lunes, abril 09, 2012


Hay golpes en la vida tan fuertes yo no sé

Uno
Recientemente nos ha llegado la noticia que Cesar Vallejo no es Cesar Vallejo.  En todo caso no el Cesar Vallejo tan merecidamente venerado como el auténtico genio de la América hispana. Aparentemente fue Luis Garaycochea de la Barra el autor del verso “Hay golpes en la vida tan fuertes yo no sé”. El problema es grave porque hay indicios fuertes de que también escribió el 99 por ciento de Los heraldos negros, de Trilce, de Poemas humanos, y de España, aparta de mí este cáliz. Pruebas desgarradoramente irrefutables apuntan a que Cesar Vallejo habría sido únicamente el autor del 80 por ciento de Paco Yunque y del resto del material en prosa. Incluyendo los artículos periodísticos. ¿Es esto una broma? Ojalá. Lo que ocurre es que hace unos meses Nataly Villena -la investigadora cusqueña afincada en Paris- encontró, por un prodigioso juego del azar, un cuaderno empastado en tela cubierto de principio a fin por una malgeniada caligrafía. Era el diario secreto de Georgette Marie Philippart Travers.
Luis Garaycochea de la Barra fue un arequipeño nacido en la última cuadra de la calle Sucre. Su situación no era similar a la de Edward de Vere,  cuya elevada posición social y su escondido parentesco con la reina Isabel le impedían reconocer inclinaciones tan plebeyas como la de escribir poesía y obras de teatro, por eso se vio obligado a pagar buenos dineros a William Shakespeare para que firme cosas como Hamlet.  Las razones de Luis Garaycochea de la Barra fueron algo más conceptuales (o existenciales). Luego de una infancia y juventud arequipeñamente estúpida habría tomado la decisión de ser el poeta más grande del Perú. Pronto se dio cuenta que un verdadero poeta no puede tener tan mezquina ambición. Por eso decidió que estaba destinado a ser uno de los grandes poetas de todos los tiempos.  Eso implicaba algunas firmes decisiones. Eso implicaba por ejemplo sentarse frente a una hoja de papel en blanco. Afortunadamente para Luis Garaycochea de la Barra ocurrió uno de esos eventos cósmicos en los que se alinearon el conocimiento, la intuición y sabe Dios qué enjambre de otros factores y, de pronto, el viejo lápiz empezó a moverse con prodigiosa fluidez. Y en un espacio de tiempo que podía ser medido en días, o semanas, o incluso en años, aparecieron frente a su mesa poemas que alcanzaban para llenar libros, varios libros. ¿Qué ocurre cuando de pronto uno se da cuenta que ha escrito algo que cambiará el curso de la civilización literaria? Pues Luis Garaycochea de la Barra se volvió loco de felicidad. Pero no solo era felicidad. Empezó a sentir un creciente y apasionado amor por sí mismo. Un loco amor que le quitaba el aliento. Fue en ese momento cuando decidió dejar su aldea natal y buscar un lugar apropiado para mostrar eso que era su obra.
Pero algo ocurrió en el viaje. O tal vez algo ocurrió cuando por alguna caprichosa razón apareció en la hermosa ciudad de Trujillo.  Sentado en una banca de la plaza sintió o supo o vio lo que vendría después: que sus poemas serían recitados por niños en las escuelas fiscales; que su foto sería intensamente contemplada; que escultores modelarían bustos con la frente inflamada; que equipos de fútbol de primera división llevarían su nombre; que académicos con mal aliento dedicarían su vida a interpretar cada una de sus decisiones, en cada libro, en cada página, en cada verso, en cada frase; que sería saludado en todas las lenguas como “una de las cumbres de la creación poética”. Pero él, ese que estaba ahí sentado sintiendo como se formaban emanaciones gástricas en su vientre, no sería en realidad el que todos concebirían al leer uno de sus poemas, al ver su imagen, al escuchar su nombre. No, eso era imposible. Se dio cuenta que lo que era él, que el verdadero Luis Garaycochea de la Barra era alguien que solo podía ser conocido por Luis Garaycochea de la Barra. ¿O no? Después de que él lanzara sus obras empezaría a convertirse en un personaje ficticio, alguien a merced de la infame subjetividad de los demás. De pronto eso le pareció insoportablemente vejatorio. Y fue entonces que tomó la gran decisión. El día anterior había conocido a un tipo que le cayó bien. Alguien de hermoso perfil meditabundo. Lo invitó a comer con la secreta certeza de que se entusiasmaría con los poemas y con lo que tenía que proponerle.
Dos
Alguna vez leí un artículo en el que se proponía la supresión de la firma en las obras artísticas.  De esta manera cada lector valoraría una obra sin el prejuicio, sin la mediación del mayor o menor prestigio del autor. El artículo estaba firmado por Emilio Adolfo Westphalen.
Tres
Algunos aseguran que si Anónimo fuese la firma usada por todos los creadores, la calidad de los productos artísticos se aplanaría, porque es la euforia del ego el auténtico motor de la creación más encendida. El arte es la consagración de la singularidad. La conciencia de sí mismo -que es la facultad distintiva de lo humano- se eleva unos milímetros hacia lo alto cuando el artista comprende lo que es ser una modalidad finita de algo infinito, cuando vislumbra lo que significa ser alguien dolorosamente específico en medio de una abrumadora entidad sin nombre. Porque cuando unas pocas partículas de algo conocido chocan contra la masa inmensa de lo desconocido surge un nuevo universo, el universo creado por los artistas.
La firma es entonces el símbolo, el signo referencial que le permite al artista “dejar su huella”, afirmar lo particular frente a lo general. Sin embargo en las últimas décadas este fuego prometeico parece haber derivado en fulgor luciferino. Porque una distorsión ha provocado que para demasiados la imagen del autor sea más importante que su obra. Es así que ya parece más importante “parecer” que “ser”. Sin embargo hay algo de maravillosamente paradójico en esta impostura. Los artistas que logran celebridad a través de ingeniosas artimañas ciertamente son estafadores, pero éstos modelan con sus astucias un personaje que es pura ficción. Su tramposa obra se transfigura ante los ojos hipnotizados de sus lectores convirtiéndose en lo que manda el mañoso gestor de los prestigios, y es vista, es leída,  es creída y alabada. Es un efímero portento silbando estridente frente a toda la extensión de lo imperecedero.
Cuatro
Sin embargo el evento verdaderamente extraordinario ocurrió cuando un auténtico genio como Luis Garaycochea de la Barra decidió manipular su imagen, decidió librarla de sus más terrestres contradicciones, de ese “sí mismo” tan insoportable, para hacer de “lo cualquiera” algo maravillosamente definido, y la lanzó hacia adelante en otro rostro, en otro nombre, a lo largo de toda una vida, como revelan las sorprendentes páginas de la viuda de Vallejo.


lunes, marzo 12, 2012

Lo sabroso de lo indigesto 


Hay gente que cree que lo indigesto descalifica la excelencia de una gastronomía. Esa gente tiene una ensalada en la cabeza. Si lo eupéptico fuese el móvil principal de la gastronomía no existiría la gastronomía. Nadie habría jamás disfrutado de las logradas cimas de la cocina francesa que se levantan sobre una columna de mantequilla. Ni de las frituras a altísima temperatura imprescindibles en la cocina china. Ni del contundente spaghetti alla bolognese. Lo que pasa es que las cosas ricas de la vida no son para los que sienten la urgencia de vivir 100 años.
Es bastante probable eso que de que el primer paso de la civilización fue el surgimiento de la cocina. Ciertamente el móvil inicial fue puramente pragmático. Estamos hechos de pan. Pero tal vez para combatir el cotidiano temor a la extinción la búsqueda del placer aderezó de pronto ese asunto elemental de recargar energías. Y cuando el ser humano descubrió la voluptuosidad el universo se pobló de hermosas contradicciones. Un coro de cigarras entonó junto al férreo regimiento de las hormigas.
El conflicto entre la cigarra y la hormiga es clásico. La cigarra considera matemáticamente comprobado que la hormiga es aburrida. La hormiga, por su parte, escribe fábulas cuya moraleja  expone el triste final de los juergueros. Como siempre lo estúpido es la incapacidad de ambas para entender el punto de vista ajeno. Porque si nos dejamos de frivolidades, hay que convenir que el estilo de la civilización ha sido forjado por la hegeliana dialéctica entre estos poderosos temperamentos.
Cuando la inteligencia del hombre empezó a hacer proyecciones fue capaz de aprender de la experiencia para especular sobre el después, sobre el luego. En ese momento el hombre se hizo prudente y calculador. Albergó la ambición de corregir, de cimentar,  de dominar. Y surgió como fuerza histórica la ilusión de colonizar el futuro. Paradójicamente el ensanchamiento de su perspectiva no sofocó su esencia primitiva, inmediatista, proclive al orgásmico desenlace del instante, sino que hizo de esta un arte. El arte.
El oficio de ser humano es una proeza de equilibrio. El poder gravitacional del presente ilumina nuestra existencia, anima nuestros actos con vitalidad, con la emergencia del placer. Solo el presente tiene la facultad de inducir al éxtasis. Pero la aventura del hedonismo no sobrevive sin el soporte estructural que construye la racionalidad. Por otro lado, las laboriosas formulaciones de la inteligencia han multiplicado nuestras facultades; sus réplicas a la nube de hipótesis han alterado nuestro entorno. Sin embargo, ese asunto de lo constructivo suele caer en la rutina hueca de edificar. Resulta  imprescindible,  entonces, el contrapeso de las grandes emociones, del apetito, de las ganas de comerse la vida. El orden establecido no se empantana en el sin sentido gracias únicamente a nuestra secreta ansia de caos.
En las últimas décadas la preocupación por la salud ha degenerado en una epidemia de hipocondría. Las grasas y los carbohidratos se han estigmatizado. Y hasta algunos parecen creer que la manera virtuosa de alimentarse debe incluir solo porciones ínfimas de aquello  sospechoso. Todo indica que estamos en una etapa en  la que doña Prudencia arroja del templo al untuoso sultán del colesterol. Pero tal vez es hora de recordar que los grandes logros de la gastronomía mundial supieron encontrar sabiduría en pesados materiales. Lo que es indigesto para un apurado habitante de la urbe contemporánea antes fue suculento e imprescindible. La gran tradición gastronómica es esencialmente de estirpe rural. El duro trabajo de campo requería porciones generosas. La proteína animal era demasiado costosa y normalmente se destinaba a días festivos o a la mesa de los ricos. Y las ensaladas, bueno, las ensaladas eran solo ensaladas, personajes secundarios en una experiencia con clímax y anticlímax, con protagonistas estelares.
Fue en el siglo XX cuando empezamos a mirar con suspicacia hasta al humilde pan del desayuno. El mundo se volvió urbano. Las horas de sobremesa obligatorias para asentar las complejidades de la cocina clásica resultaban imposibles para los reclamos de eficiencia del universo moderno. El tiempo se hizo angustiosamente escaso. Hacia los años sesenta se consolidó agresivamente un movimiento llamado Nouvelle cuisine, que inició la tendencia a una gastronomía más ligera y con gran énfasis en la presentación. Paul Bocuse y Alain Chapel lideraron esta influyente propuesta que ha sido remedada y hasta refutada, pero que sin duda ha legado una nueva manera de comer.
Si bien los orígenes de la comida peruana están íntimamente ligados a sus prehispánicas raíces, el mestizaje o fusión ocurrido en los últimos cien años parece haber sido la clave de esas recetas magistrales. La intensa relación con lo propio sumado a la paradójica fascinación por lo ajeno dieron lugar a inspiradas asociaciones. En este caso nuestra frágil identidad, que tantos disgustos nos ha dado, hizo posible la necesaria permeabilidad. Pero la característica definitoria de la comida peruana es su extracción profundamente popular. En esa medida sus hallazgos son producto de una sensualidad plebeya, sabia  en su alegría.   Ciertamente no es comida para anoréxicos ni para desabridos. Es una comida demasiado real, terriblemente honesta, lo que hace algo contraproducente todo intento de estilización. Sin embargo conviene reconocer que resulta tonto generalizar cuando se trata de la comida peruana: uno de los argumentos para asumir su excelencia es su complejidad y variedad, los amplios catálogos de sus posibilidades. Si bien hay platos extraordinarios como el seco de cabrito o el chaque de tripas, no recomendados por la asociación de cardiólogos, el plato nacional, el ceviche, resulta un evidente milagro de sabor y  ligereza. En el caso específico de la cocina arequipeña, que soporta una reputación de excesiva suculencia, se puede disfrutar, sin embargo, de algunos platos de admirable levedad. Digamos: el Solterito de queso, la sarza de lapas, el siempre añorado sudado de machas, el delicadísimo rachi de libro, el sutil y nunca suficientemente valorado ají de lacayote.
Estos tiempos de entusiasmo culinario peruano sin duda servirán para someter a prueba la capacidad de evolucionar de una tradición ya consolidada. Seguramente la actual tendencia de cocina de autor y el afán internacionalizador crearán algunos monstruos, pero la solidez de nuestra gastronomía, que se levanta sobre prodigiosos ingredientes, sin duda se enfrentará al nuevo desafío con heroicas soluciones. Por ejemplo, una novísima variante de gloriosos carbohidratos.

miércoles, febrero 15, 2012


La vida secreta del Oxycontin y del desfibrilador
La enfermera Jackie es una mujer con un centro gravitacional poderoso. Los que la rodean se convierten en satélites. Su poderío se apoya en una eficiencia profesional administrada por el sentido común, en ocasiones incluso por un pragmatismo tan bien calibrado que puede confundirse con sabiduría. La enfermera ha establecido un hogar. Su marido parece ser un personaje cabalmente balanceado en lo físico, en lo económico y en lo emocional. Parece además amarla con doméstica intensidad. Pero hay un problema: la enfermera Jackie es drogadicta. Roba fármacos porque le gusta que su piel entre en estado de vibración, que emulsione su  identidad, que se rompa la marcha cadenciosa de las horas.  Busca la energía, que es la delicia eterna. Para conseguir las preciosas pastillas la enfermera Jackie dirige su imán (anatómico) hacia el jovial farmacéutico del hospital. De esta manera se transforma en adúltera. El sexo entre el mobiliario médico hospitalario es intensivo y,  de una manera accidental, la carnalidad empieza a mutar hacia la tan tóxica enfermedad del amor. Por desgracia ese extraño fenómeno parece ocurrir exclusivamente en el tórax del técnico farmacéutico. La enfermera J. opta por estar siempre (y para siempre) con su marido tan equilibrado. De esta manera se convierte en una engañadora.  Miente. Disimula, manipula, falsifica. Cada día eleva una plegaria: Dios mío, hazme buena, pero no todavía. (Un malhechor a veces no es otra cosa que alguien con un enloquecido corazón).
En los viejos tiempos la televisión estaba poblada por un tipo de gente que creía en la tranquilizadora línea que divide a los buenos de los malos, los personajes ejemplares y los detestables villanos. Clásico pensamiento dualista de la civilización occidental. Una de las cosas inteligentes que ha hecho la nueva televisión es explorar el género realista con empeño, con avidez por ganarse un par de Emmy awards.  Los personajes transgresores suelen presentar una mayor complejidad y proponen interesantes dudas sobre los diversos criterios sobre los que se levanta la ética. Y en lo referente a la estética, al presentar caracteres no particularmente provistos de belleza física (a diferencia de Grey's Anatomy o House) se marca distancia de lo artificial. Sin embargo la opción por un cierto nivel de comedia (que seguramente busca  mitigar las sombras de lo tanático) contrarresta el efecto y nos vuelve a alzar hacia la zona de lo no real. Otra característica de la nueva televisión es algo que parece una lección aprendida de la literatura: La maldita rutina de cada día está repleta de una amplia variedad de invisibles conflagraciones. La riqueza de lo insignificante contiene potencialmente más drama que el escenario precintado del forense.
¿Pero por qué los hospitales son tan atractivos para series exitosas? Un hospital es siempre el lugar donde ocurre el peor día de la vida de alguien. Cuerpos  dolientes extendidos sobre una sábana.   Pero un hospital tiene unos pobladores regulares. Gente para los que el espectáculo del dolor es la inevitable rutina. El centro de Nurse Jackie son estos personajes. Y a diferencia de proyectos similares, los protagonistas no son los que ocupan los puestos más altos en la jerarquía sino los que hacen el trabajo invisible, el personal de apoyo, los auxiliares, los camilleros, las enfermeras. Es además significativo que los caracteres más fuertes e interesantes sean femeninos.  
Sin duda Edie Falco, la enfermera Jackie, es el centro de la serie porque su gran talento se convierte en el punto de convergencia para un elenco francamente fascinante. La enfermera Jackie trata a la gente, a sus pacientes, con la firmeza de alguien con mucha calle, pero los frecuentes close ups traicionan la vulnerabilidad de esos grandes ojos en un rostro tallado por el cansancio. A su alrededor hay individuos que conjugan lo divertido, lo patético, lo curioso, lo desagradable, en un tramado multivalente. Pero nadie es un arquetipo. Todos son un poco de algo. Sin embargo hay algunos que destacan. Este ávido espectador tiene especial predilección  por Zoey (Merritt Wever) una practicante que en realidad es una mascota.  Zoey es una gordita aniñada que inventa una disonancia con su lenguaje corporal.  En segundo lugar está la Dr. Eleanor O'Hara, una inglesa de rostro escasamente simétrico que se mueve con graciosa elegancia mientras lanza al mundo frases de humor acerado.  También merece mención la hija de la enfermera Jackie, de 12 años, que realiza ritos propiciatorios (dar tres vueltas a su carpeta antes de iniciar el día) para evitar que se precipite la catástrofe. Insólitamente una niña que no pertenece al universo hospitalario es el único personaje irremediablemente oscuro. Pero de alguna manera todo el grupo de personajes se complementan con tanta coherencia que uno ya casi los puede contar como un logro de la ciencia. Esta serie en realidad resulta para nosotros no solo una poción medicinal que tenemos que  tragar, sino algo que, por su buen gusto, tomaríamos cada día. (Oswaldo Chanove)

lunes, octubre 24, 2011


Cuenta Vila Matas que en el libro Artistas sin obras (1997) de Jean-Yves Jouannais se menciona a un tal Firmin Quintrat. Este joven emprendió un viaje alrededor del mundo con el minucioso objetivo de asimilar rostros. Registró miles. En determinado momento escribió a su hermano que por fin se había convertido en artista. Especificó que su obra no iba a estar compuesta por acuarelas, estatuas o poemas. Su obra era su mirada. En consecuencia resultaba  forzoso hacer los arreglos para que aquellos ojos que habían visto tanto sean expuestos en sendos frascos transparentes.


jueves, octubre 20, 2011


Es posible que la poesía esté hasta en la sopa. El asunto es encontrarla mientras uno está afanado sorbiendo los fideos. Hace algún tiempo el Dr. William Carlos Williams comprobó que (con toda seguridad) la poesía se encuentra en la puerta del refrigerador.




Solo para que sepas

Me comí
una pera
que estaba en
la refri
seguramente
la estabas guardando
para el desayuno

perdona
estaba deliciosa
tan dulce
y tan fría

(En el poema original incluido en la primera edición de sus Collected Poems de 1934 el poeta se comió unas ciruelas, pero ya se sabe que toda traducción es una traición)
Ilustración: Justus Juncker

martes, octubre 18, 2011


Arte poética

Brotó un líquido color magenta cuando un escritor aplastó  a una cucaracha que trajinaba sobre una paleta de pintor. No había pintura magenta en tres kilómetros a la redonda.  El azul y el rojo deben haberse mezclado en aquella minúscula tripa, dijo (en japonés).

Ilustración: Günther Förg.

sábado, octubre 08, 2011


En su discurso de 2005 en la universidad de Stanford Steve Jobs contó que cuando era joven leyó
en alguna parte una frase que le llamó la atención:

Si te levantas cada mañana haciendo de cuenta que es  el último de tus días tarde o temprano resultará cierto.



Ilustración: Jasper Johns

Un viejo amigo tenía un nombre para su cevichería soñada: Cementerio Marino.


martes, octubre 04, 2011

Peruanos aparecidos





Acaba de llegar a este remoto rincón Nabokovia Peruviana, de Fernando Iwasaki. Es una colección de textos previamente usados que aparentemente encontraron su motivación al calor de la pesquisa casi detectivesca por “atrapar” páginas (en los intrincados callejones de la literatura) donde incidentalmente aparecen peruanos, o lo peruano como exótica referencia. Iwasaki descubre, por ejemplo, la secreta e incaica identidad de uno de los personajes de En Busca del tiempo perdido. Nos alerta que Sherlock Holmes advirtió a tiempo sobre el vampirismo de los peruanos.  Nos muestra cómo Melville resultó profético cuando puso en su Moby Dick que en Lima “hay un alto horror en la blancura de su dolor”. Revela también que, según el aciago Lovecraft, en un estante de la biblioteca de la Universidad San Marcos está disponible un ejemplar del abominable Necronomicón. Todo muy interesante, pero luego de terminar la lectura lo que queda flotando son las páginas donde algunos escritores nos sorprenden por llevar la palabra “sinvergüenza” a niveles insólitos.
Normalmente la ambición de todo escritor es ser recordado por una proeza creativa, pero parece que el arequipeño Alberto Guillén se ha ganado su lugarcito en la historia de la literatura por una simple pendejada. Según cuenta Iwasaki en el texto que sirvió de presentación a la reedición española del 2001 de La linterna de Diógenes,  Guillén llegó a Madrid a mediados de los 20 y consiguió entrevistar a 38 autores. La adulación sin duda le sirvió para bajar la guardia de los famosos que vieron en el joven desconocido un potencial propagandista en Hispanoamérica.  No contaban con que el reportero permanecía al acecho de los aspectos menos favorables. Editando las respuestas con mala leche y sumando comentarios agraviantes consiguió que su libro tuviese acogida en el territorio del escándalo. Ese acto de violento desprecio hacia la elite del momento hubiese podido traducirse en una rebeldía contra algún falso olimpo si la pluma de Guillén nos hubiese mostrado una nueva perspectiva, una mirada auténticamente reveladora. Desgraciadamente su arrogancia estaba alimentada principalmente por resentimiento y frivolidad. Otro de los personajes turbiamente llamativos de Nabokovia Peruviana es Alberto Hidalgo (Arequipa, 1897- Buenos Aires, 1967). Según Iwasaki, este “nació con la «nevada», pero al igual que Obélix –que de pequeño se cayó en una marmita de poción mágica- sus efectos fueron permanentes en él. (…) No habló bien de casi nadie y habló mal de casi todo el mundo.” La visita de Hidalgo al viejo continente fue registrada por Ramón Gómez de la Serna que lo definió con puntualidad anotando que era un tipo “sincero hasta lo grosería”.  Con la arrebatada idea de convertir el insulto en un arte Hidalgo se ha consagrado como el más grande panfletario de la literatura peruana. Eso, en alguna parte, debe tener sentido.
Uno de los problemas de optar por ser escritor es que este es el oficio más peligroso del mundo: uno siempre va por el filo del abismo. Los escritores que olvidaron poner una coma, imprescindible para conseguir el efecto preciso, no reciben la nota aprobatoria en el juicio del tiempo: vagan por toda la eternidad en los rincones más polvorientos de las librerías de viejo. Pero hay una triste redención: la condena, la caída, el fracaso, son potencialmente mucho más interesantes como tema para un aspirante al éxito que el éxito mismo. Iwasaki cita a Oscar Wilde: “un gran poeta es la más prosaica de todas las criaturas, pero los poetas menores son absolutamente fascinantes”.
Esta recopilación de textos de Fernando Iwasaki es particularmente provechosa no solo por los divertidos datos mencionados, sino porque de alguna manera incita a reflexionar sobre la condición de extra, de personaje secundario, de nuestra peruanidad. Somos tan periféricos que cuando logramos colarnos un instante al festín principal no podemos evitar dar un saltito de alegría. Finalmente este es un libro que ostenta el sello de una noble actividad, la de los buscadores de tesoros en la intrincada jungla de lo olvidado. En estos tiempos hiperconectados e hiperinformados estos clásicos exploradores deberían encontrar su edad dorada, pero todo indica que siguen siendo una secta hermética y muy exclusiva. Los otros, la desdichada mayoría, solo dedican la banda ancha para navegar entre las tendencias de cada temporada.
El Paso, Texas, octubre del 2011
Nabokovia Peruviana, Fernando Iwasaki Cauti. Aquelarre  Ediciones y La Isla del Sistolá (Arequipa, Sevilla 2011)

¿Dónde están los buenos?

  Durante décadas se fue constituyendo la idea de que la víctima emblemática y mediática universal eran los judíos. Miles de libros y pelícu...