Antes de cumplir treinta años, Ludwig Wittgenstein ya había proclamado, con la rotundidad de quien ha alcanzado la cima, que gracias a él todos los problemas del pensamiento estaban resueltos. Era 1918. El joven filósofo, prisionero de guerra en manos italianas, aprovechó el cautiverio para poner punto final a su trascendental obra: el Tractatus Logico-Philosophicus.
En ese libro, Wittgenstein trazó una frontera nítida entre los enunciados con verdadero significado -aquellos que pueden ser puestos a prueba- y los que solo simulan tenerlo, engañando así a la razón y a la cultura por pura apariencia. De su pluma surgió, además, una sentencia que ha trascendido el ámbito filosófico y se repite en incontables contextos: “De lo que no se puede hablar, es mejor callar”.
Tras sacudir los cimientos de la filosofía, Wittgenstein adoptó una postura radical: la coherencia, pensó, es una dolencia que a veces se adquiere con la edad. No le quedó entonces más remedio que alejarse de la filosofía. La angustia, junto con la obsesiva idea de acabar con su vida, lo empujaron a declarar que quería ganarse honestamente el sustento. Renunció a su enorme fortuna, entregándola con desdén a otros herederos acaudalados, y se marchó a enseñar en una remota provincia, lejos del bullicio intelectual.
Desafortunadamente, el brillante filósofo no encontró demasiada belleza entre los sencillos aldeanos. En una carta a uno de sus amigos, reportó que estos no le parecían “en absoluto personas, sino asquerosas larvas”.
Al cruzar la barrera de los cuarenta años, decidió finalmente regresar a Cambridge y se presentó allí luciendo su habitual pantalón de franela gris y sus toscos zapatos marrones. No tenía títulos oficiales ni recursos económicos. Lo poco que había ahorrado se esfumó rápidamente. Sus colegas le sugirieron recurrir a la generosidad de su familia, pero él rechazó la idea con firmeza: “Acepte, por favor, mi declaración escrita de que no solo tengo un buen número de parientes adinerados, sino que además estoy seguro de que me darían dinero si lo pidiera. Pero jamás les pediré un solo centavo”.
Wittgenstein era famoso por sus arrebatos de ira y su memoria rencorosa. Sin credenciales académicas, ni siquiera en el ambiente abierto de Cambridge era posible obtener una beca de investigación.
Fue entonces cuando Bertrand Russell, su antiguo maestro, propuso que presentara el Tractatus como tesis doctoral. Edward Moore y el propio Russell se dispusieron a examinarlo con filosas preguntas. Wittgenstein respondió: “Quizás este libro solo puedan comprenderlo aquellos que por sí solos hayan pensado los mismos o parecidos pensamientos a los que aquí se expresan”.
No ocultaba su escepticismo hacia el tribunal. De Edward Moore, considerado un lógico brillante, llegó a decir en privado que era “un excelente ejemplo de lo lejos que puede llegar un hombre carente de toda inteligencia”.
¿Cómo podría explicarles su famosa metáfora de la escalera de enunciados sin sentido, que hay que subir y luego desechar para ver el mundo con claridad meridiana?
Al final, Wittgenstein se levantó, cruzó la sala con paso lento y dijo: “No se preocupen, sé que jamás lo entenderán”.
Moore, encargado de redactar el informe, fue tajante: “En mi opinión personal, la tesis del señor Wittgenstein es la obra de un genio; pero, sea lo que fuere, alcanza el nivel requerido para el título de Cambridge de doctor en filosofía”.
Poco después, Wittgenstein obtuvo la imprescindible beca de investigación.