miércoles, marzo 25, 2009

El Dios de los laboratorios


Reciente número de la revista Time dedicó su artículo central a la (indiscutible) relación positiva entre salud y fe religiosa. Para demostrar este asunto los científicos sometieron a algunos fieles devotos a pruebas de laboratorio. El escáner cerebral demostró entonces que cuando se reza con arrebato el lóbulo parietal se enciende. Porque allí, en la parte posterosuperior del cerebro, se localizan todos los asuntos de la fe. El tálamo y el lóbulo frontal también participan en la evolución de esos eventos, pero el lóbulo frontal parece tener funciones más catedralicias. Estas pruebas han determinado además un inquietante resultado. Que el uso intensivo (de la zona) produce una reconfiguración en la simetría de la masa cerebral que se hace permanente. Eso da por resultado que la percepción de la realidad de los fervorosos no sea exactamente la misma que la de sus vecinos menos conspicuos. Pero lo más inquietante de todo no son sólo las alteraciones en los cinco sentidos, sino la capacidad de estas de alterar objetivamente la realidad. Pero calma, no se trata de que la ciencia por fin haya encontrado el origen de los milagros. Es sólo el llamado “efecto placebo de Dios”. Gente que por medio de la oración se ubica en sintonía con un poder (supuestamente) todopoderoso puede apaciguar la angustia y la depresión. Eso sin duda los ubica en mejor disposición para que los misteriosos mecanismos del cuerpo humano hagan su trabajo. La fe, entonces, puede ser buena para la salud.
John Holland, padre de los algoritmos genéticos, asegura que "la verdadera esencia de una ventaja competitiva, sea en el ajedrez o en la actividad económica, es el descubrimiento y la ejecución de jugadas en un escenario ficticio". Los científicos cognitivos han recopilado bastante evidencia de que una de las facultades del cerebro altamente desarrollado de los humanos es esta habilidad para desenvolverse en escenarios virtuales, esta propensión a desarrollar una especie de religión natural. Y que en una fase posterior, siguiendo un patrón equivalente al de selección natural, ciertas ideas logran establecerse como dogmas en torno a los que se edifica una sociedad. En los años ochenta, el biólogo Richard Dawkins aplicó la teoría de Darwin a los modelos culturales. Según este imaginativa propuesta las ideas serían memes (en vez de genes) que se replicarían y competirían por el éxito reproductivo. En este contexto las posiciones religiosas, que por definición no exigen demostración, serían memes de alta propagación. De aquí el gran impacto de las instituciones religiosas.
La idea de que Dios tiene instalado su domicilio en el cerebro humano no es nueva, por supuesto. Lo que ocurre es que ahora, con la abundante parafernalia científica, esa antigua curiosidad por el Gran Invisible puede ir unos milímetros más allá de la simple especulación. Y saber un poco más de cómo y dónde se origina la experiencia espiritual puede flexibilizar (quizá) las arcaicas posiciones de los fundamentalistas (ateos o creyentes). Aunque, claro, las relaciones de estos no son las mejores desde los tiempos en que Giordano Bruno fue purificado por las llamas. Y no ha ayudado en nada que el filósofo Robert Pirsig haya declarado que “cuando una persona sufre delirio lo llamamos locura, y en cambio cuando mucha gente sufre el mismo delirio lo llamamos religión», ni que el pacífico Einstein asegurara que la palabra «Dios» no es más que una metáfora para la naturaleza de los enigmas del universo.
Ilustración: Giordano Bruno, por C. Meyer.

martes, marzo 03, 2009

Noticias del padrino


Durante las últimas décadas del siglo pasado se solía mencionar al Ciudadano Kane o al Acorazado Potemkin como las cumbres del ingenio cinematográfico. Las nuevas generaciones parecen tener, sin embargo, distinta opinión, y ahora se señala con insistencia a El padrino, de Francis Ford Coppola. Es un caso curioso, este tipo. Aparte de la saga sobre la Cosa nostra este ítalo americano consiguió realizar varias obras auténticamente maestras hasta que, por esos misterios del arte, la musa pareció largarse a otro rincón. Luego de algunos sonados fracasos (como Jack, con el insufrible Robin Williams) se entregó de lleno al vino. No tanto a beberlo, sino a sembrarlo, pisarlo (con la participación de toda la familia) y embotellarlo. Pero, como un indicativo de lo versátil de su genio, el pequeño viñedo que había adquirido como hobbie fue creciendo, en tamaño y en prestigio, hasta convertirse en una de las firmas más representativas de la excelencia californiana. Y los dólares empezaron a fluir con tanta alegría que el legendario director supo (una noche tormentosa) que tenía una nueva e increíble oportunidad. Y así, luego de aplacar a los feroces acreedores (por sus locas aventuras anteriores) embutió 15 millones en su bolsa de viaje y enfiló hacia Rumanía.
El resultado fue Juventud sin juventud (2008), un film visualmente lujoso que ha desconcertado a casi todo el mundo. Y aunque tristemente no creo que pueda afirmarse que Coppola ha recuperado sus superpoderes, hay que convenir que la obra es valiente y extremadamente interesante. Basada en una novela del célebre Mircea Eliade (1907-1986), trata de un profesor que sufre una extraña mutación que lo lanza un paso adelante en la evolución humana. Este personaje, que es capaz de manejar a su favor las penurias que nos impone el paso del tiempo, se enamora de una mujer que, también mutante, es capaz de retroceder introspectivamente hasta los orígenes. Eso le permite hablar en idiomas ya perdidos, como el egipcio y el sumerio, hasta llegar al principio mismo de todo lo articulado. La idea de que el ingrediente principal de lo humano es el lenguaje, y que ahí está la llave de los tiempos parece bastante obvia, pero muchas de sus asociaciones no lo son tanto. Por ejemplo se puede llegar a la desquiciante conclusión que todos somos uno. Que dentro de cualquiera (incluso dentro de usted, aturdido lector) están todos los que fueron y todos los que serán. Y que si a uno le cayese un rayo (con el a veces letal estruendo de la fantasía) tal vez podría encontrar la ruta perdida que revele la clave de la inmensidad. Y entonces se podría recuperarlo todo. Especialmente eso que uno no sabe que ha perdido (pero que jode).
En 1980 Ken Russel de alguna manera también exploró esa idea con su Estados Alterados, una película sin duda más entretenida. Pero es evidente que Francis Ford Coppola ya no se considera parte de la industria del entretenimiento. Ya no le debe nada a nadie. Ya no necesita de la aprobación de nadie. Eso le permite incluso darse el lujo de no tener éxito (en el sentido de no tener omnipresencia mediática). Lo cual es el máximo estadio de libertad en esta sociedad tan exitista. Se sabe que este año presentará Tetro, una cinta realizada en Argentina, sobre los avatares de una rama de sus antepasados. No hay duda que, aunque un poco cara, el cine es seguramente la forma más excitante de practicar la introspección.

viernes, febrero 13, 2009

Las chicas de Martín Adán




Mi primer amor tenía doce años y las uñas negras. Mi alma rusa de entonces, en aquel pueblecito de once mil almas y cura publicista, amparó la soledad de la muchacha más fea con un amor grave, social, sombrío, que era como una penumbra de sesión de congreso internacional obrero. Mi amor era vasto, oscuro, lento, con barbas, anteojos y carteras, con incidentes súbitos, con doce idiomas, con acechos de la policía con problemas de muchos lados. Ella me decía, al ponerse en sexo: Eres un socialista. Y su almita de educanda de monjas europeas se abría como un devocionario íntimo por la parte que trata del pecado mortal.
Mi primer amor se iba de mí, espantada de mi socialismo y mi tontería, “No vayas a ser socialista...” Y ella se prometió darse al primer cristiano viejo que pasara, aunque éste no llegara a los doce años. Solo ya, me aparté de los problemas sumos y me enamoré verdaderamente de mi primer amor. Sentí una necesidad agónica toxicomaníaca, de inhalar, hasta reventarme los pulmones, el olor de ella; olor de escuelita, de tinta china, de encierro, de sol en el patio, de papel del estado, de anilina, de tocuyo vestido a flor de piel –olor de la tinta china, flaco y negro-, casi un tiralíneas... Y esto era mi primer amor.
Mi segundo amor tenía quince años de edad. Una llorona con la dentadura perdida, con trenzas de cáñamo, con pecas en todo el cuerpo, sin familia, sin ideas, demasiado futura, excesivamente femenina. Fui rival de un muñeco de trapo y celuloide que no hacía sino reírse de mí con una bocaza de pilluela y estúpida. Tuve que entender un sinfín de cosas perfectamente ininteligibles. Tuve que decir un sin fin de cosas perfectamente indecibles. Tuve que salir bien en los exámenes, con veinte –nota sospechosa, vergonzosa, ridícula: una gallina delante de un huevo- Tuve que verla a ella mimar a sus muñecas. Tuve que oírla llorar por mí. Tuve que chupar caramelos de todos los colores y sabores. Mi segundo amor me abandonó como en un tango: Un malevo...
Mi tercer amor tenía los ojos lindos, y las piernas muy coquetas, casi cocotas. Hubo que leer a Fray Luis de León y a Carolina Invernizzio. Peregrina muchacha... no sé por qué se enamoró de mí. Me consolé de su decisión irrevocable de ser amiga mía después de haber sido casi mi amante, con las doce faltas de ortografía de su última carta.
Mi cuarto amor fue Catita.
Mi quinto amor fue una muchacha sucia con quien pequé casi en la noche, casi en el mar. El recuerdo de ella huele como ella olía, a sombra de cinema, a perro mojado, a ropa interior, a repostería, a pan caliente, olores superpuestos y, en sí mismos, individualmente, casi desagradables, como las capas de las tortas, jengibre, merengue, etcétera. La suma de olores hacía de ella una verdadera tentación de seminarista. Sucia, sucia, sucia... Mi primer pecado mortal. (La casa de cartón.Martín Adán)

lunes, febrero 02, 2009

El fugitivo




Cuando en 1990 Christopher McCandless terminó la universidad su viejo decidió premiar el brillante puntaje con un poderosísimo cero kilómetros. Pero el pata no solo no mostró entusiasmo, sino que los 25 mil dólares que tenía ahorrados fueron entregados sin mayor ceremonia para obras de caridad. Luego agarró su mochila. Un par de años después fue localizado en una agreste montaña de Alaska. Entre sus flacos dedos muertos (claro) estaba un cuaderno repleto. Algunos dijeron que era un chiflado irresponsable. Otros lo vieron como un valiente buscador de “lo verdadero”. La historia fue contada primero en una revista. Luego en un libro. Inevitablemente vino la película (Into the wild, de Sean Penn). En estos días el lugar donde el buen Christopher sucumbió de inanición es meta de devotos peregrinos.
Tengo sentimientos encontrados con los fugitivos de la sociedad. Y es que en los años setenta creo que hasta yo barajé la posibilidad de buscar un rincón perdido para fundar un mundo nuevo. Pero luego se precipitaron los muy ideológicos años ochenta. Y las ganas de un mundo justo, fresco y limpio se resolvieron en un enojo institucionalizado. Los movimientos contraculturales postergaron sus (primaverales) apetitos por la urgencia de combatir las (aborrecidas) estructuras sociales, y se polarizaron todas las tendencias, se radicalizaron. Tiempos (violentamente) pragmáticos.
Pero la ilusión de mantenerse al margen de las ambiciones hegemónicas sobrevivía entre algunos rugosos exhippies. Esos estaban siempre, en su rincón, con sus carbones ardientes. Uno siempre podía sentirse (algo) culpable antes estos apóstoles. Y es que lo que resulta admirable de los fugitivos de la sociedad es la desarmante consecuencia. Ya que a diferencia de los otros contraculturales (que usualmente disfrutan “provisionalmente” de las imposturas e hipocresía de la sociedad sin excesiva vergüenza) estos sí experimentan su utopía. Estos llegan, fundan, reinan, pontifican, procrean. Este tipo de persona rechaza de plano el juego de disfraces que inevitablemente tenemos que usar todos los ciudadanos, y se atreve a hacer lo que le da la gana, a vivir a su aire, a mantenerse ajeno a las mezquinas obsesiones. Buscan en lo arcaico, en lo tribal, escarban en la nostalgia de la alborada. Los grandes individualistas emiten además feromonas con extraña agresividad. Esto le permite un éxito fulminante a la hora de establecer sus clanes, de hacer sus nuevas fundaciones. Pero por desgracia la apuesta por el instante, por el presente, por el día a día, los condena fatalmente a lo efímero. Pero lo peor no es eso. Estos héroes solitarios muy a menudo configuran cuadros de fastidioso narcisismo. Y es así como al final resulta curioso la manera en que estos enemigos de las imposiciones del sistema capitalista, derivan con asombrosa facilidad a formas básicas de la monarquía. Esto, a la larga, los convierte también (como otros tipos de “revolucionarios”) en inconscientes reproductores de nuevas formas de lo que antes abominaban.
Así pues, todos los potenciales fugitivos de este sucio mundo no parecen tener la cosa fácil. La simpatía por “lo otro”, por “lo alternativo” a veces nos conduce a una aventura que desemboca en el terrible descubrimiento que lo venenoso de nuestras costumbres tiende a remedarse en las más inocuas situaciones. Y quizá ese McCandless, ese impecable solitario, rey y soberano solo de sí mismo, demostró (solamente) que la revolución en estado puro ocurre en un destello, en una epifanía. Y que el resto no es silencio.

martes, enero 13, 2009

El humeante plato de sopa



Claude Berri (1934 - 2009)
in memoriam



En los años ochenta el cine club de la Alianza Francesa de Arequipa era una pequeña habitación con sillas de dura madera. El proyector de 16 mm era un bicho asmático y vibrante que requería de un ocasional manazo en medio de las tinieblas. Y nosotros, los amantes del cine, permanecíamos en estado de delectación incluso cuando la cinta reiteraba la misma imagen hasta revelar un monstruo burbujeante (sobre el écran apoyado contra el sillar). Eran años heroicos. Las melancólicas sesiones en el cine club resultaban la única manera de ver algo diferente. Y fue allí, fumando insólitamente un cigarrillo, donde admiré la famosa carrera en el Louvre de los chicos de Bande à part. Fue allí también donde amé con perversa pasión a la Brigitte (tan insoportablemente bella), y fue allí donde me puse al día con material de la pandilla de la Nouvelle Vague: Truffaut, Godard, Rohmer, Chabrol, y, el genial Jacques Rivette.
Siempre iba buscando algo específico, pero una noche tormentosa pasé por el añejo local de la calle Santa Catalina sin nada en la cabeza. Vi que anunciaban una película que no me decía nada, que no era de ninguno de los geniecitos tan mentados. Pero sintiéndome (esa noche en particular) con ánimo poco constructivo, quizá algo decepcionado del universo, decidí que no tenía ningún otro lugar a donde ir, y me acomodé, mudo, entre el usual y variopinto grupo de parroquianos (jubilados obligados a la tacañería y jovenzuelos sedientos de novedades). Estaban también, claro, Quintino (¡alabado sea!) y un señor de saco de corduroy (que llevaba eternamente engastada una máscara furiosa). Vi la película con los ojos redondos, listo a pararme al menor signo de tedio o exasperación. Era una historia que se desarrollaba en tiempos en que el sueño de la razón alemana provocó la mayor barbarie de la historia. Se trataba de un pequeño niño judío que era escondido en la casa de un anciano antisemita. Una historia que podía derivar fácilmente en lugares comunes. Pero no. El sencillo argumento fluía con trazo limpio y con una inusual sensibilidad (que encontraba lo entrañable de escenas rutinarias). Recuerdo que salí mudo. Una obra luminosa y benigna se alzaba contra el telón de fondo del horror. Con el paso de los años, sin embargo, se me olvidó no sólo el nombre del director, sino incluso el título. Pero por razones misteriosas se me quedó grabada una escena –una sola- en la que el viejo toma un humeante plato de sopa ante la atenta mirada del niño. Durante años me mantuve a la caza, preguntando, sin resultado alguno, hasta que felizmente hace un par de días, y a causa de una fervorosa casualidad, me topé por fin con aquella vieja cinta. Y hoy 13 de enero aquí, en la pradera tejana, leo con sorpresa que El viejo y el niño (1967) fue la autobiográfica opera prima de Claude Berri, una de las figuras claves del cine francés, del que hace algún tiempo ya había visto su faulkneriana Jean de florette (1986). Leo que recientemente produjo Bienvenidos al norte, de Dany Boon, que con más de 20 millones de espectadores en su país es un éxito sin precedentes. Me entero también que el pequeño judío sucumbió ayer a un infarto vascular cerebral. Las cosas aparecen y desaparecen. Siempre, mi querido amigo. Una y otra vez. Como platos de sopa o monstruos burbujeantes.

martes, diciembre 09, 2008

la trágica imposibilidad de la locura


La obra más lúcida escrita por el hombre probablemente sea Hamlet. Shakespeare desliza ahí dos asuntos terriblemente radicales: que la vida es una experiencia esencialmente negativa, y que la condición humana por excelencia implica un cierto estado de enajenación (en el que superponemos la ficción a lo real, la impostura a la autenticidad). El sorprendente amor por la vida que gastan los seres humanos sólo encontraría una explicación en la demencia estructural del universo humano. El príncipe Hamlet es alguien cansado de querer encontrar un sentido a lo dolorosamente disparatado y caprichoso de la existencia. El conocido graffiti "La vida es una enfermedad que se transmite sexualmente" podría haber sido pintado en un muro de Elsinor.
Hamlet no sólo considera que la vida mancilla de hecho toda castidad sino que el desencanto de Hamlet tiene amplio registro y va más allá de lo incidental proyectándose hacia todo lo posible. Porque Hamlet no queda impactado por una circunstancia infeliz, sino que su mirada es honda y abismal, y juzga a la existencia como un todo en el que objetivamente no hay esperanza.
Pero Hamlet no llega a proponer que la vida es en realidad el infierno ideado por una astuta deidad. Más bien sugiere que la calcinante disfuncionalidad de lo humano radica en el hecho de ser avasallados por maquina implacable que es ese cosmos donde lo nítido esta fuera de nuestro alcance, donde no hay certezas salvadoras, donde (salvo que nos engañemos) todo está lejos de nuestro entendimiento (más cosas hay en el cielo y en la tierra de las que sueña tu filosofía). La lucidez de Hamlet tiene tal alcance que lo lleva a un muy coherente colapso. La vida, como la conocemos los humanos, es una forma de locura. Pero Hamlet es incapaz de encontrar convicción en su pantomima. Se hace el loco porque no puede ser loco. Sus últimas palabras cuando por fin es salvado por la tragedia se remiten a la ausencia de lenguaje: el resto es silencio. Por fin.

martes, julio 15, 2008

Beata Beatrix


Erraba Dante Aligheri por las calles de Florencia cuando avistó a Beatriz. Ambos tenían nueve años. Como es natural el pequeño Dante no tomó plena conciencia que aquel instante se apoderaría poco a poco de todo el universo. Que sería un instante que brillaría entre los granos de arena de la playa. Esa hermosa mañana de julio de 1274 Beatriz lucía un vestido profundamente rojo. Fue el nacimiento de una nueva religión. Nueve años después, exactamente a las nueve de la mañana, Dante se topó una vez más con Beatriz. En esta ocasión vestía de blanco y le hizo una seña a manera de saludo. Dante regresó calmadamente a su casa y tuvo un sueño: Beatriz yacía desnuda ante él ostentando (cruelmente) los signos despóticos de la simetría.
Ilustración: Dante Gabriel Rossetti, Beata Beatrix.

sábado, julio 05, 2008

José Ruiz Rosas



Un artista verdadero siempre mira hacia atrás,
para ser capaz de ir hacia delante.
Miles Davies

Hace miles de años, cuando yo era sólo un niño, entré a la librería Trilce, en la calle Palacio Viejo, muy cerca del cine Azul. Un joven empleado me atendió y luego de escuchar mis absurdas pesquisas me mostró, sin ocultar su impaciencia, la ruta hacia la calle. Cuando ya me disponía a abandonar tristemente aquel extraño local, observé como un sujeto barbado atravesaba raudamente la habitación. Era don Pepe, que por primera y única vez en su vida me confundió con un adulto, y que, para mi desconcierto, ocupó los siguientes treinta minutos mostrándome libro tras libro, no sólo sobre los extravagantes asuntos que me interesaban en aquellos tiempos, sino sobre otras cosas no desprovistas de interés. Fue así como aprendí que los libros eran máquinas de papel que, por medio de un proceso alquímico, daban forma humana al territorio desconocido del espacio exterior (e interior).
Años después, cuando me junté con algunos amigos para fundar la revista Roña (lo mejor de nuestros calcetines) lo primero que hicimos fue ir a tocar la puerta de Villalba 426. Recuerdo que cada uno cargaba un mugriento fólder con abundante material lírico, y recuerdo que éramos muy jóvenes y muy conchudos. Mientras exponíamos vigorosamente nuestra arte poética espiábamos, entre frase y frase, las reacciones de don Pepe, sin poder sacar absolutamente nada en claro. El legendario poeta nos escuchaba con los ojos entrecerrados: una vaga sonrisa flotaba amablemente entre sus barbas. En aquellos tiempos todos estábamos seguros que había algo urgente que descubrir en cada uno de nosotros, en lo que hablábamos, en lo que escribíamos. Todos ansiábamos desesperadamente una seña, una simple seña de reconocimiento. Pero el bardo, nuestra única esperanza en este mundo, no parecía demasiado interesado. Cuando finalmente bajamos la cabeza pensando que quizá había sido una mala idea molestar a aquel señor, don Pepe bruscamente se incorporó y sin decir una palabra, abandonó la habitación. Demoró un buen rato, hay que decirlo, y justo cuando ya estábamos contemplando la idea de deslizarnos subrepticiamente hacia la puerta, se materializó frente a nosotros con un montón de libros. A cada uno le tocó el material exacto de lectura, autores que eran coherentes con lo que estábamos trabajando, autores que inmediatamente se sumaron a don Pepe como imprescindibles maestros. Recuerdo que cuando salimos, felices, uno de nosotros exclamó: “Ese viejo escucha hasta cuando parece que no escucha”.

La poesía es la única prueba concreta de la existencia del hombre, afirmaba Luis Cardoza y Aragón. Y, fuera de bromas, a pesar del escaso interés que despierta entre las mayorías, la poesía es sin duda la forma más sofisticada del lenguaje. Y el lenguaje articulado, qué duda cabe, es el atributo humano por excelencia, la razón por la cual el hombre ha podido inventar un nuevo universo. Desde que tengo memoria la materialización, la viva imagen del poeta ha sido José Ruiz Rosas. Ciertamente han ayudado a esa identificación los diversos lauros alcanzados y su generosa participación en la cultura pero, claro, el elemento concluyente ha sido la elevada calidad de su obra.
Algunos críticos han puesto el énfasis al analizar la obra de Ruiz Rosas en la porfiada apuesta por formas arcaizantes que, nos aseguran, implica un deseo de insertarse en la tradición española. Tal vez, pero yo me atrevería a asegurar que su opción particular revela no sólo una forma de conjurar el caos, sino que en la práctica implica una confrontación, una franca rebeldía, contra la tiranía de las convenciones coyunturales. En la obra de José Ruiz Rosas se puede vislumbrar siempre el irónico resplandor de su mirada distante, siempre un poco al margen del mundanal ruido de la moda literaria, apuntando con métrica precisión a esa zona donde se vislumbra el drama cósmico de lo cotidiano. Sus sonetos, tan admirablemente diseñados, nos abren el camino a la mirada del poeta, una mirada conmovida, pero generosa, que jamás se anima a la violencia de juicios provocadores o imágenes chocantes. Seguramente en eso concuerda con el también barbado Nietzsche, que afirmaba que con truenos y fuegos de artificio hay que hablar a los sentidos flojos ya que la voz de la belleza habla quedo y sólo se insinúa en las almas más despiertas.
Pero la obra de José Ruiz Rosas, siendo un logro mayor y ejemplar, no se limita a la palabra escrita. Durante por lo menos tres décadas Arequipa, la ciudad que conquistó su corazón, se benefició de su inspiradora actividad como generoso anfitrión y como incansable promotor de la cultura. Recuerdo que cuando fue nombrado director del Instituto Nacional de Cultura de la región se consolidó un momento de florecimiento creativo sin precedentes. Insólitamente, esta excitación pareció inflamar a un público anteriormente reacio, que de pronto empezó a acudir con regularidad a cada evento. La dimensión intelectual de José Ruiz Rosas atrajo a muchos de los más grandes escritores y artistas nacionales, algunos de los cuales hasta se alojaron en la legendaria casa de la calle Villalba. Esta casa, sin duda, merece mención especial, porque durante varios lustros fue el centro informal de la cultura arequipeña. Allí se planearon libros, revistas, exposiciones y hasta conciertos. El debate, en busca de solucionar interrogantes, fue fluido y nutritivo.

José Ruiz Rosas es sin duda uno de los poetas peruanos clave del siglo XX y su influencia, especialmente en su amada Arequipa, es algo que se procesará en este nuevo siglo.

Foto: Sergio Carrasco.

lunes, junio 23, 2008

El extraño caso de la dra. Jill Bolte Taylor


Hay ocasiones en que caer enfermo no es una completa desgracia. Andre Gide decía en su diario que las enfermedades son llaves que nos pueden abrir ciertas puertas. Termina su frase con un martillo: Nunca he encontrado a uno de esos que se jactan de salud perfecta que no sea un poco tonto por algún lado. No todos estaremos de acuerdo con Gide, pero sin duda la neuroanatomista Jill Bolte Taylor tiene buenas razones para concordar. Quizá no tanto por la repentina celebridad que le concede un privilegiado lugar en la lista de best sellers del New York Times (en la categoría de no ficción) sino porque parece haber quedado definitivamente inflamada por su visita al paraíso perdido.
Todo empezó la mañana del 10 de diciembre de 1996, cuando un vaso sanguíneo estalló en la laboriosa masa encefálica de la joven doctora. Todo empezó con un matutino y muy agudo dolorcito detrás del ojo izquierdo. Años después explicaría al entusiasta público reunido en California por TED (Ideas worth spreading) que no fue algo exagerado, que solo fue como si le hubiese dado un mordisco a un helado recién sacado del fondo del freezer. Hasta ese momento la Dra. Jill Bolte Taylor había dedicado su vida al estudio del cerebro humano, y era ya una de esas académicas altamente competitivas de la universidad de Harvard. En su relato cuenta que llegó a la conclusión que dado que el dolor era intermitente prefirió creer que este se disiparía tan misteriosamente como había aparecido. Así que sin darle demasiadas vueltas al asunto se embarcó en su rutina. Pero de pronto, mientras se afanaba sobre la máquina de gimnasia, observó sus manos. No eran manos, eran garras. Y entonces miró su cuerpo. Que cosa tan rara que soy, se dijo a sí misma. Decidió ducharse para que se la pase la locura, y mientras avanzaba por el departamento con pasos extremadamente deliberados se tambaleó, trastabilló, apoyándose contra la pared. Fue entonces cuando notó algo que jamás había advertido: no existían límites entre su cuerpo y la pared. Su cuerpo no tenía un comienzo ni un final. Todo era una constelación de átomos y moléculas. Ella era energía sin forma. Y justo en ese preciso momento –como si alguien hubiese puesto “mute” en el control remoto- se hizo el más absoluto de los silencios. Como le era imposible distinguir los límites de su cuerpo la Dra. Bolte se sintió –nada menos- como un genio recién rescatado de su botella. Y su espíritu viajó libre como una gran ballena en un mar de euforia silenciosa. Una idea fue abriéndose paso lentamente: no había manera en que pudiese volver a meter esa enormidad dentro del cuerpo de tan mezquinas proporciones que le había tocado en suerte. La magnificencia de lo que la rodeaba la sumió entonces en un estado de éxtasis absoluto hasta que, de pronto, desde el fondo, una voz interior se puso desesperadamente en línea: ¡Tenemos un problema! ¡Tenemos un problema! ¡Busquemos ayuda! ¡Es un ataque cerebral! Su agónica y vieja mente saturada de todo lo aprendido trataba de recuperar el terreno perdido en el sangriento accidente de su encéfalo. Y la angustiada científica, luego de una hora de increíbles esfuerzos, consiguió por fin gruñir, o graznar, o ladrar (porque había olvidado el lenguaje) y envió su mensaje. Poco después los cirujanos le arrancaron del lado izquierdo de su cabeza un coagulo del tamaño de una bola de golf. Y pasó los siguientes nueve años sometida a agotadores ejercicios de rehabilitación. ¿Pero porqué había tenido esa tan conmovedora visión de un universo no fragmentado? ¿Cómo había alcanzado esa comunión espiritual, ese nirvana?
La explicación, como la cuenta la Dra. Jill Bolte Taylor (en su ya famoso libro My stroke of insight), es el fascinante testimonio de lo que hay más allá del territorio urbanizado por el lenguaje y la racionalidad. Ocurre que el cerebro está básicamente dividido en dos hemisferios asimétricos que resuelven cosas diferentes y que en consecuencia tienen “personalidades” disparejas. El derecho es un procesador en paralelo y su exclusivo tema es la crónica del instante. Su estilo es la sensualidad (aprende a través del movimiento del cuerpo) y su modo de expresión son las imágenes, que usualmente se despliegan en un inmenso collage de arte moderno. Para este lado el universo es único e indivisible y nosotros estamos inmersos en eso, somos eso. Para el lado izquierdo en cambio existe la famosa dicotomía entre uno y el universo. El Izquierdo entonces es un procesador en serie: piensa lineal y metódicamente, analiza detalles y ordena, clasifica y organiza. Asocia lo inmediatamente registrado con todo lo aprendido anteriormente y lo proyecta hacia el futuro. Piensa en lenguaje, en conceptos. Al final desarrolla una interpretación que es un domicilio mental (chiquito pero con todas las comodidades) donde uno puede vivir tranquilamente. El lado izquierdo de nuestra testa es donde se origina entonces esa voz interior que desarrolla el monologo interior. Esa voz que dice: Yo soy, yo soy, yo soy. El lado izquierdo es en consecuencia (también) el nido donde empolla la soledad.
Cuando uno baja el popularísimo video de YouTube (en http://mx.youtube.com/user/dotcom97) donde la dra. Jill Bolte Taylor cuenta su experiencia lo primero que llama la atención es el tono exaltado, de auténtica iluminada. Lo que pasa es que tal vez esta científica tan rigurosa de pronto se dio cuenta que, en cierto modo, el origen de todo lo humano está en ese trozo de materia cerebral ubicado a la izquierda, y que a la derecha reside nada menos que Dios en todo su salvaje esplendor. Uno hasta podría pintar un icono para colgarlo en la cabecera de la cama.
Ilustración: Women and Bicycle, por Willem De Kooning.

La herida más hermosa del mundo

El gesto de sorpresa ante el fenómeno de la existencia tiene muchas formas ¿Entre tantas opciones por qué un genio de provincias eligió la i...