sábado, mayo 23, 2009

Sexta generación


El líder de la llamada “Sexta Generación”, la nueva tendencia del siempre sorprendente cine chino, es Jia Zhang Ke. Luego de algunos años en que nos embelesamos con cintas de épico dinamismo y suntuoso colorido aparece este jovenzuelo para mostrarnos, con agridulce castidad, el nuevo rostro de la República China, convulsionada por el proceso de convertirse en esa titánica paradoja que es el comunismo capitalista. Enemigo acérrimo de Zhang Yimou, el Spielberg chino, (La casa de las dagas voladoras), Jia ha optado por un cine austero, con una gran sensibilidad para retratar la gente “real”, esa que fue despojada de sentido, primero por el cine propagandístico, y luego por el del entretenimiento. Como Antonioni, expresa sus ideas con imágenes, y como Bresson, persigue la (supuesta) imagen pura que está detrás de los trucos creativos. El 2006 se llevó el León de oro en Venecia con Still Life. La protagonista es una ciudad de millón y medio de habitantes (y de 2000 años de antigüedad) que es demolida piedra por piedra para dar paso a la más grande represa del mundo.

lunes, mayo 11, 2009

La burbuja del mal

La gran depresión que estremece los cimientos de la economía mundial tiene sus orígenes en que el capitalismo, la autodenominada “máquina de generar riqueza”, llevó sus especulaciones hasta un nivel de virtual delirio. El crédito se levanta sobre la urgencia del humano de materializar algo ficticio. Por medio de una maniobra económica se puede usar algo que no existe, que pertenece al futuro, con la condición de pagar un porcentaje al mago que ha realizado esa transfiguración. El problema ocurre cuando el malabarista se enreda, pierde el ritmo, cuando la tensión entre ficción y realidad alcanza un punto de quiebre. Entonces se desvanece la fantasía y la realidad exhibe sus tiránicos modales. La quiebra. La bancarrota.
Lo que se debate ahora es si esta gran crisis es un simple crash del sistema, un accidente, una falla que puede ser inmediatamente corregida, o el asunto es estructural, de hardware. Lo que sí está claro es que la actitud inmediatista, de cigarra que vive imprudentemente el instante, se expresa también en otros ámbitos. El más importante sin duda es el del medio ambiente, donde también estamos a punto de declararnos completamente arruinados. Nos hemos multiplicado y hemos saqueado desenfrenadamente los recursos del planeta con una arrogancia sin par. La febril promesa de que luego pagaremos esa deuda, que encontraremos, como siempre, la manera de solucionar el problema es la clásica mentalidad del deudor empedernido.
Pero tal vez nuestro sistema mental está manchado por una visión algo mercantil de la vida. La sensación de vivir en deuda (con el destino, con el prójimo, con nosotros mismos, con Dios) ha sido el motor de la angustia del ser humano desde el principio de los tiempos. Las tres religiones monoteístas sobre las que se ha alzado el edificio de (gran parte) de la civilización supieron institucionalizar esta peculiaridad. Cada uno de nuestros supuestos deslices ha sido siempre marcado como “deuda” a ser saldada con inmediata penitencia, o luego, en los sótanos sulfurosos de alguna eternidad. Y lo terrible es que desde el mismo instante de nuestro nacimiento la cuenta se ha presentado en rojo. Evidentemente muy pronto el sistema de contabilidad alcanzó un punto de saturación que se tuvo que reconfigurar el sistema. Eso en la concepción cristiana ocurrió cuanto tuvo que intervenir el mismísimo hijo de Dios para “redimir” la deuda, para ayudarnos con la pesada carga. Pero la perspectiva de la deuda no sólo ha regido la administración de nuestras almas. Los sistemas sociales ha sido diseñados siguiendo esta línea y, significativamente, la urgencia primordial ante un infractor es reclamar coactivamente su “deuda con la sociedad” y no alguna posibilidad de rehabilitación.
Quizá la gran movida de la exuberancia capitalista de los últimos años fue una astuta mistificación: la deuda abandonó sus penosas connotaciones (por admirable prestidigitación de la cultura del marketing) para afirmarse como un colorido modo de vida. Como una “auténtica” afirmación de la posibilidad. Dejó su áspero traje de condenado y se colocó la guayabera del hedonista. En este mismo momento todos los clérigos, y otros fundamentalistas, deben estar puliendo sus sermones. Los viejos enemigos de todo lo decadente deben también estar tecleando sus remozadas diatribas. La cultura de la frivolidad será desenmascarada en todas sus vergüenzas. Sin misericordia. Y hasta los simpáticos impostores –todas esas posturas, modas, tendencias- que animaban las comparsas del carnaval serán sometidos a la intemperie. Un nuevo gran cambio empieza a tomar forma. Y lo cierto es que no hay manera de aburrirse en este mundo.
Referencia: Margaret Atwood. Payback.

viernes, abril 17, 2009

Qué bonito que te va cuando te va bonito


La felicidad es el bien más preciado. Lo curioso es que la idea que los seres humanos tenemos de nosotros mismos es algo taciturna (por decirlo elegantemente). Casi todos los grandes personajes del cine y la literatura son seres cuya belleza radica en su condena. Hay pocos, muy pocos héroes gozosos. Es más, los que suelen desplegar sin vergüenza los signos exteriores de la dicha generalmente son caracterizados como almas con escasa capacidad de introspección. O, ya en el clímax, presentan su verdadero rostro: el payaso con la ardiente lagrimilla.
Por eso es que resulta del todo inusual la película Happy-go-lucky, del inglés Mike Leigh (que acaba de salir en DVD). Trata de una chica que avanza con actitud risueña entre gente a la ofensiva/defensiva. Es una mujer que no parece haber sido corroída ni por la desesperanza ni por el llanto. Y que cuando alguien le asegura que su vida apesta, ella piensa un segundo. Soy Feliz, dice. Mike Leigh ha reunido a lo largo de su larga carrera una colección de gente casi desagradable, y es por eso que resulta particularmente interesante esta incursión en el tema del optimismo. Poppy, la enferma de crónica felicidad, hace intenso contraste especialmente con Johnny, el atormentado protagonista de su galardonada Naked (1993), una de las más radicales puestas en escena de una hemorragia existencial.
Pero Happy-go-lucky demuestra que Leigh no es uno de esos cínico desencantados que pueblan la literatura y el cine, sino un idealista con el corazón roto. Porque su indagación pone en evidencia principalmente una genuina curiosidad por los que poseen el gen del regocijo. Y la idea que emerge al final es que es que la felicidad es un fenómeno misterioso (para los no contaminados). Si bien es cierto que la flacuchenta (Sally Hawkins) inflamada por una luz interior genera fascinación, también, inevitablemente, quita a su paso la máscara a todo lo erróneo en el mundo de los escasos en serotonina. Pero por suerte la perspectiva de Leigh es contraria a las cintas “inspiradoras”. No predica. Y resulta claro que la protagonista no ha llegado a ese estadio gracias a algún método infalible de superación personal. Es feliz porque es feliz. Y nosotros vemos el espectáculo con sorpresa (pero también picados). ¿La felicidad es una forma de locura? ¿Qué es la felicidad? La más frecuente respuesta está asociada al amor romántico. Cuando se deja de ser (únicamente) la dolorosa mitad de una naranja todo resplandece. Pero ya todos sabemos que ese tipo de felicidad dura máximo siete años. La segunda (en popularidad) de las “felicidades” es la que tiene algo que ver con engordar el ego, con ambición, con acumulación, con posesión. Sexo, estatus, riqueza, poder, apetito etc. Esta forma es curiosamente parecida a la gratificación que concede la droga o el trastorno obsesivo compulsivo: es insaciable y nos condena a una nerviosa voracidad. La tercera felicidad es la de los que han logrado controlar el peligro. Es decir aquellos que han puesto a la prudencia como lema. Pero esos (en caso que se animen a hacer declaraciones) solo pueden afirmar que no son infelices. La cuarta es la de los héroes, esos a los que se les ha metido en la cabeza que cumplen una misión. El problema para estos es que vuelan muy bien, pero cuando tocan tierra son bastante lamentables. La quinta es la que es la que en el fondo todo el mundo cree que es la verdadera. La felicidad de los místicos. Pero bueno, para eso habría que privarse de pecar por lo menos siete veces al día.
Foto: Manuel Álvarez Bravo (Mexico 1902-2002)

miércoles, marzo 25, 2009

El Dios de los laboratorios


Reciente número de la revista Time dedicó su artículo central a la (indiscutible) relación positiva entre salud y fe religiosa. Para demostrar este asunto los científicos sometieron a algunos fieles devotos a pruebas de laboratorio. El escáner cerebral demostró entonces que cuando se reza con arrebato el lóbulo parietal se enciende. Porque allí, en la parte posterosuperior del cerebro, se localizan todos los asuntos de la fe. El tálamo y el lóbulo frontal también participan en la evolución de esos eventos, pero el lóbulo frontal parece tener funciones más catedralicias. Estas pruebas han determinado además un inquietante resultado. Que el uso intensivo (de la zona) produce una reconfiguración en la simetría de la masa cerebral que se hace permanente. Eso da por resultado que la percepción de la realidad de los fervorosos no sea exactamente la misma que la de sus vecinos menos conspicuos. Pero lo más inquietante de todo no son sólo las alteraciones en los cinco sentidos, sino la capacidad de estas de alterar objetivamente la realidad. Pero calma, no se trata de que la ciencia por fin haya encontrado el origen de los milagros. Es sólo el llamado “efecto placebo de Dios”. Gente que por medio de la oración se ubica en sintonía con un poder (supuestamente) todopoderoso puede apaciguar la angustia y la depresión. Eso sin duda los ubica en mejor disposición para que los misteriosos mecanismos del cuerpo humano hagan su trabajo. La fe, entonces, puede ser buena para la salud.
John Holland, padre de los algoritmos genéticos, asegura que "la verdadera esencia de una ventaja competitiva, sea en el ajedrez o en la actividad económica, es el descubrimiento y la ejecución de jugadas en un escenario ficticio". Los científicos cognitivos han recopilado bastante evidencia de que una de las facultades del cerebro altamente desarrollado de los humanos es esta habilidad para desenvolverse en escenarios virtuales, esta propensión a desarrollar una especie de religión natural. Y que en una fase posterior, siguiendo un patrón equivalente al de selección natural, ciertas ideas logran establecerse como dogmas en torno a los que se edifica una sociedad. En los años ochenta, el biólogo Richard Dawkins aplicó la teoría de Darwin a los modelos culturales. Según este imaginativa propuesta las ideas serían memes (en vez de genes) que se replicarían y competirían por el éxito reproductivo. En este contexto las posiciones religiosas, que por definición no exigen demostración, serían memes de alta propagación. De aquí el gran impacto de las instituciones religiosas.
La idea de que Dios tiene instalado su domicilio en el cerebro humano no es nueva, por supuesto. Lo que ocurre es que ahora, con la abundante parafernalia científica, esa antigua curiosidad por el Gran Invisible puede ir unos milímetros más allá de la simple especulación. Y saber un poco más de cómo y dónde se origina la experiencia espiritual puede flexibilizar (quizá) las arcaicas posiciones de los fundamentalistas (ateos o creyentes). Aunque, claro, las relaciones de estos no son las mejores desde los tiempos en que Giordano Bruno fue purificado por las llamas. Y no ha ayudado en nada que el filósofo Robert Pirsig haya declarado que “cuando una persona sufre delirio lo llamamos locura, y en cambio cuando mucha gente sufre el mismo delirio lo llamamos religión», ni que el pacífico Einstein asegurara que la palabra «Dios» no es más que una metáfora para la naturaleza de los enigmas del universo.
Ilustración: Giordano Bruno, por C. Meyer.

martes, marzo 03, 2009

Noticias del padrino


Durante las últimas décadas del siglo pasado se solía mencionar al Ciudadano Kane o al Acorazado Potemkin como las cumbres del ingenio cinematográfico. Las nuevas generaciones parecen tener, sin embargo, distinta opinión, y ahora se señala con insistencia a El padrino, de Francis Ford Coppola. Es un caso curioso, este tipo. Aparte de la saga sobre la Cosa nostra este ítalo americano consiguió realizar varias obras auténticamente maestras hasta que, por esos misterios del arte, la musa pareció largarse a otro rincón. Luego de algunos sonados fracasos (como Jack, con el insufrible Robin Williams) se entregó de lleno al vino. No tanto a beberlo, sino a sembrarlo, pisarlo (con la participación de toda la familia) y embotellarlo. Pero, como un indicativo de lo versátil de su genio, el pequeño viñedo que había adquirido como hobbie fue creciendo, en tamaño y en prestigio, hasta convertirse en una de las firmas más representativas de la excelencia californiana. Y los dólares empezaron a fluir con tanta alegría que el legendario director supo (una noche tormentosa) que tenía una nueva e increíble oportunidad. Y así, luego de aplacar a los feroces acreedores (por sus locas aventuras anteriores) embutió 15 millones en su bolsa de viaje y enfiló hacia Rumanía.
El resultado fue Juventud sin juventud (2008), un film visualmente lujoso que ha desconcertado a casi todo el mundo. Y aunque tristemente no creo que pueda afirmarse que Coppola ha recuperado sus superpoderes, hay que convenir que la obra es valiente y extremadamente interesante. Basada en una novela del célebre Mircea Eliade (1907-1986), trata de un profesor que sufre una extraña mutación que lo lanza un paso adelante en la evolución humana. Este personaje, que es capaz de manejar a su favor las penurias que nos impone el paso del tiempo, se enamora de una mujer que, también mutante, es capaz de retroceder introspectivamente hasta los orígenes. Eso le permite hablar en idiomas ya perdidos, como el egipcio y el sumerio, hasta llegar al principio mismo de todo lo articulado. La idea de que el ingrediente principal de lo humano es el lenguaje, y que ahí está la llave de los tiempos parece bastante obvia, pero muchas de sus asociaciones no lo son tanto. Por ejemplo se puede llegar a la desquiciante conclusión que todos somos uno. Que dentro de cualquiera (incluso dentro de usted, aturdido lector) están todos los que fueron y todos los que serán. Y que si a uno le cayese un rayo (con el a veces letal estruendo de la fantasía) tal vez podría encontrar la ruta perdida que revele la clave de la inmensidad. Y entonces se podría recuperarlo todo. Especialmente eso que uno no sabe que ha perdido (pero que jode).
En 1980 Ken Russel de alguna manera también exploró esa idea con su Estados Alterados, una película sin duda más entretenida. Pero es evidente que Francis Ford Coppola ya no se considera parte de la industria del entretenimiento. Ya no le debe nada a nadie. Ya no necesita de la aprobación de nadie. Eso le permite incluso darse el lujo de no tener éxito (en el sentido de no tener omnipresencia mediática). Lo cual es el máximo estadio de libertad en esta sociedad tan exitista. Se sabe que este año presentará Tetro, una cinta realizada en Argentina, sobre los avatares de una rama de sus antepasados. No hay duda que, aunque un poco cara, el cine es seguramente la forma más excitante de practicar la introspección.

viernes, febrero 13, 2009

Las chicas de Martín Adán




Mi primer amor tenía doce años y las uñas negras. Mi alma rusa de entonces, en aquel pueblecito de once mil almas y cura publicista, amparó la soledad de la muchacha más fea con un amor grave, social, sombrío, que era como una penumbra de sesión de congreso internacional obrero. Mi amor era vasto, oscuro, lento, con barbas, anteojos y carteras, con incidentes súbitos, con doce idiomas, con acechos de la policía con problemas de muchos lados. Ella me decía, al ponerse en sexo: Eres un socialista. Y su almita de educanda de monjas europeas se abría como un devocionario íntimo por la parte que trata del pecado mortal.
Mi primer amor se iba de mí, espantada de mi socialismo y mi tontería, “No vayas a ser socialista...” Y ella se prometió darse al primer cristiano viejo que pasara, aunque éste no llegara a los doce años. Solo ya, me aparté de los problemas sumos y me enamoré verdaderamente de mi primer amor. Sentí una necesidad agónica toxicomaníaca, de inhalar, hasta reventarme los pulmones, el olor de ella; olor de escuelita, de tinta china, de encierro, de sol en el patio, de papel del estado, de anilina, de tocuyo vestido a flor de piel –olor de la tinta china, flaco y negro-, casi un tiralíneas... Y esto era mi primer amor.
Mi segundo amor tenía quince años de edad. Una llorona con la dentadura perdida, con trenzas de cáñamo, con pecas en todo el cuerpo, sin familia, sin ideas, demasiado futura, excesivamente femenina. Fui rival de un muñeco de trapo y celuloide que no hacía sino reírse de mí con una bocaza de pilluela y estúpida. Tuve que entender un sinfín de cosas perfectamente ininteligibles. Tuve que decir un sin fin de cosas perfectamente indecibles. Tuve que salir bien en los exámenes, con veinte –nota sospechosa, vergonzosa, ridícula: una gallina delante de un huevo- Tuve que verla a ella mimar a sus muñecas. Tuve que oírla llorar por mí. Tuve que chupar caramelos de todos los colores y sabores. Mi segundo amor me abandonó como en un tango: Un malevo...
Mi tercer amor tenía los ojos lindos, y las piernas muy coquetas, casi cocotas. Hubo que leer a Fray Luis de León y a Carolina Invernizzio. Peregrina muchacha... no sé por qué se enamoró de mí. Me consolé de su decisión irrevocable de ser amiga mía después de haber sido casi mi amante, con las doce faltas de ortografía de su última carta.
Mi cuarto amor fue Catita.
Mi quinto amor fue una muchacha sucia con quien pequé casi en la noche, casi en el mar. El recuerdo de ella huele como ella olía, a sombra de cinema, a perro mojado, a ropa interior, a repostería, a pan caliente, olores superpuestos y, en sí mismos, individualmente, casi desagradables, como las capas de las tortas, jengibre, merengue, etcétera. La suma de olores hacía de ella una verdadera tentación de seminarista. Sucia, sucia, sucia... Mi primer pecado mortal. (La casa de cartón.Martín Adán)

lunes, febrero 02, 2009

El fugitivo




Cuando en 1990 Christopher McCandless terminó la universidad su viejo decidió premiar el brillante puntaje con un poderosísimo cero kilómetros. Pero el pata no solo no mostró entusiasmo, sino que los 25 mil dólares que tenía ahorrados fueron entregados sin mayor ceremonia para obras de caridad. Luego agarró su mochila. Un par de años después fue localizado en una agreste montaña de Alaska. Entre sus flacos dedos muertos (claro) estaba un cuaderno repleto. Algunos dijeron que era un chiflado irresponsable. Otros lo vieron como un valiente buscador de “lo verdadero”. La historia fue contada primero en una revista. Luego en un libro. Inevitablemente vino la película (Into the wild, de Sean Penn). En estos días el lugar donde el buen Christopher sucumbió de inanición es meta de devotos peregrinos.
Tengo sentimientos encontrados con los fugitivos de la sociedad. Y es que en los años setenta creo que hasta yo barajé la posibilidad de buscar un rincón perdido para fundar un mundo nuevo. Pero luego se precipitaron los muy ideológicos años ochenta. Y las ganas de un mundo justo, fresco y limpio se resolvieron en un enojo institucionalizado. Los movimientos contraculturales postergaron sus (primaverales) apetitos por la urgencia de combatir las (aborrecidas) estructuras sociales, y se polarizaron todas las tendencias, se radicalizaron. Tiempos (violentamente) pragmáticos.
Pero la ilusión de mantenerse al margen de las ambiciones hegemónicas sobrevivía entre algunos rugosos exhippies. Esos estaban siempre, en su rincón, con sus carbones ardientes. Uno siempre podía sentirse (algo) culpable antes estos apóstoles. Y es que lo que resulta admirable de los fugitivos de la sociedad es la desarmante consecuencia. Ya que a diferencia de los otros contraculturales (que usualmente disfrutan “provisionalmente” de las imposturas e hipocresía de la sociedad sin excesiva vergüenza) estos sí experimentan su utopía. Estos llegan, fundan, reinan, pontifican, procrean. Este tipo de persona rechaza de plano el juego de disfraces que inevitablemente tenemos que usar todos los ciudadanos, y se atreve a hacer lo que le da la gana, a vivir a su aire, a mantenerse ajeno a las mezquinas obsesiones. Buscan en lo arcaico, en lo tribal, escarban en la nostalgia de la alborada. Los grandes individualistas emiten además feromonas con extraña agresividad. Esto le permite un éxito fulminante a la hora de establecer sus clanes, de hacer sus nuevas fundaciones. Pero por desgracia la apuesta por el instante, por el presente, por el día a día, los condena fatalmente a lo efímero. Pero lo peor no es eso. Estos héroes solitarios muy a menudo configuran cuadros de fastidioso narcisismo. Y es así como al final resulta curioso la manera en que estos enemigos de las imposiciones del sistema capitalista, derivan con asombrosa facilidad a formas básicas de la monarquía. Esto, a la larga, los convierte también (como otros tipos de “revolucionarios”) en inconscientes reproductores de nuevas formas de lo que antes abominaban.
Así pues, todos los potenciales fugitivos de este sucio mundo no parecen tener la cosa fácil. La simpatía por “lo otro”, por “lo alternativo” a veces nos conduce a una aventura que desemboca en el terrible descubrimiento que lo venenoso de nuestras costumbres tiende a remedarse en las más inocuas situaciones. Y quizá ese McCandless, ese impecable solitario, rey y soberano solo de sí mismo, demostró (solamente) que la revolución en estado puro ocurre en un destello, en una epifanía. Y que el resto no es silencio.

martes, enero 13, 2009

El humeante plato de sopa



Claude Berri (1934 - 2009)
in memoriam



En los años ochenta el cine club de la Alianza Francesa de Arequipa era una pequeña habitación con sillas de dura madera. El proyector de 16 mm era un bicho asmático y vibrante que requería de un ocasional manazo en medio de las tinieblas. Y nosotros, los amantes del cine, permanecíamos en estado de delectación incluso cuando la cinta reiteraba la misma imagen hasta revelar un monstruo burbujeante (sobre el écran apoyado contra el sillar). Eran años heroicos. Las melancólicas sesiones en el cine club resultaban la única manera de ver algo diferente. Y fue allí, fumando insólitamente un cigarrillo, donde admiré la famosa carrera en el Louvre de los chicos de Bande à part. Fue allí también donde amé con perversa pasión a la Brigitte (tan insoportablemente bella), y fue allí donde me puse al día con material de la pandilla de la Nouvelle Vague: Truffaut, Godard, Rohmer, Chabrol, y, el genial Jacques Rivette.
Siempre iba buscando algo específico, pero una noche tormentosa pasé por el añejo local de la calle Santa Catalina sin nada en la cabeza. Vi que anunciaban una película que no me decía nada, que no era de ninguno de los geniecitos tan mentados. Pero sintiéndome (esa noche en particular) con ánimo poco constructivo, quizá algo decepcionado del universo, decidí que no tenía ningún otro lugar a donde ir, y me acomodé, mudo, entre el usual y variopinto grupo de parroquianos (jubilados obligados a la tacañería y jovenzuelos sedientos de novedades). Estaban también, claro, Quintino (¡alabado sea!) y un señor de saco de corduroy (que llevaba eternamente engastada una máscara furiosa). Vi la película con los ojos redondos, listo a pararme al menor signo de tedio o exasperación. Era una historia que se desarrollaba en tiempos en que el sueño de la razón alemana provocó la mayor barbarie de la historia. Se trataba de un pequeño niño judío que era escondido en la casa de un anciano antisemita. Una historia que podía derivar fácilmente en lugares comunes. Pero no. El sencillo argumento fluía con trazo limpio y con una inusual sensibilidad (que encontraba lo entrañable de escenas rutinarias). Recuerdo que salí mudo. Una obra luminosa y benigna se alzaba contra el telón de fondo del horror. Con el paso de los años, sin embargo, se me olvidó no sólo el nombre del director, sino incluso el título. Pero por razones misteriosas se me quedó grabada una escena –una sola- en la que el viejo toma un humeante plato de sopa ante la atenta mirada del niño. Durante años me mantuve a la caza, preguntando, sin resultado alguno, hasta que felizmente hace un par de días, y a causa de una fervorosa casualidad, me topé por fin con aquella vieja cinta. Y hoy 13 de enero aquí, en la pradera tejana, leo con sorpresa que El viejo y el niño (1967) fue la autobiográfica opera prima de Claude Berri, una de las figuras claves del cine francés, del que hace algún tiempo ya había visto su faulkneriana Jean de florette (1986). Leo que recientemente produjo Bienvenidos al norte, de Dany Boon, que con más de 20 millones de espectadores en su país es un éxito sin precedentes. Me entero también que el pequeño judío sucumbió ayer a un infarto vascular cerebral. Las cosas aparecen y desaparecen. Siempre, mi querido amigo. Una y otra vez. Como platos de sopa o monstruos burbujeantes.

martes, diciembre 09, 2008

la trágica imposibilidad de la locura


La obra más lúcida escrita por el hombre probablemente sea Hamlet. Shakespeare desliza ahí dos asuntos terriblemente radicales: que la vida es una experiencia esencialmente negativa, y que la condición humana por excelencia implica un cierto estado de enajenación (en el que superponemos la ficción a lo real, la impostura a la autenticidad). El sorprendente amor por la vida que gastan los seres humanos sólo encontraría una explicación en la demencia estructural del universo humano. El príncipe Hamlet es alguien cansado de querer encontrar un sentido a lo dolorosamente disparatado y caprichoso de la existencia. El conocido graffiti "La vida es una enfermedad que se transmite sexualmente" podría haber sido pintado en un muro de Elsinor.
Hamlet no sólo considera que la vida mancilla de hecho toda castidad sino que el desencanto de Hamlet tiene amplio registro y va más allá de lo incidental proyectándose hacia todo lo posible. Porque Hamlet no queda impactado por una circunstancia infeliz, sino que su mirada es honda y abismal, y juzga a la existencia como un todo en el que objetivamente no hay esperanza.
Pero Hamlet no llega a proponer que la vida es en realidad el infierno ideado por una astuta deidad. Más bien sugiere que la calcinante disfuncionalidad de lo humano radica en el hecho de ser avasallados por maquina implacable que es ese cosmos donde lo nítido esta fuera de nuestro alcance, donde no hay certezas salvadoras, donde (salvo que nos engañemos) todo está lejos de nuestro entendimiento (más cosas hay en el cielo y en la tierra de las que sueña tu filosofía). La lucidez de Hamlet tiene tal alcance que lo lleva a un muy coherente colapso. La vida, como la conocemos los humanos, es una forma de locura. Pero Hamlet es incapaz de encontrar convicción en su pantomima. Se hace el loco porque no puede ser loco. Sus últimas palabras cuando por fin es salvado por la tragedia se remiten a la ausencia de lenguaje: el resto es silencio. Por fin.

¿Dónde están los buenos?

  Durante décadas se fue constituyendo la idea de que la víctima emblemática y mediática universal eran los judíos. Miles de libros y pelícu...