Cuando la comunidad internacional condena al gobierno de Netanyahu por acciones que podrían constituir crímenes de guerra o incluso genocidio, su respuesta habitual es acusar de antisemitismo a quienes lo critican. Con esta estrategia, el gobierno israelí busca confundir: equipara deliberadamente sus políticas con el pueblo judío en su conjunto, como si disentir de un Estado fuera lo mismo que odiar a un pueblo.
Es justo reconocer que muchas voces judías —dentro y fuera de Israel— han alzado la voz contra esta instrumentalización, demostrando que la disidencia es posible y necesaria. Sin embargo, el silencio de otros sectores, ya por temor, indiferencia o complicidad, termina siendo funcional a la impunidad. Ningún pueblo debería ser reducido a los actos de su gobierno, pero tampoco puede evadir su responsabilidad histórica cuando el poder actúa en su nombre.
El problema entre Israel y Palestina no es un conflicto reciente, sino que se extiende a lo largo de muchas décadas de usurpación de territorios ajenos. Desde el desplazamiento forzado de la población palestina en 1948 hasta la expansión constante de asentamientos ilegales en Cisjordania, la política israelí ha sido la de imponer hechos consumados, desplazando a comunidades enteras y negando sus derechos más básicos. Esta sistemática apropiación de tierras palestinas no es solo una violación del derecho internacional, sino una estrategia calculada para hacer inviable cualquier solución de dos Estados.
Estados Unidos, por su parte, ejerce su complicidad con un apoyo casi incondicional a Israel, vetando resoluciones en la ONU y proporcionando ayuda militar sin cuestionar los abusos. Mientras tanto, Europa, aunque ocasionalmente expresa "preocupación", no muestra ninguna firmeza en su protesta por los crímenes cometidos. Esta cobardía diplomática no hace más que perpetuar la impunidad y alentar nuevas atrocidades.
Las acciones del gobierno israelí no solo han causado un sufrimiento atroz al pueblo palestino, sino que también han corrompido moralmente a su propia sociedad. ¿Cómo juzgará la historia a quienes convirtieron la seguridad de un país en una excusa para la ocupación, la venganza y la degradación moral de generaciones enteras?
Si existiera un tribunal imparcial para estos crímenes, Netanyahu y sus colaboradores tendrían que responder no solo por la muerte de inocentes, sino por haber pervertido los valores que dicen defender. La justicia no es linchamiento: es memoria, verdad y reparación. Es una ironía que el Estado que creó una condecoración llamada Justo entre las Naciones haga ahora exhibición de tal ferocidad.
Resulta hipócrita que quienes se declaran "defensores de la vida" al oponerse al aborto justifiquen —o ignoren— la muerte de niños palestinos bajo las bombas. Esta contradicción desvela una moral selectiva, donde la vida solo importa si encaja en una agenda política. La coherencia, sin embargo, exige horrorizarse ante toda violencia, no solo ante la que conviene a cierta ideología.
Ilustración: Francis Bacon. Head VI