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miércoles, noviembre 08, 2023

Pero incluso los poetas son humanos

En cierta ocasión Alonso Ruiz Rosas me contó que conocía el instante exacto en que se convirtió en poeta. Ocurrió el siete  de diciembre de 1971, unos 48 minutos después del mediodía. Su padre, el barbado José Ruiz Rozas, estaba tomando un pebre de gallina cuando asomó Alonso. He perdido el año, clamó, entregando su libreta de notas. Acto seguido dejó escapar el llanto. Don Pepe contempló a su hijo con ojos acuosos. Tomó un pan de tres puntas y lo partió en dos. Antes de mojarlo en la sopa declaró: Hijo, todos los años se pierden. Y, en ese preciso instante, me confidenció Alonso muchos años después, algo se reconfiguró en la corteza prefrontal de su masa encefálica.
La decisión de convertirse en poeta seguramente no fue demasiado conflictiva. Alonso José Ruiz Rosas Cateriano había nacido en un hogar donde los libros eran protagonistas, donde la poesía era un agente muy activo en el microbioma familiar. Su padre no solo tenía la mejor biblioteca de poesía, sino que se ganaba la vida como fundador de la legendaria librería Trilce. 
Recuerdo que conocí a Alonso en circunstancias extrañas. Con unos amigos habíamos publicado malos versos en una revista torpemente mimeografiada y pensábamos que eso nos daba el derecho a llamarnos poetas. Por esta razón sentimos que era imprescindible visitar al vate más importante de la región para advertirle que ya tenía nuevos y más ágiles colegas. Recuerdo que Alonso abrió la puerta, nos estudió de arriba abajo y, sin dudarlo, sentenció: Está ocupado. Nosotros nos disponíamos a largarnos cuando escuchamos la voz de alguien desde el fondo de la casa. 
Fue una visita intensa y los del grupo Roña, encendidos, desaforados, leímos, recitamos, declamamos hasta que, de pronto, Don Pepe dejó su viejo sillón verde botella y desapareció. Luego de un espacio de tiempo en el que estuvimos considerando abandonar para siempre la poesía, José Ruiz Rosas volvió con un cargamento. Eran libros que se ajustaban como guantes a los intereses literarios de cada uno, al estilo vivaz, a la tendencia al lirismo coloquial, al delirio  salvaje de las metáforas. Pero al momento de partir vimos de pronto reaparecer a Alonso, aún en su uniforme de colegio, blandiendo un enorme cuaderno y un gran lápiz. Se acercó a cada uno y anotó nombres, apellidos, direcciones y teléfonos. Consignó cada libro y, haciendo un duro contacto visual,  notificó: Quince días, ni uno más.

Pero nuestra gran amistad recién comenzó un año después. Yo acababa de regresar de Costa Rica y lo ví salir de la matinée del cine Variedades, aún llevando a cuestas su enciclopedia Bruño. Luego de un rápido intercambio de palabras nos pareció lógico dirigirnos al puente Bolognesi, donde alguien había abierto  un local que exhibía licores a precios sospechosamente bajos. Inmediatamente después  tomamos rumbo hacia Palacio Viejo, a la casa de su tía Judith, donde el joven bardo había ubicado un gigantesco escritorio decimonónico con los cajones atiborrados de sonetos. Y antes de empezar a redactar el acta fundacional de la revista Ómnibus dedicamos unos minutos a  refrescar la garganta con el terrible vino llegado del valle. Días más tarde se sumaron Charo Núñez y Misael Ramos. Y meses después seguirían Patricia Alba y Oscar Malca que, por alguna razón, intentaron engañar a todo el mundo asegurando que habían nacido cerca del Cerrito San Vicente.

Algunos críticos consideran que Alonso Ruiz Rosas es una contradicción. En lo estilístico sus poemas siempre han sentido la irresistible atracción del orden prodigioso de las formas clásicas, por los sonidos armoniosos, por una elegancia puntual enemiga de la exuberancia. Su actitud ante la vida, en cambio, estuvo signada durante las primeras décadas por una admiración hacia los poetas salvajes. Es bastante revelador, por ejemplo, que Allen Ginzberg, el obsceno poeta beatnik, ocupase la página central en la revista escolar que dirigió en el Max Uhle. 
Recuerdo que en aquellos años setenta solíamos frecuentar el Far West, el local que en el portal de San Agustín regentaba con mano de hierro una dama originaria de los cantones de Suiza. Ahí tomábamos pisco con vermut mientras repasamos  anécdotas literarias de poetas ya fallecidos.  
Luego de consumir nuestros tragos bajo la atenta mirada de la helvética dama, abandonábamos cuidadosamente las sillas de madera curvada y nos dirigíamos a la plaza San Francisco, para reunirnos con el resto de la pandilla. Allí, bajo la luna, escuchábamos al devoto Arcipreste Ruiz  elevar cánticos que había aprendido en la procesión del Señor de los Milagros. Pero, la hora principal sólo llegaba cuando el melenudo bardo saltaba hasta el atrio y, exhibiendo su memoria prodigiosa,  empezaba a recitar a poetas del siglo de Oro.

El fuerte resplandor de la existencia parecía mantener a Alonso Ruiz Rosas  en permanente estado de inquietud interna. Por eso, sin duda, se lanzó a la carretera provisto únicamente con su maletín Mary Poppins. Y, poco después de que empezó su rutina de desaparecer en las calles de Europa, los amigos empezaron a referirse a él como “el judío errante”. Mi abuela hubiese dicho que ese chico era “un pata de perro”. Pero lo cierto es que Alonso no podía quedarse tranquilo en ningún sitio. Regresaba a Arequipa, convencía al rector de la universidad de fundar un gran centro cultural, lo implementaba, lo dirigía, y luego, en el momento menos pensado, saltaba a la  escalerilla de un avión intercontinental. Que yo sepa, Alonso ya ha estado en los siete continentes. No sé por qué viaja tanto, quizá le pican los pies. Lo bueno fue que cuando estaba en París resultó invalorable su intervención ante la UNESCO para que su ciudad natal pudiese ostentar el título de Patrimonio de la Humanidad. Y luego convenció a Vargas Llosa para que donase su gran biblioteca a la ciudad de sus ancestros. Entre tanto, se le ocurrió también crear la tan activa Sociedad Picantera.  Y corre el rumor de que hasta ajustó la sazón de algunos platos para su monumental recetario de La Gran Cocina Mestiza de Arequipa. Pero, a pesar de que sus valiosas iniciativas culturales le implicaban mucho tiempo y considerable esfuerzo, su lealtad a la poesía no flaqueaba ni un instante. Este excelente libro, que reúne su obra hasta el día de hoy, lo demuestra irrefutablemente.

(Texto leído el 8 de noviembre del 2023, día de la presentación del libro)

lunes, octubre 09, 2017

Examen final





Esa mañana habían entregado las notas finales en el Max Uhle. El temor que lo había atenazado los últimos días se había cimentado. Ahora sufría un estado desconocido. Su cabeza giraba vertiginosamente cuando empujó la puerta del comedor y vio a su padre tomando una sopa de fideos. Se lanzó hacia él sin poder reprimir las lágrimas y dejó escapar un grito o aullido: ¡Voy a repetir! ¡He perdido el año! Su padre lo contempló con esa mirada siempre nocturna. Le tocó la cabeza: No te preocupes, hijo, todos los años se pierden. En ese instante aquel niño de once años sufrió la primera mutación de su larga vida.

Los últimos 10 años

No sé muy bien que he hecho en los últimos diez años Lo que sí tengo claro es lo que no hice No he ganado una suma exorbitante en la loterí...