miércoles, mayo 23, 2012


¿Cómo empezó todo este asunto?


Mi padre solía sorprendernos por lo menos una vez a la semana. Mi padre apareció un sábado con una colección completa de libros. Mi padre cada noche se ponía su pijama y se rodeaba de sus cuatro hijos. Nosotros escuchábamos con los ojos redondos hasta que él, cerrando el colorido tomito, nos informaba que la historia continuaría a la misma hora, la noche siguiente, sobre la misma colcha atigrada. Yo aún no había aprendido a leer. Entonces durante el día abría cuidadosamente aquellas obras empastadas en tela y observaba los signos. Me daba cólera no poder arrancarles su contenido. Yo quería saber qué pasó, qué pasaba, qué pasaría. Todo de una vez.
Cuando agotamos los diez tomos de las aventuras de Naricita ocurrió la primera subterránea conmoción. ¿Y ahora qué? A esas alturas ya todos habíamos aprendido a leer y ávidamente nos peleábamos por adelantarnos a la primicia. Entonces mi padre nos sorprendió otra vez. Y ese milagroso sábado apareció en la casa, bajo el sol, con unas revistas de historietas ocultas en su maletín. Fue otra revelación. Las imágenes. Los diálogos. Todo ese movimiento con simples líneas. Fue una adicción instantánea. Me pasaba la semana esperando ansiosamente ese momento increíble cuando mi padre, bajo el sol, aparecía con su maletín.
Pero un día nosotros sorprendimos a mi padre. Tal vez rompimos el jarrón chino que les habían regalado en su matrimonio. O saltamos desde lo alto del ropero al filo del catre. La cosa es que mi viejo nos anunció la terrible sentencia: nada, nunca más; durante los sábados ya nunca aparecerían las historietas. Y el mundo se hizo desolado. Un erial sin esperanza. Hasta que meses después, precisamente durante una de esas largas vacaciones de fin de año, mientras divagaba con mi hermano en los cuarteles centrales de nuestro club, provoqué ociosamente con el pie un pequeño derrumbe.  Y entonces, entre los trastos viejos, avisté algo que me quitó el aliento. Ahí estaban. Todas, todas las revistas que mi padre había comprado al por mayor para regalarnos cada sábado. Ahí estaba lo que pensé que había perdido para siempre. Y por primera vez en mi vida sentí que me daba vueltas la cabeza. Sin duda aquel fue el momento más feliz de mi vida. Luego, con el paso de los años, he salido muchas veces de librerías con algo hermoso entre las manos, pero nunca, nunca la dicha fue tan pura.
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Me las arreglo como puedo. Prefiero creer en la literatura no como una profesión sino como una forma de vida. Hay que decirlo: una insensata forma de vida. Algo parecido a lanzarse a un matrimonio con una mujer enloquecida. Una rutina de días salvajes con emociones, con momentos inesperados. Con la terrible presión de tener que inventar el mundo una y otra vez, cada mañana.
Algunas veces me ha pasado por la cabeza que esto de escribir literatura es en realidad una actividad infantil que con el paso de los años, con la llamada madurez, ha ido mutando hasta convertirse en un engendro altamente sofisticado. Un monstruo voraz que conspira para imponer su yugo al universo. ¿Qué hace que unas personas bastante serias y ya mayores se dediquen a inventar historias, a hacer juegos de palabras, a mostrarse indiscretos no solo con el prójimo, sino hasta consigo mismos? Los arquitectos evitan que la cocina esté junto al dormitorio. Los médicos nos obligan a vivir más de lo necesario. Los filósofos se afanan con las preguntas. Los sacerdotes insisten en salvar (o condenar) nuestras almas. ¿Y para qué sirven los poetas? ¿Para qué sirven los novelistas, los pintores, los pianistas? Esa es la maravilla. Nadie sabe. Se aventuran teorías que reiteran palabras melosas como “belleza”, “sagrado”, “origen”, “luz” “amor”.
Hay varias propuestas. Una de ellas asume que los artistas son la expresión más elevada de lo humano porque no sirven para nada. Voto por ésta. Después de todo el afán de la civilización hasta alcanzar la elevada cumbre del iPad solo encuentran sentido dentro de su propia lógica. O sea simple pendejada.  Somos ficción de pies a cabeza (emocionante ficción con clímax y anticlímax, con exposición nudo y desenlace). Somos nada y vamos hacia nada (lo que hay en el medio es únicamente un intrincado garabato lleno de colores y emociones, letras, ruidos, y un travieso tic-tac hacia el fondo del pasillo). Pero el problema con la nada es que está repleta. La nada tiene ojos y pestañas y nos hipnotiza. Por eso todos los artistas del mundo se lanzan contra sus instrumentos de trabajo para producir contenido, para inventar la posibilidad, para impugnar el escándalo de lo sin nombre, de lo sin forma, de lo sin sentido. Porque por uno de esos inexplicables incidentes cósmicos el artista es un pequeño monstruo que ha quedado atrapado en el momento de nacer. Y la capacidad de sorpresa es entonces la reproducción de ese chillido o gemido o lo que sea que lanzamos al surgir de entre las piernas ensangrentadas de la madre. Ese grito con cara arrugada y empapada.
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Ahora comprendo que cuando me inicié no sabía que me estaba iniciando. Simplemente algún misterioso accidente me obligó a llevar el juego hacia una nueva frontera. Empecé a creer que el juego era la verdadera realidad, que cuando no estaba jugando estaba simplemente en el intermedio (para tomar la sopa).  Luego, cuando un mal día decidí que no era del todo absurda la idea de convertirme en escritor eché una mirada a los diversos procedimientos y técnicas con aburridos resultados. Fue ahí cuando comprendí que a diferencia de los médicos, los arquitectos o los economistas los poetas no podemos simplemente adquirir conocimiento y aplicarlo. No. La clave para que haya diversión (y luz, y belleza y origen) es que “hagamos de cuenta” que todo empieza cuando uno escribe que todo empieza. O sea hay que darse el trabajo de inventar el universo cada mañana. Hay que invocar lo sagrado (de las musas) con el sucio truco de cerrar los ojos y alzar la nariz hacia lo alto.

miércoles, mayo 02, 2012

Sigo corriendo


 por: Dino Jurado

   De regreso en la habitación enciendo el televisor y me acuesto. Me subo las frazadas hasta el cuello y con la cabeza levantada por la almohada mantengo la vista fija en la pantalla. Unos hombres sesionan alrededor de una mesa larga, discuten un rato; luego salen en grupos, se meten en dos autos negros que esperan en la calle y parten velozmente. La mafia en acción, pienso. No puedo saberlo porque no le he puesto volumen al aparato; no quiero escucharlo; no voy a intentar otra cosa mas que mirar las imágenes mudas de la televisión hasta dormirme.
   Pero no me duermo; nadie podría dormirse en una situación como la mía, así que continúo mirando la tele hasta que termina la transmisión y aparece la bandera. Es medianoche y han puesto la bandera bicolor en el centro de la pantalla; seguramente están tocando el himno nacional, pero yo no escucho nada, ni dentro del cuarto ni fuera de él; el mundo entero está en silencio; me levanto despacio, tratando de evitar que el catre cruja, y apago el televisor.
   ¿Ahora qué? Tengo algo pensado, pero no estoy tan seguro; se trata de salir a la calle y hacer una llamada de larga distancia desde la central telefónica, para que me confirmen la noticia; mientras tanto sigo allí de pie, en pijama, mirándolo todo como si estuviera despidiéndome.
   Apago el foco encima de la cabecera y me siento en el borde de la cama. Sigo pensando. Si salgo a la calle quizás no pueda hacer la llamada; a esta avanzada hora de la noche lo más probable es que la central telefónica esté cerrada; y si de todos modos saliera, como a veces me ocurre, daría unas cuantas vueltas y terminaría sentado en una de las bancas del llamado Paseo Cívico, helándome a conciencia; luego compraría un trago y regresaría a casa; un tercio de ron del Danubio, seguramente, el único lugar que hoy por hoy atiende toda la noche.
   Desde que vivo en esta ciudad el movimiento nocturno se ha restringido al mínimo. Es la época. Al final de la tarde la niebla desciende sobre la ciudad como una invasión blanca; se posa mansamente en los techos y llena las calles de un aliento frío y vaporoso; durante la noche cae una lluvia tan fina que nadie se percata de ella y, al día siguiente, la ciudad se despierta mojada. Es la época, ya lo dije. Agosto, para más señas.
   Enciendo otra vez el foco; quedarme a oscuras no me ha hecho avanzar ni un paso hacia el sueño; en realidad estoy más despierto que antes: estoy desvelado; la noticia recibida es lo que me ha puesto en tal estado. “Ha caído enferma”, es la frase con que se me ha informado. No puede orinar hace tres días. Y es todo lo que sé. Dicen que ni siquiera el médico que la atiende sabe algo más que eso por ahora; están esperando el resultado de ciertos análisis para formular el diagnóstico y decidir el tratamiento, la intervención quirúrgica; en suma, un asunto feo se le mire por donde se le mire.
   Miro en derredor y mi vista se detiene en el ventanuco semiabierto, a un palmo del techo; tiene el marco desencajado y uno de los vidrios roto; por allí se cuela el frío durante la noche, las voces de la vecindad por las mañanas, conversaciones de cocina, ruidos de toda clase, algo de música moderna y, de vez en cuando, cada vez menos, el aullido lastimero del dementito.
   Una mañana, mientras lavo ropa en el patio, comienza a suceder algo en la casa del fondo; parece una agria pelea de familia. De pronto, imponiéndose al griterío, escucho aquel aullido espantoso; es como el dolor de un animal, una queja áspera y aguda que cesa cuando una voz recia pide silencio. Días después me los topo en la esquina. La madre ha sacado a la calle a su pequeño monstruo para que se distraiga guiñándole los ojos a la luz del día. El chico tiene los párpados enrojecidos hacia afuera, casi colgando de su cara de luna. Me quedo observándolo una larga hora hasta que la madre reaparece y se lo lleva del brazo. Eso ha sido todo y ha sido suficiente. Al día siguiente vuelvo a escuchar su grito pero ya no me conmueve.


   Me acerco a la mesa, desenchufo el televisor y en su lugar conecto el pequeño estéreo; cojo uno de los cassettes, le doy vueltas entre las manos sin intentar leer en el lomo la descripción del contenido; lo extraigo de la caja, lo coloco cuidadosamente en la cassettera y presiono la tapa con la mano abierta para sofocar el chasquido; por último, apreto el tercer botón y la pongo en marcha. Cuando escucho las primeras notas compruebo que el mínimo volumen es suficiente; no despertaré a nadie con esto; yo mismo podría dormirme sin problemas. Por lo tanto, apago la luz y me acuesto. Me estiro bajo las frazadas, a todo lo largo de la cama, y escucho.
   Las notas que esa noche salen de los parlantes pertenecen a los preludios de Debussy; las reconozco a medida que avanzan; pienso en ellas. Imagino gotas que el aire mece y luego abandona a su suerte; gotas que caen sobre superficies cristalinas y se descomponen en formas; formas tan ágiles y contundentes como pensamientos precoces. Las sigo escuchando. Me hundo cada vez más. He caído en la música como en un mar distante, y allí estoy, vagando entre flujos y ondas, cuando escucho un ruido discordante y abro los ojos.
   No sé qué pensar de lo que ha sucedido. Me incorporo a medias, apoyando los codos en la almohada, y observo la oscuridad. Mis largas piernas se me han adormecido bajo las frazadas. Doblo una, luego la otra; muevo los dedos del pie derecho hacia delante y hacia atrás varias veces; estoy haciendo lo mismo con el izquierdo cuando el ruidito se repite y me levanto de un salto. Enciendo la luz.
   “Es como un rascar”, pienso. Alguien se ha puesto a rascar a las dos de la mañana de esta noche infausta; y yo sólo tengo una bolsa de plástico a la mano, es mi único escudo. La extraigo de debajo de la cama y me inclino a observar el llamado rincón de la música; allí están las cajas de cartón llenas de cassettes hasta arriba; estiro el pie; en alguna de ellas debe haberse producido el ruido. Estoy a punto de darles una patada, pero entonces lo veo; me detengo; él también se detiene en seco, sobre el filo de un cassette; se queda mirando. No es algo con lo que uno se encuentre cara a cara con frecuencia. Nos miramos largamente, cada cual sorprendido por la presencia del otro. El temblor involuntario de mi pierna lo asusta; el animalito salta de la caja; lo hace velozmente, pero eso no le sirve de nada: cae en la de al lado, donde mi mano derecha, enfundada en la bolsa, le cae automáticamente encima.
   De principio a fin la escena no ha durado más de lo que suele durar un preludio de Debussy. Tras un corto silencio empieza la música nuevamente; esta vez son los primeros acordes de La Catedral Sumergida; levanto cuidadosamente la caja con las dos manos, la pongo sobre la cama y me siento al lado. “Misión cumplida”, pienso; un corazón minúsculo late desesperadamente bajo la palma de mi mano, demasiado minúsculo para esta música tan álgida como sutil. Intento entregarme por segunda vez a escucharla; las gotas del piano vuelan ahora cada vez más lejos, caen cada vez más hondo; por poco tiempo pues el animal no está quieto un instante; se revuelve constantemente; lo sujeto dentro de la bolsa y con un nudo le cierro la salida.
   Fin de la escena. Se acurruca en una esquina y se queda inmóvil, respirando con ahínco. Cierra los ojos suavemente, casi con gracia, luego los abre un poco y al tomar aire se le infla el cuerpo. Continúa un buen rato en ese plan mientras el plástico se cubre por dentro con pequeñas gotas de vapor; se ha empañado; y el animal no se mueve. Le doy unos toques con el índice y no reacciona. Doblo la bolsa, reduciendo al máximo el espacio interior, y recién entonces comienza a moverse desesperado. Sus patillas se endurecen y las uñas atraviesan el plástico. Chilla. Le paso un dedo por el lomo para apaciguarlo; “tranquilo, tranquilo”; luego se lo pongo sobre la cabeza y presiono; me mantengo firme unos segundos. Cuando deja de moverse hago un nudo a la bolsa y arrojo el atadito al rincón de la basura; me duermo.


   Al día siguiente me siento muy cansado, como si no hubiera dormido lo suficiente. Y no dejo de pensar en lo sucedido. Me hace divagar con la tiza en el aire mientras dicto mi clase diaria de historia. Lo tengo claro que no me ha ocurrido anteriormente. A mediodía, sin hambre, almuerzo algo ligero en la cafetería de la universidad; no suelo entrar allí, sólo para evitar a mis colegas; y mientras me acodo a la barra y mastico concienzudamente el sándwich de queso, recuerdo un episodio parecido al de anoche, una pequeña anécdota ocurrida hace años, cuando aún vivía en la casa de mis padres.
   Una mañana despierto muy temprano, antes que todos, y me asomo al patio. Un grupo de palomas da vueltas en el cielo limpio, frente a mi ventana. Aletean un poco sin hacer ruido y se dejan ir perezosamente, sostenidas por las corrientes de aire; luego descienden en círculos concéntricos cada vez más pequeños, hasta que finalmente se posan en tierra, dentro de los linderos de la huerta. Me acerco sigilosamente para verlas mejor, pero ellas adivinan mi presencia y una tras otra van alzando el vuelo. Aletean espantadas y desaparecen en los alrededores. Sin embargo, tengo la sospecha que alguna se ha quedado merodeando entre las azucenas. Avanzo a gatas sobre el borde del estanque hasta verla: está bebiendo agua de un charco, al pie del olivo. Ni siquiera pienso ¿qué hago ahora? Salto como un gato y le caigo literalmente encima; pero el ave se escurre con rápidos aleteos; choca contra las ramas más bajas del árbol y entonces yo la cojo con una mano, en pleno vuelo.
   La pongo en una jaula y le doy de comer unos días, luego la olvido. Una tarde me avisan que no quiere comer, está enferma. Trato de reanimarla abriéndole el pico a la fuerza, pero la paloma tiene todo el aspecto de querer morirse. No pone nada de su parte. La extraigo de la jaula y la llevo a la huerta. La pongo en el borde del estanque. No pasa nada, se queda allí sentada, sin moverse. Le abro las alas y se le caen sobre el cuerpo. Es un cuerpo menudo y frágil que mi mano abierta cubre enteramente. La levanto. La lanzo. Como si fuera una piedra. Sus plumas blancas se agitan mientras cruza el aire y por un instante parece que volara. Luego escucho el golpe seco de su cuerpo contra el techo de madera de la casa del vecino.
   A eso de las seis, después de dictar la última clase del día, abandono la universidad. Llego a casa y voy directamente al rincón de la basura. No hay novedades, la bolsita con el cadáver sigue ahí. Entonces empiezo a cambiarme. Estoy cansado y me duelen el cuello y la espalda y tengo las axilas sudadas. Me quito la ropa hasta quedarme en calzoncillos. Es invierno y está haciendo mucho frío afuera, pero yo estoy acalorado y nervioso aquí adentro. He trabajado mucho hoy. Normalmente los jueves trabajo mucho, dicto clases mañana y tarde, termino muerto, más muerto si pienso en lo poco que me pagan. Me tiendo boca abajo sobre la colcha fresca y estiro las extremidades. Las levanto una por una y las dejo caer. Me vuelvo a estirar a todo lo largo. Estoy en eso, casi relajado, cuando de pronto una voz urgente me llama desde el pasillo.


   La señora S. me está pidiendo que salga un momento, tiene algo que decirme, es mi vecina de apartamento. Hijo, dice, tu madre está mal, me encargaron que te avise. Eso ya lo sé, digo, anoche ya me trajeron la noticia. Pero no se trata de eso, hay algo más, tiene noticias frescas, más recientes. Tu hermano llamó por teléfono, dice, dijo que debes viajar inmediatamente, hoy mismo.
   He sacado medio cuerpo fuera de la habitación para hablar con ella y empiezo a sentir frío. La señora S. debe creer que estoy desnudo y ha dejado de acercarse. Yo no estoy desnudo; tengo puesto el calzoncillo, los calcetines de lana y las sandalias de cuero; pero no puedo salir de la habitación en ese estado, obviamente.
   Ahora la señora S. me ofrece dinero para el viaje, tómalo como un préstamo, dice, y no se le ocurre decir más; es todo; su misión ha concluido. Se da media vuelta y regresa renqueando a su cuarto; yo me visto. Tengo mis dudas pero me visto. Termino de meter la ropa en el maletín y voy a buscarla. Me presta la guía telefónica y el teléfono y yo pido que me pongan con el hospital donde han ingresado a mi madre. Pregunto; preguntan. Doy mi nombre; el de ella; espero. Se escuchan chirridos, ecos de conversaciones ajenas, lo típico en una llamada de larga distancia. La señora S. se mete a su cuarto de baño, abre el caño del agua; pero no parece que estuviera lavándose; el agua corre regularmente con el mismo ritmo; hasta que vuelvo a escuchar una voz humana en el teléfono.
   Sí, dicen, la señora ingresó anoche por el servicio de emergencia, pero ya se la llevaron.
   La señora S. cierra por fin el caño y el agua deja de fluir y de perderse. No cae una sola gota más; ella no sale del baño; se queda metida ahí, esperando que me vaya.
   Me falta preguntar a dónde se la han llevado, pienso hacerlo, pero se me adelanta la voz en el teléfono.
   A su casa, dice.
   Ahora me falta preguntar para qué, pienso hacerlo, pero se me adelanta la voz en el teléfono.
   Para el velorio, dice.
   Salgo de la habitación de la señora S., cojo el maletín que he dejado en el pasillo, bajo las escaleras de madera de esta vieja casa de huéspedes, llego a la salida y abro la puerta. La calle está despejada y silenciosa como si fuera domingo o cualquier otro día festivo. Pero este día de agosto no es domingo ni festivo, que yo sepa. Cierro la puerta a mis espaldas y comienzo a caminar hacia arriba, en dirección a la estación de buses. Avanzo pesadamente, una manzana, dos manzanas. Llego a la esquina de la Plaza del Teatro, pero entonces me acuerdo. El animal muerto sigue  allí, metido en la bolsita. Decido regresar y atender ese asunto. No es algo que deba dejar olvidado muchos días, el cuerpo comenzará a descomponerse pronto y a oler. Empiezo a correr. La dueña de la casa podría darse cuenta y armar un escándalo. Corro más rápido, una manzana, dos manzanas. El mundo sigue tan silencioso y despejado como antes. Sigo corriendo.
Dino Jurado. Sigo Corriendo. Editorial Apóstrofe. Arequipa 2012.
(Ilustración: Andre Butzer Obstgarten EdvardMunch)

lunes, abril 09, 2012


Hay golpes en la vida tan fuertes yo no sé

Uno
Recientemente nos ha llegado la noticia que Cesar Vallejo no es Cesar Vallejo.  En todo caso no el Cesar Vallejo tan merecidamente venerado como el auténtico genio de la América hispana. Aparentemente fue Luis Garaycochea de la Barra el autor del verso “Hay golpes en la vida tan fuertes yo no sé”. El problema es grave porque hay indicios fuertes de que también escribió el 99 por ciento de Los heraldos negros, de Trilce, de Poemas humanos, y de España, aparta de mí este cáliz. Pruebas desgarradoramente irrefutables apuntan a que Cesar Vallejo habría sido únicamente el autor del 80 por ciento de Paco Yunque y del resto del material en prosa. Incluyendo los artículos periodísticos. ¿Es esto una broma? Ojalá. Lo que ocurre es que hace unos meses Nataly Villena -la investigadora cusqueña afincada en Paris- encontró, por un prodigioso juego del azar, un cuaderno empastado en tela cubierto de principio a fin por una malgeniada caligrafía. Era el diario secreto de Georgette Marie Philippart Travers.
Luis Garaycochea de la Barra fue un arequipeño nacido en la última cuadra de la calle Sucre. Su situación no era similar a la de Edward de Vere,  cuya elevada posición social y su escondido parentesco con la reina Isabel le impedían reconocer inclinaciones tan plebeyas como la de escribir poesía y obras de teatro, por eso se vio obligado a pagar buenos dineros a William Shakespeare para que firme cosas como Hamlet.  Las razones de Luis Garaycochea de la Barra fueron algo más conceptuales (o existenciales). Luego de una infancia y juventud arequipeñamente estúpida habría tomado la decisión de ser el poeta más grande del Perú. Pronto se dio cuenta que un verdadero poeta no puede tener tan mezquina ambición. Por eso decidió que estaba destinado a ser uno de los grandes poetas de todos los tiempos.  Eso implicaba algunas firmes decisiones. Eso implicaba por ejemplo sentarse frente a una hoja de papel en blanco. Afortunadamente para Luis Garaycochea de la Barra ocurrió uno de esos eventos cósmicos en los que se alinearon el conocimiento, la intuición y sabe Dios qué enjambre de otros factores y, de pronto, el viejo lápiz empezó a moverse con prodigiosa fluidez. Y en un espacio de tiempo que podía ser medido en días, o semanas, o incluso en años, aparecieron frente a su mesa poemas que alcanzaban para llenar libros, varios libros. ¿Qué ocurre cuando de pronto uno se da cuenta que ha escrito algo que cambiará el curso de la civilización literaria? Pues Luis Garaycochea de la Barra se volvió loco de felicidad. Pero no solo era felicidad. Empezó a sentir un creciente y apasionado amor por sí mismo. Un loco amor que le quitaba el aliento. Fue en ese momento cuando decidió dejar su aldea natal y buscar un lugar apropiado para mostrar eso que era su obra.
Pero algo ocurrió en el viaje. O tal vez algo ocurrió cuando por alguna caprichosa razón apareció en la hermosa ciudad de Trujillo.  Sentado en una banca de la plaza sintió o supo o vio lo que vendría después: que sus poemas serían recitados por niños en las escuelas fiscales; que su foto sería intensamente contemplada; que escultores modelarían bustos con la frente inflamada; que equipos de fútbol de primera división llevarían su nombre; que académicos con mal aliento dedicarían su vida a interpretar cada una de sus decisiones, en cada libro, en cada página, en cada verso, en cada frase; que sería saludado en todas las lenguas como “una de las cumbres de la creación poética”. Pero él, ese que estaba ahí sentado sintiendo como se formaban emanaciones gástricas en su vientre, no sería en realidad el que todos concebirían al leer uno de sus poemas, al ver su imagen, al escuchar su nombre. No, eso era imposible. Se dio cuenta que lo que era él, que el verdadero Luis Garaycochea de la Barra era alguien que solo podía ser conocido por Luis Garaycochea de la Barra. ¿O no? Después de que él lanzara sus obras empezaría a convertirse en un personaje ficticio, alguien a merced de la infame subjetividad de los demás. De pronto eso le pareció insoportablemente vejatorio. Y fue entonces que tomó la gran decisión. El día anterior había conocido a un tipo que le cayó bien. Alguien de hermoso perfil meditabundo. Lo invitó a comer con la secreta certeza de que se entusiasmaría con los poemas y con lo que tenía que proponerle.
Dos
Alguna vez leí un artículo en el que se proponía la supresión de la firma en las obras artísticas.  De esta manera cada lector valoraría una obra sin el prejuicio, sin la mediación del mayor o menor prestigio del autor. El artículo estaba firmado por Emilio Adolfo Westphalen.
Tres
Algunos aseguran que si Anónimo fuese la firma usada por todos los creadores, la calidad de los productos artísticos se aplanaría, porque es la euforia del ego el auténtico motor de la creación más encendida. El arte es la consagración de la singularidad. La conciencia de sí mismo -que es la facultad distintiva de lo humano- se eleva unos milímetros hacia lo alto cuando el artista comprende lo que es ser una modalidad finita de algo infinito, cuando vislumbra lo que significa ser alguien dolorosamente específico en medio de una abrumadora entidad sin nombre. Porque cuando unas pocas partículas de algo conocido chocan contra la masa inmensa de lo desconocido surge un nuevo universo, el universo creado por los artistas.
La firma es entonces el símbolo, el signo referencial que le permite al artista “dejar su huella”, afirmar lo particular frente a lo general. Sin embargo en las últimas décadas este fuego prometeico parece haber derivado en fulgor luciferino. Porque una distorsión ha provocado que para demasiados la imagen del autor sea más importante que su obra. Es así que ya parece más importante “parecer” que “ser”. Sin embargo hay algo de maravillosamente paradójico en esta impostura. Los artistas que logran celebridad a través de ingeniosas artimañas ciertamente son estafadores, pero éstos modelan con sus astucias un personaje que es pura ficción. Su tramposa obra se transfigura ante los ojos hipnotizados de sus lectores convirtiéndose en lo que manda el mañoso gestor de los prestigios, y es vista, es leída,  es creída y alabada. Es un efímero portento silbando estridente frente a toda la extensión de lo imperecedero.
Cuatro
Sin embargo el evento verdaderamente extraordinario ocurrió cuando un auténtico genio como Luis Garaycochea de la Barra decidió manipular su imagen, decidió librarla de sus más terrestres contradicciones, de ese “sí mismo” tan insoportable, para hacer de “lo cualquiera” algo maravillosamente definido, y la lanzó hacia adelante en otro rostro, en otro nombre, a lo largo de toda una vida, como revelan las sorprendentes páginas de la viuda de Vallejo.


lunes, marzo 12, 2012

Lo sabroso de lo indigesto 


Hay gente que cree que lo indigesto descalifica la excelencia de una gastronomía. Esa gente tiene una ensalada en la cabeza. Si lo eupéptico fuese el móvil principal de la gastronomía no existiría la gastronomía. Nadie habría jamás disfrutado de las logradas cimas de la cocina francesa que se levantan sobre una columna de mantequilla. Ni de las frituras a altísima temperatura imprescindibles en la cocina china. Ni del contundente spaghetti alla bolognese. Lo que pasa es que las cosas ricas de la vida no son para los que sienten la urgencia de vivir 100 años.
Es bastante probable eso que de que el primer paso de la civilización fue el surgimiento de la cocina. Ciertamente el móvil inicial fue puramente pragmático. Estamos hechos de pan. Pero tal vez para combatir el cotidiano temor a la extinción la búsqueda del placer aderezó de pronto ese asunto elemental de recargar energías. Y cuando el ser humano descubrió la voluptuosidad el universo se pobló de hermosas contradicciones. Un coro de cigarras entonó junto al férreo regimiento de las hormigas.
El conflicto entre la cigarra y la hormiga es clásico. La cigarra considera matemáticamente comprobado que la hormiga es aburrida. La hormiga, por su parte, escribe fábulas cuya moraleja  expone el triste final de los juergueros. Como siempre lo estúpido es la incapacidad de ambas para entender el punto de vista ajeno. Porque si nos dejamos de frivolidades, hay que convenir que el estilo de la civilización ha sido forjado por la hegeliana dialéctica entre estos poderosos temperamentos.
Cuando la inteligencia del hombre empezó a hacer proyecciones fue capaz de aprender de la experiencia para especular sobre el después, sobre el luego. En ese momento el hombre se hizo prudente y calculador. Albergó la ambición de corregir, de cimentar,  de dominar. Y surgió como fuerza histórica la ilusión de colonizar el futuro. Paradójicamente el ensanchamiento de su perspectiva no sofocó su esencia primitiva, inmediatista, proclive al orgásmico desenlace del instante, sino que hizo de esta un arte. El arte.
El oficio de ser humano es una proeza de equilibrio. El poder gravitacional del presente ilumina nuestra existencia, anima nuestros actos con vitalidad, con la emergencia del placer. Solo el presente tiene la facultad de inducir al éxtasis. Pero la aventura del hedonismo no sobrevive sin el soporte estructural que construye la racionalidad. Por otro lado, las laboriosas formulaciones de la inteligencia han multiplicado nuestras facultades; sus réplicas a la nube de hipótesis han alterado nuestro entorno. Sin embargo, ese asunto de lo constructivo suele caer en la rutina hueca de edificar. Resulta  imprescindible,  entonces, el contrapeso de las grandes emociones, del apetito, de las ganas de comerse la vida. El orden establecido no se empantana en el sin sentido gracias únicamente a nuestra secreta ansia de caos.
En las últimas décadas la preocupación por la salud ha degenerado en una epidemia de hipocondría. Las grasas y los carbohidratos se han estigmatizado. Y hasta algunos parecen creer que la manera virtuosa de alimentarse debe incluir solo porciones ínfimas de aquello  sospechoso. Todo indica que estamos en una etapa en  la que doña Prudencia arroja del templo al untuoso sultán del colesterol. Pero tal vez es hora de recordar que los grandes logros de la gastronomía mundial supieron encontrar sabiduría en pesados materiales. Lo que es indigesto para un apurado habitante de la urbe contemporánea antes fue suculento e imprescindible. La gran tradición gastronómica es esencialmente de estirpe rural. El duro trabajo de campo requería porciones generosas. La proteína animal era demasiado costosa y normalmente se destinaba a días festivos o a la mesa de los ricos. Y las ensaladas, bueno, las ensaladas eran solo ensaladas, personajes secundarios en una experiencia con clímax y anticlímax, con protagonistas estelares.
Fue en el siglo XX cuando empezamos a mirar con suspicacia hasta al humilde pan del desayuno. El mundo se volvió urbano. Las horas de sobremesa obligatorias para asentar las complejidades de la cocina clásica resultaban imposibles para los reclamos de eficiencia del universo moderno. El tiempo se hizo angustiosamente escaso. Hacia los años sesenta se consolidó agresivamente un movimiento llamado Nouvelle cuisine, que inició la tendencia a una gastronomía más ligera y con gran énfasis en la presentación. Paul Bocuse y Alain Chapel lideraron esta influyente propuesta que ha sido remedada y hasta refutada, pero que sin duda ha legado una nueva manera de comer.
Si bien los orígenes de la comida peruana están íntimamente ligados a sus prehispánicas raíces, el mestizaje o fusión ocurrido en los últimos cien años parece haber sido la clave de esas recetas magistrales. La intensa relación con lo propio sumado a la paradójica fascinación por lo ajeno dieron lugar a inspiradas asociaciones. En este caso nuestra frágil identidad, que tantos disgustos nos ha dado, hizo posible la necesaria permeabilidad. Pero la característica definitoria de la comida peruana es su extracción profundamente popular. En esa medida sus hallazgos son producto de una sensualidad plebeya, sabia  en su alegría.   Ciertamente no es comida para anoréxicos ni para desabridos. Es una comida demasiado real, terriblemente honesta, lo que hace algo contraproducente todo intento de estilización. Sin embargo conviene reconocer que resulta tonto generalizar cuando se trata de la comida peruana: uno de los argumentos para asumir su excelencia es su complejidad y variedad, los amplios catálogos de sus posibilidades. Si bien hay platos extraordinarios como el seco de cabrito o el chaque de tripas, no recomendados por la asociación de cardiólogos, el plato nacional, el ceviche, resulta un evidente milagro de sabor y  ligereza. En el caso específico de la cocina arequipeña, que soporta una reputación de excesiva suculencia, se puede disfrutar, sin embargo, de algunos platos de admirable levedad. Digamos: el Solterito de queso, la sarza de lapas, el siempre añorado sudado de machas, el delicadísimo rachi de libro, el sutil y nunca suficientemente valorado ají de lacayote.
Estos tiempos de entusiasmo culinario peruano sin duda servirán para someter a prueba la capacidad de evolucionar de una tradición ya consolidada. Seguramente la actual tendencia de cocina de autor y el afán internacionalizador crearán algunos monstruos, pero la solidez de nuestra gastronomía, que se levanta sobre prodigiosos ingredientes, sin duda se enfrentará al nuevo desafío con heroicas soluciones. Por ejemplo, una novísima variante de gloriosos carbohidratos.

miércoles, febrero 15, 2012


La vida secreta del Oxycontin y del desfibrilador
La enfermera Jackie es una mujer con un centro gravitacional poderoso. Los que la rodean se convierten en satélites. Su poderío se apoya en una eficiencia profesional administrada por el sentido común, en ocasiones incluso por un pragmatismo tan bien calibrado que puede confundirse con sabiduría. La enfermera ha establecido un hogar. Su marido parece ser un personaje cabalmente balanceado en lo físico, en lo económico y en lo emocional. Parece además amarla con doméstica intensidad. Pero hay un problema: la enfermera Jackie es drogadicta. Roba fármacos porque le gusta que su piel entre en estado de vibración, que emulsione su  identidad, que se rompa la marcha cadenciosa de las horas.  Busca la energía, que es la delicia eterna. Para conseguir las preciosas pastillas la enfermera Jackie dirige su imán (anatómico) hacia el jovial farmacéutico del hospital. De esta manera se transforma en adúltera. El sexo entre el mobiliario médico hospitalario es intensivo y,  de una manera accidental, la carnalidad empieza a mutar hacia la tan tóxica enfermedad del amor. Por desgracia ese extraño fenómeno parece ocurrir exclusivamente en el tórax del técnico farmacéutico. La enfermera J. opta por estar siempre (y para siempre) con su marido tan equilibrado. De esta manera se convierte en una engañadora.  Miente. Disimula, manipula, falsifica. Cada día eleva una plegaria: Dios mío, hazme buena, pero no todavía. (Un malhechor a veces no es otra cosa que alguien con un enloquecido corazón).
En los viejos tiempos la televisión estaba poblada por un tipo de gente que creía en la tranquilizadora línea que divide a los buenos de los malos, los personajes ejemplares y los detestables villanos. Clásico pensamiento dualista de la civilización occidental. Una de las cosas inteligentes que ha hecho la nueva televisión es explorar el género realista con empeño, con avidez por ganarse un par de Emmy awards.  Los personajes transgresores suelen presentar una mayor complejidad y proponen interesantes dudas sobre los diversos criterios sobre los que se levanta la ética. Y en lo referente a la estética, al presentar caracteres no particularmente provistos de belleza física (a diferencia de Grey's Anatomy o House) se marca distancia de lo artificial. Sin embargo la opción por un cierto nivel de comedia (que seguramente busca  mitigar las sombras de lo tanático) contrarresta el efecto y nos vuelve a alzar hacia la zona de lo no real. Otra característica de la nueva televisión es algo que parece una lección aprendida de la literatura: La maldita rutina de cada día está repleta de una amplia variedad de invisibles conflagraciones. La riqueza de lo insignificante contiene potencialmente más drama que el escenario precintado del forense.
¿Pero por qué los hospitales son tan atractivos para series exitosas? Un hospital es siempre el lugar donde ocurre el peor día de la vida de alguien. Cuerpos  dolientes extendidos sobre una sábana.   Pero un hospital tiene unos pobladores regulares. Gente para los que el espectáculo del dolor es la inevitable rutina. El centro de Nurse Jackie son estos personajes. Y a diferencia de proyectos similares, los protagonistas no son los que ocupan los puestos más altos en la jerarquía sino los que hacen el trabajo invisible, el personal de apoyo, los auxiliares, los camilleros, las enfermeras. Es además significativo que los caracteres más fuertes e interesantes sean femeninos.  
Sin duda Edie Falco, la enfermera Jackie, es el centro de la serie porque su gran talento se convierte en el punto de convergencia para un elenco francamente fascinante. La enfermera Jackie trata a la gente, a sus pacientes, con la firmeza de alguien con mucha calle, pero los frecuentes close ups traicionan la vulnerabilidad de esos grandes ojos en un rostro tallado por el cansancio. A su alrededor hay individuos que conjugan lo divertido, lo patético, lo curioso, lo desagradable, en un tramado multivalente. Pero nadie es un arquetipo. Todos son un poco de algo. Sin embargo hay algunos que destacan. Este ávido espectador tiene especial predilección  por Zoey (Merritt Wever) una practicante que en realidad es una mascota.  Zoey es una gordita aniñada que inventa una disonancia con su lenguaje corporal.  En segundo lugar está la Dr. Eleanor O'Hara, una inglesa de rostro escasamente simétrico que se mueve con graciosa elegancia mientras lanza al mundo frases de humor acerado.  También merece mención la hija de la enfermera Jackie, de 12 años, que realiza ritos propiciatorios (dar tres vueltas a su carpeta antes de iniciar el día) para evitar que se precipite la catástrofe. Insólitamente una niña que no pertenece al universo hospitalario es el único personaje irremediablemente oscuro. Pero de alguna manera todo el grupo de personajes se complementan con tanta coherencia que uno ya casi los puede contar como un logro de la ciencia. Esta serie en realidad resulta para nosotros no solo una poción medicinal que tenemos que  tragar, sino algo que, por su buen gusto, tomaríamos cada día. (Oswaldo Chanove)

lunes, octubre 24, 2011


Cuenta Vila Matas que en el libro Artistas sin obras (1997) de Jean-Yves Jouannais se menciona a un tal Firmin Quintrat. Este joven emprendió un viaje alrededor del mundo con el minucioso objetivo de asimilar rostros. Registró miles. En determinado momento escribió a su hermano que por fin se había convertido en artista. Especificó que su obra no iba a estar compuesta por acuarelas, estatuas o poemas. Su obra era su mirada. En consecuencia resultaba  forzoso hacer los arreglos para que aquellos ojos que habían visto tanto sean expuestos en sendos frascos transparentes.


jueves, octubre 20, 2011


Es posible que la poesía esté hasta en la sopa. El asunto es encontrarla mientras uno está afanado sorbiendo los fideos. Hace algún tiempo el Dr. William Carlos Williams comprobó que (con toda seguridad) la poesía se encuentra en la puerta del refrigerador.




Solo para que sepas

Me comí
una pera
que estaba en
la refri
seguramente
la estabas guardando
para el desayuno

perdona
estaba deliciosa
tan dulce
y tan fría

(En el poema original incluido en la primera edición de sus Collected Poems de 1934 el poeta se comió unas ciruelas, pero ya se sabe que toda traducción es una traición)
Ilustración: Justus Juncker

martes, octubre 18, 2011


Arte poética

Brotó un líquido color magenta cuando un escritor aplastó  a una cucaracha que trajinaba sobre una paleta de pintor. No había pintura magenta en tres kilómetros a la redonda.  El azul y el rojo deben haberse mezclado en aquella minúscula tripa, dijo (en japonés).

Ilustración: Günther Förg.

sábado, octubre 08, 2011


En su discurso de 2005 en la universidad de Stanford Steve Jobs contó que cuando era joven leyó
en alguna parte una frase que le llamó la atención:

Si te levantas cada mañana haciendo de cuenta que es  el último de tus días tarde o temprano resultará cierto.



Ilustración: Jasper Johns

¿Dónde están los buenos?

  Durante décadas se fue constituyendo la idea de que la víctima emblemática y mediática universal eran los judíos. Miles de libros y pelícu...