en ambientes radioactivos, sobre la pérfida faz de la luna. Porque solo este bicho parece disfrutar de una precisa felicidad.
Ilustración: Liu Bolin.
Por: James Somers. The New Yorker. 2 de Noviembre 2020
Una vida de inagotable emergencia era la rutina de nuestros antepasados hace unos cuatro mil millones de años. En un mundo desolado, árido, cada ameba unicelular era una concentración desbordante de recursos. Pero vivir significaba estar plagado de parásitos. El gigante Mimivirus solía disfrazarse de comida y cuatro horas después de ser devorado revelaba su verdadera identidad interviniendo a la ameba. La convertía en una fábrica de virus. Pero el Mimivirus tenía sus propios parásitos. Una vez dentro, actuaban sobre la fábrica del Mimivirus. Este truco fue tan exitoso que, finalmente, las amebas integraron los genes de los parásitos en sus propios genomas, creando una de las primeras armas del sistema inmunológico.
Leones que devoran antílopes es la imagen que se nos viene a la mente cuando pensamos en la "supervivencia del más apto". Pero la enfermedad, la depredación de los parásitos sobre sus anfitriones, es en realidad la fuerza más poderosa de la evolución. “Cada fase de la vida ha sido seleccionada para tratar de evitar el parasitismo”, me dijo Stephen Hedrick, inmunólogo de la Universidad de California en San Diego. “El parasitismo ha impulsado la evolución con feroz intensidad porque es un interminable asunto de vida o muerte. Y es una coevolución". Siempre que un anfitrión desarrolla una defensa inmune, recompensa perversamente la supervivencia de los parásitos que logran sobrevivir. Los anfitriones, mientras tanto, tienden a estar en desventaja evolutiva. "Las poblaciones bacterianas o virales son inconmensurables", escriben Robert Jack y Louis Du Pasquier en "Conceptos evolutivos en inmunología", y la enorme variación que las caracteriza le da a la selección natural muchos organismos candidatos sobre los que trabajar. Los virus y las bacterias también se reproducen medio millón de veces más rápido que nosotros. Dada esta "brecha generacional", escriben Jack y Du Pasquier, "uno podría preguntarse cómo demonios hemos podido sobrevivir".
Una pista proviene de la ameba Dictyostelium discoideum. Pasa gran parte de su vida merodeando solitaria, comiendo aquí y allá. Pero, cuando la comida escasea, libera moléculas que sirven como señal de agrupamiento para otras de su tipo. Las amebas se fusionan, formando un superorganismo de hasta cien mil miembros. Para que este recurso sea efectivo, casi todas las amebas deben renunciar a su capacidad de comer para que no se aprovechen unas de otras. Las pocas que lo retienen no comen por sí mismas; más bien, tragan los desechos y los eliminan para proteger al organismo. Las otras amebas, liberadas de las cargas del ataque y la defensa, forman un "cuerpo fructífero" que libera esporas para la reproducción. Aunque ninguno de los individuos sobreviviría por su cuenta, el colectivo prospera.
Ilustración: Guillermo Kuitca.
Ilustración: Timofeev
¿Es el lunes un día obligatorio? Vibra la Vía Láctea Vibra la República del Perú Vibran las lomas del desierto de Arequipa mientras yo aquí ...