miércoles, julio 21, 2010

Anillo al dedo











En Roma, en 1842, dos años antes de morir, Stendhal escribió un texto no demasiado largo que tituló Les Priviléges. En 23 cortos parágrafos hace una lista de las prerrogativas que los dioses tendrían que conceder a los sabios anatomistas (del alma). Se incluye franquicias imprescindibles como, por ejemplo, conseguir con un simple tronar de dedos, aparecer en los salones perfectamente libre de piojos (y con los incisivos irreprochablemente cepillados). Aquí otros:


-Veinte veces al día la persona privilegiada sería capaz de registrar los más íntimos pensamientos (y estremecimientos) de cualquiera en un radio de veinte pasos.


-La persona privilegiada poseería un anillo mágico. Al momento de cruzarse con una mujer hermosa solo tendría que acariciar al noble metal (observándola fijamente) para instantáneamente transformarse en el objeto de una pasión trascendental. Si el privilegiado optara por lamer el anillo, el efecto se reduciría a una simple (pero conmovedora) amistad.


-Diez veces al día el privilegiado disfrutaría de una vista de águila, y sería capaz de correr una distancia de cinco leguas en no más de una hora.


-La méndula (el órgano viril, según S.) tendría, como el dedo índice, dureza y movilidad extrema. Pero claro, su grosor y extensión serían decididamente diferentes.


El más importante de todos, sin embargo, es el siguiente:


-La persona privilegiada no alcanzaría jamás el nivel de infelicidad que se precipitó entre el 1 de agosto de 1839 y el 1 de abril de 1840.


Stendhal fue siempre muy coherente, y dio su apoyo incondicional al Duque de Lauraguais cuando este, ante las autoridades competentes, acusó de intento de asesinato a un sujeto mortalmente aburrido.


Referencia: The Times Literary Supplement. July 2 2010. No 5596. Ten times a day, por Julian Barnes.

miércoles, julio 14, 2010

Dentro del dragón todo es rojo



Oscar Wilde advertía a los interesados que nada es más peligroso que ser demasiado moderno porque entonces sólo es cuestión de tiempo para pasar a ser una irrelevante antigualla. En los años sesenta y setenta el sueco Ingmar Bergman fue virtualmente deificado por un público y unos críticos que no acababan de asombrarse ante sus propuestas y atrevimientos. Esto sin duda le permitió disfrutar de una libertad artística sin precedentes, dirigiendo filmes profundamente subjetivos y hasta descaradamente autobiográficos. Pero los entusiasmos suelen ser volubles y caprichosos. En las últimas décadas la obra de Bergman ha ido desvaneciéndose incluso de la programación de los precarios cine clubes, y los nuevos cinéfilos cambiaron el rumbo de sus fervores hacia los Tarantino los Wong Kar Wai o los Haneke. Únicamente tipos como Woody Allen (o Robert Altman o Andrei Tarkovski) sacaban eventualmente a relucir su admiración por el antiguo icono. Pero en las últimas décadas ya todo el mundo parecía harto hasta de tipos como Woody Allen. Lo que pasa es que en este sorprendente nuevo mundo el llamado cine de autor ha cedido paso a formas más paganas de devoción. Las obsesiones consigo mismo, las complicadas composiciones artísticas rebosantes de secretas revelaciones, de pronto nos parecieron sólo hueveo lírico, sólo la irritante parafernalia de egocéntricos y narcisistas. ¿Pero será cierto que ha caducado ese tipo de arte?
Desde ese 31 de julio en que Ingmar Bergman se deslizó a su última morada se han sucedido una serie de homenajes y revaloraciones (entre las que debe incluirse varias en nuestra remota provincia). Tal vez sólo estemos dedicándole el saludo final, o tal vez sea la oportunidad de abrir los ojos, de librarnos de las legañas de la novelería, del prurito por lo estridentemente moderno, y podamos entonces encontrar un proyecto de dimensiones clásicas. Además ahora contamos con una enorme ventaja. En años recientes se ha lanzado en formato DVD parte sustancial de la enorme filmografía del sueco, y el repaso puede ser ahora una experiencia íntima, una experiencia que nos permite saborear cada secuencia, cada encuadre, a nuestro gusto, a nuestro ritmo.

Desde 1957, cuando el Sétimo Sello fue consagrado en Cannes, Ingmar Bergman se perfiló instantáneamente como unos de los autores más influyentes en un momento clave de la historia. Sus angustiadas interrogantes -sobre Dios, el adulterio, la muerte, la sequía de amor, la soledad, la culpa- podrían haberlo convertido en un director marginal, pero el hipnótico lirismo de sus imágenes y el magistral diseño de sus personajes encajó perfectamente en un preciso momento histórico. Su trabajo se hizo entonces merecedor no sólo de la aclamación crítica sino, cosa insólita, de la aprobación del público. Aquellos eran años más amigables hacia propuestas formalistas en la creación, en los que además la filosofía y el psicoanálisis ostentaban un curioso espacio en la cultura popular. Algunos estudiosos, por ejemplo, llegaron a sugerir que una lectura freudiana de Bergman resultaba perturbadora. Muchos de estos se habían dejado seducir sin duda por el señuelo de posibles referencias a su madre, y por el frecuente recurso de un universo onírico. Sin embargo, lo que sí resulta neurálgico y nada coyuntural, es el hecho de que los filmes de Bergman encuentra un admirable equilibrio entre lo sacro y lo profano, entre lo racional y lo subjetivo. La inteligencia de sus composiciones se anima por un flujo subterráneo y palpitante que en ocasiones es ominoso, y en otras francamente lúbrico. Esa oposición, esa convivencia entre las especulaciones del intelecto y la turgencia de lo oscuro, crea una tensión que hace de su filmografía algo conmovedor y duradero. Otro de los aspectos destacado por los exegetas (y coherentes con el largo verano de los estudios de género) es su fascinación por la mujer. Muchos han hecho notar la importancia de los personajes femeninos (como en Mizoguchi o, más recientemente, Almodovar) pero el que lo estableció con litográfica claridad fue Francois Truffaut cuando escribió: “Bergman es terco y tímido y ha consagrado su vida al teatro y al cine y uno tiene siempre la impresión de que es únicamente feliz cuando está rodeado de actrices. Yo pienso que su obra más que tener una orientación feminista, está hechizada por el principio femenino. En sus películas las mujeres no son vistas a través de un prisma masculino, más bien son observadas con una absoluta complicidad. Sus caracteres femeninos son infinitamente sutiles, mientras que los masculinos resultan bastante convencionales.”
Seguramente Bergman no era un director demasiado versátil. El campo gravitacional de su universo personal es francamente irresistible, lo cual lo delata como el “autor” por excelencia, como un explorador de eso que se llama el alma, como un auténtico poeta en la industria del cine. Sin embargo fue notablemente prolífico y tenía una actitud curiosa con respecto a su trabajo. En Bergman on Bergman (1969) confiesa: “Nunca me he considerado nada más que un artesano, un muy competente artesano, si se me permite decirlo, pero nada más. He hecho películas y obras de teatro pero nunca he trabajado con un ojo puesto en la eternidad. Lo que me interesa por encima de todo es diseñar y construir una maldita obra de artesanía. Sí, estoy orgulloso de llamarme a mí mismo un artesano que hace sillas y mesas que la gente puede encontrar útiles.”

La Sed (1949)
Antes de que el Sétimo sello y las Fresas salvajes cimentaran definitivamente su reputación, Bergman realizó algunos estudios marcados por una narrativa de amplio registro y un intenso uso del flash back. Así forjó su hechizante dominio visual y así empezó a agobiarnos con esos doloridos escenarios. La Sed es uno de ellos. El tema central -que sería posteriormente retomado en Escenas de un matrimonio y Un verano con Monika-, es la paulatina disolución de una pareja. La Sed es también la primera obra donde la mujer se ubica en el núcleo mismo de la cinta. A pesar de que esta película no es tan renovadora como otras posteriores –Persona, por ejemplo- hay recursos bastante seductores. Es particularmente interesante el diseño asimétrico en la dinámica de los personajes. Ejemplo: cuando uno de los cónyuges expone su filo agresivo, el otro torna hacia su lado pasivo. El mundo exterior sirve también para perfilar esta situación: durante el viaje un niño que se pasea por el lugar se comporta de una manera muy diferenciada con cada uno de ellos. El asunto llega a grados casi cósmicos cuando comprobamos que una simple ventana puede ser un molesto problema para uno y algo absolutamente manejable para otro.

El sétimo sello (1957)
El sétimo sello es tal vez la película emblemática de Bergman. Aquí en Arequipa pudimos verla en los años setenta en copia de 16 mm gracias al cine club que dirigía José Antonio Portugal. El Sétimo Sello impresiona profundamente con sus lúgubres imágenes de una Europa medieval azotada por la plaga, por la cruel demencia de los desesperados, pero especialmente por la figura ascética de Max Von Sydow jugando al ajedrez con la muerte. Frente al terrible espectáculo de las salvajes fuerzas que imperan en la existencia humana el protagonista quiere que Dios baje y se presente y que explique cuales son sus razones para tan espantosos designios.


Las fresas salvajes (1957)
Ganador del oso de oro en el festival de Berlín en 1958, con este film Bergman apuntaló definitivamente su fama mundial. El tema central es un viaje de auto-descubrimiento, un viaje en el que se suceden revelaciones claves de la existencia. Es además una exploración en la tercera edad, en el gran temor que contamina la existencia frente a los indicios de la muerte próxima. El veterano profesor Isak Borg (interpretado por el legendario director Victor Sjöström) se dirige a recibir un reconocimiento honorífico. Durante el trayecto diversos eventos de su pasado se precipitan en su mente a través de flashbacks y fantasías. Se enfrenta a sus imperfecciones y al hecho inevitable de su próxima muerte. Es especialmente notorio el uso de variada imaginería para aludir a las abrumadoras constantes del paso del tiempo (reloj sin manecillas, ataúd, grandes áreas oscuras que asoman). El uso del silencio también es admirable y en determinado momento es tan hondo que el protagonista puede escuchar los latidos de su corazón. A nivel anecdótico trascendió que Victor Sjöström estaba en tan mal estado de salud, que cada mañana muchos temían ser incapaces de despertarlo.

Persona (1966)
Presentada en una época en la que florecía el cine de autor (Ocho y medio, de Fellini; Andrei Rublei, de Tarkovski) Persona es seguramente la más singular de las películas de Bergman. Es además emblemática en el sentido estilístico. Muchos críticos la han definido como un simple “poema visual”. Y ciertamente es un filme que tiene momentos de una belleza tan pura que uno podría disfrutarlo sin hacer explícitas ninguna de sus tortuosas interrogantes. ¿Interrogantes? Tal vez en esta película no hay verdadera convicción en las preguntas. Tal vez simplemente se pretende articular un estado de angustia metafísica. Por momentos pareciera uno alcanzar la certeza de que estamos impecablemente solos en un mundo en el que es imposible saber qué es lo real. En esta película Bergman pareciera también querer confirmar que el alma, para poder expresarse, se ve obligada a proyectarse en un escenario preciso en el que el yo se despliega. La unidad muestra su multiplicidad (aparecen los otros personajes) y se desenvuelve en un argumento cualquiera. En esa medida es la parábola perfecta del acto de la creación artística.
La historia en realidad es muy sencilla. Una actriz se queda muda en medio de la representación de una obra y es confinada al cuidado de una enfermera. La relación con esta parlanchina enfermera, con todas sus revelaciones y sucesos emocionales, cubre buena parte de los 85 minutos de la película. Sin embargo lo que al final se hace evidente es que tal vez las dos son sólo una, que tal vez la desenfrenada emotividad de la enfermera no es más que una proyección del yo pasmado de la actriz muda.
Los recursos formales son aquí bastante radicales y ponen mucho énfasis en el uso agresivo de los primeros planos, marcando el ritmo, manteniendo en suspenso composiciones esteticistas de los rostros de ambas mujeres. Deleuze opinaba que con esto Bergman pretendía fusionar el rostro humano con el vacío. Y ciertamente, cuando los primeros planos de las protagonistas se funden en un solo rostro, este deviene en algo monstruoso. El momento final, donde las actrices dirigen su mirada hacia un punto más allá de los confines de la pantalla, establece una dramática conexión entre el universo de lo ficticio y el nuestro, supuestamente real. Con esta película Bergman explora esa paradoja del arte que obliga al autor a hablar en primera persona usando la tercera persona.

Verguenza (1968)
Una fábula sobre la guerra. Con una seca belleza visual, esta película se desarrolla en torno a una pareja de antiguos músicos atrapados en medio de una batalla. Animados por la compulsión básica de mantenerse vivos los personajes pueden bordear la infamia. La lucha externa se hace lucha interna. ¿Pero de quién es la vergüenza? De Dios, parece decir Bergman.

Gritos y susurros (1972)
No hace mucho un habitante nocturno de la calle San Francisco aseguraba en las altas horas de una cantina que la agonía es el estado perfecto para emprender la misión de trascendernos a nosotros mismos. La agonía como la tensión permanente entre lo que tiene sentido y lo que no lo tiene, de lo luminoso y de lo oscuro, de la verdad y de la ilusión, del amor y del desamor. La agonía como la batalla contra lo que nos impide alcanzar las alturas de la dicha. Pero también la agonía como el simple proceso en que nuestro cuerpo pone en evidencia su vulnerabilidad y se desplaza hacia su puerto final.
Uno de los grandes temas de Bergman es la confrontación con la muerte, y en Gritos y Susurros sus reflexiones adquieren una belleza cromática sin precedentes en su obra (más bien afecta a los matices clásicos del blanco y negro). La cinta, ambientada en el período de advenimiento del siglo veinte, cuando la jerarquía social y la religión aún eran fuerzas predominantes en la sociedad sueca, tiene como personajes a tres hermanas que habitan una enorme mansión junto a su leal sirvienta. Agnes está muriendo de cáncer y el proceso de la agonía incrementa la tensión entre las hermanas Karin y Maria. La crisis precipita la afirmación de su individualidad y, en intensos flashbacks, cada una recuerda momentos de su vida. Las escenas ponen en evidencia egoísmo y amargura. En un escenario denso y agobiante Anna, la sirvienta, encarna un papel extrañamente benigno, casi eróticamente benigno, en el sentido en que su abnegación tiene esa misteriosa densidad de la santidad cristiana. El clímax se alcanza cuando la agónica se precipita al estado de coma y de pronto, ante los deslumbrados ojos de la sirvienta, Agnes parece resucitar, imponerse sobre la muerte.
Cuando Gritos y Susurros fue presentada a principios de los setenta fue el instrumento para reavivar el interés por la obra de este gran director sueco. Ganó varios premios, uno de los más significativos fue un justo oscar al director de fotografía Sven Nykvist. Sus alucinantes imágenes del amanecer en los alrededores de la mansión, la impactante riqueza de sus close ups dentro de la casa, la manera en que contrasta lo sombrío con lo vigoroso revelan la misteriosa belleza de la agonía. Alguna vez Bergman contó que cuando era niño estaba seguro que el alma tenía forma de dragón, que el alma era una alada criatura medio pescado, medio pájaro, una sombra flotando en el aire como un espectro de humo. Y contó que de niño siempre tuvo la extraña certeza que dentro del dragón todo era rojo.

Secretos de matrimonio (1973)
Abandonando por un momento sus elucubraciones sobre un mundo angustiosamente liberado de un dios consolador, Bergman ubica su artillería para explorar la intimidad del matrimonio. ¿Qué ocurre cuando los amantes deciden institucionalizar el amor? Siguiendo los dictados de su maestro Carl Theodor Dreyer profundiza aquí el cinemático arte de los rostros por medio de intensos, elocuentes close ups. Y el admirable Sven Nykvist renuncia, bajo los dictados de su director, a sus usualmente exquisitamente balanceadas composiciones para atreverse con la brusca elegancia de un look más crudo. Liv Ullman, una actriz que tenía el poder de transformarse a voluntad de una diosa de resplandecientes ojos azules en una muy básica nórdica de formas escasamente inspiradoras, hace en este filme un papel perfecto. Y es que el misterio del matrimonio se da usualmente en el escenario de la gran batalla entre lo esplendoroso y lo sombrío, entre la comunión y la desolación.

Sarabanda (2003)
Sarabanda fue objetivamente el último trabajo de Bergman y es, previsiblemente, una meditación sobre la vida vista a través del conflicto de tres generaciones: padre, hijo y nieta. Lo que el personaje de Liv Ullman observa durante su visita al hogar de su antiguo marido es el espectáculo del amor que ha sido derrotado por la desilusión y se afinca en el egoísmo. El padre desprecia a su hijo porque éste no le ha dado ningún motivo de orgullo, pero apoya a la nieta sabiendo que ella tiene alguna posibilidad. La nieta, una talentosa celista, quiere partir en busca de nuevos horizontes, pero está atrapada en una situación presuntamente incestuosa. En un mundo donde el amor ha desertado sólo queda espacio para el resentimiento, y, en el mejor de los casos, la piedad.

Nota: Escribí esto hace un tiempo para un ciclo de la Feria del Libro de Arequipa. Mi amiga Peli Ricketts me pide que lo ponga aquí.

miércoles, julio 07, 2010

Completamente real


Se asegura que aquel fue en determinado momento el soltero más codiciado de Quillabamba, ciudad al filo de la selva salvaje. Medía casi dos metros y sonreía con extrema facilidad. Tal vez fue eso (su sonrisa) lo que sedujo a Vanesa, la reina de la primavera de la ciudad más próxima a las ruinas de Machu Picchu. Se dice que la naturaleza obliga a los mejores. El problema es que la naturaleza tiene una fijación con los genes. Y una tarde aquel hombre conoció el último día de su juventud cuando, al regresar a su hogar, descubrió que su mujer lo había abandonado dejándole únicamente el fruto de su amor.
Durante un tiempo el hombre colonizó todas las cantinas entregando a los pequeños a la vigilancia de parientes quizá benévolos. Con el desfile de los días, de las semanas, de los meses, aquel gigante comprendió que tenía que hacer algo, que el olvido no llegaría jamás, que la resignación le estaba prohibida. Viajó entonces hacia la cercana ciudad del Cusco. En una casita de San Sebastián ella convivía con un teniente de la Guardia Civil.
El hombre lloró. ¿Por qué me abandonaste? Éramos felices, dijo él. Te di mi apellido, mi plata. Nunca tanto nadie te amará.
Un par de semanas después el hombre entró violentamente a aquella casa infame y se apoderó de lo que era suyo. Ya en Quillabamba, Vanesa esperó vanamente que su guardia civil irrumpiese con ademanes eficaces. Sólo luego de varios años, y cuando ya los hijos sumaban cuatro, se volvió a repetir la escena infernal: el hombre entró a su casa cansado luego de una tediosa jornada de trabajo. El hombre dejó los dos brazos colgando a ambos lados.
Esta vez fue a buscarla a Arequipa donde, según le informaron los que siempre informan, la mujer vivía con un empleado del ministerio de agricultura. El hombre lloró también. Lloró amargamente. Finalmente, después de quince días, logró meter en el avión a su única esposa. Procrearon tres hijos más pero ella volvió a huir. Y él volvió a rescatarla. Cuando los hijos alcanzaron la suma de diez, la mujer finamente desapareció para siempre.

Ilustración: Patricia Rengifo.






viernes, junio 18, 2010

Amor eterno




Los amores eternos tienen un problema: son
Imposibles

El amor eterno anida en un trozo de la vida como anida el virus en
El sistema de la sangre

El misterio del amor eterno es un misterio sin solución
El misterio del amor eterno tiene su origen en que
Una fracción eterna de la vida
Es más potente que
El resto de la vida
Es más potente que
Los días apacibles
Es más potente que los logros inmensos de la civilización humana

Los amores que en la vida
Son atacados de pronto por un trozo eterno del amor
No se terminan
Nunca
Nunca
Aunque
Pueden morir
Es cierto
Mueren

Los amores eternos son demasiado eternos para ser completamente reales y
Un día cualquiera ella dice
Basta ya
Basta ya
O él se cansa de no saber seguir siendo feliz y
Bota espuma por la boca
O todo el mundo lucha contra el amor eterno porque el amor eterno es
Irracional
Antisocial
Absurdo
Una maldita maldición que le pasa a uno cuando está completamente enamorado
Un trozo peligroso que
Destroza vidas
Produce llantos
Y gritos
Y aullidos
Y hasta inventa las traiciones
Porque hay quien cree que el amor eterno es sólo un trozo de cristal
Y que es suficiente
Dejar caer el amor eterno
Para que estalle

Pero cuando el amor eterno se esfuma un día cualquiera
Pero cuando el amor eterno
Se hace invisible por la mañana o por la noche
Y parece que no fue nunca que
Nunca existió
Que el amor eterno
No existe en realidad que
Es una mentira que
Todo está apagado en el maldito tablero que
Todos aquellos actos salvajes
Los besos encendidos
Los himnos en medio de la cama
Todo eso
Todo eso
No fue nada
Sólo un extraño caso de enfermedad en el país
Una erupción, unos espasmos
Un cuadro clínico que se puede registrar en aparatos
Y que además
Tiene remedio
Sí, sí
Sólo hay que sofocar la fiebre con violentas inmersiones
Sólo hay que arrancar algo que está enterrado entre las venas
Y luego quemar los cuerpos
Alejarlos para siempre de la plaza
De las calles
De la casa
Para que por fin los días de paz regresen al hogar
Y todos podamos hacer nuestros deberes
Y tener hijos
Y hasta decir te amo
Sin vergüenza.

(Del libro: Canción de amor de un capitán de caballería para una prostituta pelirroja.Ediciones Santo Oficio. Lima 2002)

domingo, junio 06, 2010

Particulas elementales


Todo el mundo tiene una historia de amor archivada en alguna parte. Aquel sujeto caminaba despreocupadamente por un Mall cuando fue avistado por Lucía. En aquel entonces Lucía era una adolescente que usaba un uniforme escolar que se ajustaba excesivamente contra sus formas. Lucía paseaba por el Mall en compañía de 15 de sus amigas más cercanas. Cuando Lucía vio a Cornelius supo de una manera fulminante que estaba condenada a pasar el resto de su vida con ese tipo desgarbado. Lo observó con curiosidad y alarma y entonces comprendió que el amor de su vida podría perderse para siempre entre la multitud. Arrancó apresuradamente una hoja de su libro de geometría y garabateó algo. Avanzó precipitadamente y, agitada, le entregó el papel. Vivieron juntos 10 años hasta que una noche, de improviso, lo vio todo con desgarradora nitidez: Cornelius no era el hombre de su vida. Son cosas que ocurren. Lo que hoy es claro como el agua mañana no lo es tanto.
Foto: Akerman, Women from Antwerp.

jueves, mayo 13, 2010

Encuentro en Metropolis


En Berlín un editor del semanario Die Zeit recibió a Paula Félix-Didier con un ramo de peonías. Paula llevaba un simple DVD con ciertos fragmentos extraviados durante 8 décadas. Los responsables de anteriores restauraciones aguardaban impacientes, deseosos de acceder a la verdadera historia, la completa.
El asunto había empezado el 10 de enero de 1927 en el UFA-Palast, cuando se estrenó la gran obra de Fritz Lang. Metropolis había demandado un dispendio sin precedentes: 200,000 piezas de vestuario, 36,000 extras, 310 días y 60 noches en las que fluyeron más de 5 millones de Reichmarks. Luego de la espectacular premiere, sin embargo, los críticos casi no encontraron palabras amables. Incluso un ejecutivo, alarmado, exigió la supresión de aparentes instigaciones marxistas. Coincidentemente, los comunistas alzaron la voz para denunciar lo peligrosamente reaccionario del film. En ese momento se hicieron presentes los de Paramount Pictures, la distribuidora, y dictaron sentencia: Los 150 minutos del film tenían que ser mutilados.
Pero el tiempo hizo su trabajo y la torturada copia desprovista de un gran trozo de su esplendor probó ser fascinante. Ridley Scott y Stanley Kubrick, en su momento, se dejaron contaminar. En 1984 Giorgio Moroder se lanzó a la aventura de una restauración coloreada con la bizarra ambición de escoltar la música de Freddie Mercury y Bonnie Tyler. La colonización de la cultura popular continuó con videos para Madonna, para Pink Floyd y para todo Queen. Metropolis se consolidó como un mito.
Pero en algún rincón del mundo alguien se angustiaba. Pensaba que qué terrible. Lo que tendría que ser perfecto va por el mundo exhibiendo la cicatriz. Lo que podría galopar camina. Lo que podría alzar vuelo solo se eleva. Pensaba en qué pasaría en el mundo si todo lo que está incompleto fuese bendecido de pronto. Y eso fue lo que ocurrió. Pero no una vez sino dos. O quizá hasta tres.
Entre las 1200 personas que se habían agolpado en el teatro berlinés aquel lunes de 1927 estaba Adolfo Z. Wilson, gerente de la distribuidora Terra films, de la casi remota Argentina. Si hubiese vacilado solo un poco a la hora de comprar los derechos sin duda la historia hubiese sido mucho menos divertida. Pero lo que metió en su maleta fue lo que había concebido Fritz Lang.
No sabemos si los de Mendoza o Rosario se sintieron gratificados por las dos horas y media de sano esparcimiento, pero probablemente en Buenos Aires un Borges nada ciego aprovechó para armar un par de frases insanamente ingeniosas. Y luego, cuando ya tocaba la hora de olvidar, en aquellos tiempos, justo después de cumplir el ciclo de exhibición, las copias tenían que esfumarse en manos del exterminador. Esto engendró otra oportunidad para la buena estrella. El reputado crítico Manuel Peña Rodríguez salió de la sala de cine y sintió que era imprescindible comprometer a Wilson, tal vez con un regalo especial. Quizá algo exótico como una botella de buen pisco recién importado de la lejana Ica, en Perú. O más probablemente, mientras cortaba un bife de chorizo, fue Wilson el que abogó por la sobrevivencia de aquella obra maravillosamente inaudita, quizá tocada por el genio. La cosa es que de alguna manera los tres carretes terminaron en la colección privada de Peña, para ser ocasionalmente prestados al inevitable cinéfilo desaforado. Y así, con secreta perfección, sólo al fondo de Sudamérica refulgía lo casi perdido. Y únicamente varios lustros después, en 1960, se inició otro capítulo cuando, agobiado por un cáncer, el viejo crítico se vio en la urgencia de venderlo todo.
Los films nitrato de celulosa pueden inflamarse con prodigioso facilidad, pueden incluso explotar. Por esta razón el Fondo Nacional de las Artes ordenó que la copia original en 35 mm anteriormente poseída por Wilson fuese transferida a celuloide. Aquí, por desgracia, la suerte no hizo su mejor trabajo. Alguien tomó la inevitable decisión de degradar la calidad al optar por los 16 mm, sin duda con la idea de servir mejor a pequeños cine clubs. Tristemente el trabajo no resultó demasiado meticuloso, son testigos el polvo y los cabellos. Pero esa copia debe haber trajinado por abundantes y oscuras salas pequeñas e incomodas repletas siempre de jovenzuelos apasionados. Los cinéfilos son una especie sin par. Su devoción a veces se traduce en obsesión, y su obsesión con demasiada frecuencia deriva en una mutación de erudita arrogancia. Son así y así los quieren sus novias.
En algún momento en la recta final del siglo XX apareció en la escena otro Peña. Este, Fernando Peña, escuchó cierta noche que alguien se quejaba de lo infernal que a veces resultaba batirse con las viejas máquinas proyectoras que saltaban, se interrumpían, vibraban o se estremecían. Aquel malgeniado maquinista había soltado algo que quedó grabado en la zona de sombra. Dijo que lo terrible de Metrópolis es que obligaba a batallar “más de dos horas”. Peña consultó entonces su gastada enciclopedia del cine y le comunicó su inquietud a Paula Félix-Didier, su novia de ese momento. Desafortunadamente la burocracia enquistada y sabe Dios qué otras angustias no dejaron espacio para una certera pesquisa. Pero el asunto siguió reverberando hasta que en 2008, finalmente, Paula fue nombrada directora del Museo del Cine Pablo Ducrós. Sentada en su pequeño escritorio tomó el teléfono y marcó el de Peña. Y no les tomó demasiado trabajo encontrarla. Ahí estaba. En unas latas herrumbrosas. Bien catalogadita. Pero cantar victoria no fue tan fácil. Los alemanes no respondieron a los mails, y Fernando Peña tuvo que aprovechar un viaje a Madrid para conseguir el respaldo de un amigo con las exactas conexiones. Y solo entonces Paula pudo hacer el gran viaje con su tesoro. El arco narrativo de Metropolis había recobrado su forma original. Por fin.
Con el material rehabilitado el tono y el enfoque de Metropolis resultó sustancialmente alterado. El historiador alemán Martin Koerber asegura que se ha recuperado el balance de la historia, que el film armoniza muchos géneros, que es una épica sobre conflictos generacionales. Lo más curioso, dice, es que al final uno llega a la conclusión que el elemento de ciencia ficción tiene una importancia subordinada. En febrero, en el Festival de Berlín, se exhibió por fin la nueva copia con los 25 minutos extraviados. Se espera que a fines de este año esté disponible para los devotos la versión en DVD. Por fin.

martes, abril 27, 2010

El albur de los 1000˚


Algo de razón tiene Szyszlo cuando asegura que los escultores son excavadores, que son sujetos que van liberando a esos trozos terrícolas de todo lo que les sobra, hasta encontrar alguna forma perdida y esencial. Los volúmenes, la materia, lo palpablemente físico. La escultura enfrenta los misterios de todo lo que está azotado por las fuerzas regimentadas por Newton. O sea todo lo que configura lo aéreo, todo el soporte de lo incorpóreo de nuestro universo.
Conocí a Germán Rondón en los viejos tiempos. Recuerdo que a lo largo del día solía modelar figuras abominables creando estupefacción en las inmediaciones de la calle Rivero. No se si pretendía que aquello cobrase vida para apoderarse del mundo. Lo que si estoy seguro es que luego de esta primera etapa empezó a comprender que el arte busca ante todo derrotar a lo monstruoso, a lo caótico, revelando –a través de ese acto de síntesis llamado belleza- claves ocultas de lo angustiosamente sin forma. A partir de esa convicción sus obras empezaron a tornarse algo más estilizadas y en ese sentido su última individual en el ICPN de Arequipa representa un interesante paso adelante.
El misterio del trozo de arcilla es que contiene en forma latente todos los trozos de arcilla del universo y un poco más. Ese plus es lo que le había interesado siempre a Germán Rondón hasta que descubrió lo fascinante del material en estado bruto, de lo aún desprovisto de atributos. Eso lo ha conducido sin duda a purificar un tanto las formas de su trabajo consiguiendo, paradójicamente, una mayor precisión con la potencia de su misión. Porque si echamos una mirada retrospectiva comprobamos que lo que siempre lo inquietó fue el dilema, el cómo distinguir, dentro de los millones de formas posibles ya ensayadas por tantos, la forma precisa que llevaría su huella. Por eso ahora su aventura parece más armoniosa, y podemos imaginarlo, poseído siempre, pero más afinado, en esas horas de perfecta soledad antes de someter absolutamente todo al albur de los mil grados centígrados.

¿Dónde están los buenos?

  Durante décadas se fue constituyendo la idea de que la víctima emblemática y mediática universal eran los judíos. Miles de libros y pelícu...