viernes, febrero 13, 2009

Las chicas de Martín Adán




Mi primer amor tenía doce años y las uñas negras. Mi alma rusa de entonces, en aquel pueblecito de once mil almas y cura publicista, amparó la soledad de la muchacha más fea con un amor grave, social, sombrío, que era como una penumbra de sesión de congreso internacional obrero. Mi amor era vasto, oscuro, lento, con barbas, anteojos y carteras, con incidentes súbitos, con doce idiomas, con acechos de la policía con problemas de muchos lados. Ella me decía, al ponerse en sexo: Eres un socialista. Y su almita de educanda de monjas europeas se abría como un devocionario íntimo por la parte que trata del pecado mortal.
Mi primer amor se iba de mí, espantada de mi socialismo y mi tontería, “No vayas a ser socialista...” Y ella se prometió darse al primer cristiano viejo que pasara, aunque éste no llegara a los doce años. Solo ya, me aparté de los problemas sumos y me enamoré verdaderamente de mi primer amor. Sentí una necesidad agónica toxicomaníaca, de inhalar, hasta reventarme los pulmones, el olor de ella; olor de escuelita, de tinta china, de encierro, de sol en el patio, de papel del estado, de anilina, de tocuyo vestido a flor de piel –olor de la tinta china, flaco y negro-, casi un tiralíneas... Y esto era mi primer amor.
Mi segundo amor tenía quince años de edad. Una llorona con la dentadura perdida, con trenzas de cáñamo, con pecas en todo el cuerpo, sin familia, sin ideas, demasiado futura, excesivamente femenina. Fui rival de un muñeco de trapo y celuloide que no hacía sino reírse de mí con una bocaza de pilluela y estúpida. Tuve que entender un sinfín de cosas perfectamente ininteligibles. Tuve que decir un sin fin de cosas perfectamente indecibles. Tuve que salir bien en los exámenes, con veinte –nota sospechosa, vergonzosa, ridícula: una gallina delante de un huevo- Tuve que verla a ella mimar a sus muñecas. Tuve que oírla llorar por mí. Tuve que chupar caramelos de todos los colores y sabores. Mi segundo amor me abandonó como en un tango: Un malevo...
Mi tercer amor tenía los ojos lindos, y las piernas muy coquetas, casi cocotas. Hubo que leer a Fray Luis de León y a Carolina Invernizzio. Peregrina muchacha... no sé por qué se enamoró de mí. Me consolé de su decisión irrevocable de ser amiga mía después de haber sido casi mi amante, con las doce faltas de ortografía de su última carta.
Mi cuarto amor fue Catita.
Mi quinto amor fue una muchacha sucia con quien pequé casi en la noche, casi en el mar. El recuerdo de ella huele como ella olía, a sombra de cinema, a perro mojado, a ropa interior, a repostería, a pan caliente, olores superpuestos y, en sí mismos, individualmente, casi desagradables, como las capas de las tortas, jengibre, merengue, etcétera. La suma de olores hacía de ella una verdadera tentación de seminarista. Sucia, sucia, sucia... Mi primer pecado mortal. (La casa de cartón.Martín Adán)

lunes, febrero 02, 2009

El fugitivo




Cuando en 1990 Christopher McCandless terminó la universidad su viejo decidió premiar el brillante puntaje con un poderosísimo cero kilómetros. Pero el pata no solo no mostró entusiasmo, sino que los 25 mil dólares que tenía ahorrados fueron entregados sin mayor ceremonia para obras de caridad. Luego agarró su mochila. Un par de años después fue localizado en una agreste montaña de Alaska. Entre sus flacos dedos muertos (claro) estaba un cuaderno repleto. Algunos dijeron que era un chiflado irresponsable. Otros lo vieron como un valiente buscador de “lo verdadero”. La historia fue contada primero en una revista. Luego en un libro. Inevitablemente vino la película (Into the wild, de Sean Penn). En estos días el lugar donde el buen Christopher sucumbió de inanición es meta de devotos peregrinos.
Tengo sentimientos encontrados con los fugitivos de la sociedad. Y es que en los años setenta creo que hasta yo barajé la posibilidad de buscar un rincón perdido para fundar un mundo nuevo. Pero luego se precipitaron los muy ideológicos años ochenta. Y las ganas de un mundo justo, fresco y limpio se resolvieron en un enojo institucionalizado. Los movimientos contraculturales postergaron sus (primaverales) apetitos por la urgencia de combatir las (aborrecidas) estructuras sociales, y se polarizaron todas las tendencias, se radicalizaron. Tiempos (violentamente) pragmáticos.
Pero la ilusión de mantenerse al margen de las ambiciones hegemónicas sobrevivía entre algunos rugosos exhippies. Esos estaban siempre, en su rincón, con sus carbones ardientes. Uno siempre podía sentirse (algo) culpable antes estos apóstoles. Y es que lo que resulta admirable de los fugitivos de la sociedad es la desarmante consecuencia. Ya que a diferencia de los otros contraculturales (que usualmente disfrutan “provisionalmente” de las imposturas e hipocresía de la sociedad sin excesiva vergüenza) estos sí experimentan su utopía. Estos llegan, fundan, reinan, pontifican, procrean. Este tipo de persona rechaza de plano el juego de disfraces que inevitablemente tenemos que usar todos los ciudadanos, y se atreve a hacer lo que le da la gana, a vivir a su aire, a mantenerse ajeno a las mezquinas obsesiones. Buscan en lo arcaico, en lo tribal, escarban en la nostalgia de la alborada. Los grandes individualistas emiten además feromonas con extraña agresividad. Esto le permite un éxito fulminante a la hora de establecer sus clanes, de hacer sus nuevas fundaciones. Pero por desgracia la apuesta por el instante, por el presente, por el día a día, los condena fatalmente a lo efímero. Pero lo peor no es eso. Estos héroes solitarios muy a menudo configuran cuadros de fastidioso narcisismo. Y es así como al final resulta curioso la manera en que estos enemigos de las imposiciones del sistema capitalista, derivan con asombrosa facilidad a formas básicas de la monarquía. Esto, a la larga, los convierte también (como otros tipos de “revolucionarios”) en inconscientes reproductores de nuevas formas de lo que antes abominaban.
Así pues, todos los potenciales fugitivos de este sucio mundo no parecen tener la cosa fácil. La simpatía por “lo otro”, por “lo alternativo” a veces nos conduce a una aventura que desemboca en el terrible descubrimiento que lo venenoso de nuestras costumbres tiende a remedarse en las más inocuas situaciones. Y quizá ese McCandless, ese impecable solitario, rey y soberano solo de sí mismo, demostró (solamente) que la revolución en estado puro ocurre en un destello, en una epifanía. Y que el resto no es silencio.

martes, enero 13, 2009

El humeante plato de sopa



Claude Berri (1934 - 2009)
in memoriam



En los años ochenta el cine club de la Alianza Francesa de Arequipa era una pequeña habitación con sillas de dura madera. El proyector de 16 mm era un bicho asmático y vibrante que requería de un ocasional manazo en medio de las tinieblas. Y nosotros, los amantes del cine, permanecíamos en estado de delectación incluso cuando la cinta reiteraba la misma imagen hasta revelar un monstruo burbujeante (sobre el écran apoyado contra el sillar). Eran años heroicos. Las melancólicas sesiones en el cine club resultaban la única manera de ver algo diferente. Y fue allí, fumando insólitamente un cigarrillo, donde admiré la famosa carrera en el Louvre de los chicos de Bande à part. Fue allí también donde amé con perversa pasión a la Brigitte (tan insoportablemente bella), y fue allí donde me puse al día con material de la pandilla de la Nouvelle Vague: Truffaut, Godard, Rohmer, Chabrol, y, el genial Jacques Rivette.
Siempre iba buscando algo específico, pero una noche tormentosa pasé por el añejo local de la calle Santa Catalina sin nada en la cabeza. Vi que anunciaban una película que no me decía nada, que no era de ninguno de los geniecitos tan mentados. Pero sintiéndome (esa noche en particular) con ánimo poco constructivo, quizá algo decepcionado del universo, decidí que no tenía ningún otro lugar a donde ir, y me acomodé, mudo, entre el usual y variopinto grupo de parroquianos (jubilados obligados a la tacañería y jovenzuelos sedientos de novedades). Estaban también, claro, Quintino (¡alabado sea!) y un señor de saco de corduroy (que llevaba eternamente engastada una máscara furiosa). Vi la película con los ojos redondos, listo a pararme al menor signo de tedio o exasperación. Era una historia que se desarrollaba en tiempos en que el sueño de la razón alemana provocó la mayor barbarie de la historia. Se trataba de un pequeño niño judío que era escondido en la casa de un anciano antisemita. Una historia que podía derivar fácilmente en lugares comunes. Pero no. El sencillo argumento fluía con trazo limpio y con una inusual sensibilidad (que encontraba lo entrañable de escenas rutinarias). Recuerdo que salí mudo. Una obra luminosa y benigna se alzaba contra el telón de fondo del horror. Con el paso de los años, sin embargo, se me olvidó no sólo el nombre del director, sino incluso el título. Pero por razones misteriosas se me quedó grabada una escena –una sola- en la que el viejo toma un humeante plato de sopa ante la atenta mirada del niño. Durante años me mantuve a la caza, preguntando, sin resultado alguno, hasta que felizmente hace un par de días, y a causa de una fervorosa casualidad, me topé por fin con aquella vieja cinta. Y hoy 13 de enero aquí, en la pradera tejana, leo con sorpresa que El viejo y el niño (1967) fue la autobiográfica opera prima de Claude Berri, una de las figuras claves del cine francés, del que hace algún tiempo ya había visto su faulkneriana Jean de florette (1986). Leo que recientemente produjo Bienvenidos al norte, de Dany Boon, que con más de 20 millones de espectadores en su país es un éxito sin precedentes. Me entero también que el pequeño judío sucumbió ayer a un infarto vascular cerebral. Las cosas aparecen y desaparecen. Siempre, mi querido amigo. Una y otra vez. Como platos de sopa o monstruos burbujeantes.

martes, diciembre 09, 2008

la trágica imposibilidad de la locura


La obra más lúcida escrita por el hombre probablemente sea Hamlet. Shakespeare desliza ahí dos asuntos terriblemente radicales: que la vida es una experiencia esencialmente negativa, y que la condición humana por excelencia implica un cierto estado de enajenación (en el que superponemos la ficción a lo real, la impostura a la autenticidad). El sorprendente amor por la vida que gastan los seres humanos sólo encontraría una explicación en la demencia estructural del universo humano. El príncipe Hamlet es alguien cansado de querer encontrar un sentido a lo dolorosamente disparatado y caprichoso de la existencia. El conocido graffiti "La vida es una enfermedad que se transmite sexualmente" podría haber sido pintado en un muro de Elsinor.
Hamlet no sólo considera que la vida mancilla de hecho toda castidad sino que el desencanto de Hamlet tiene amplio registro y va más allá de lo incidental proyectándose hacia todo lo posible. Porque Hamlet no queda impactado por una circunstancia infeliz, sino que su mirada es honda y abismal, y juzga a la existencia como un todo en el que objetivamente no hay esperanza.
Pero Hamlet no llega a proponer que la vida es en realidad el infierno ideado por una astuta deidad. Más bien sugiere que la calcinante disfuncionalidad de lo humano radica en el hecho de ser avasallados por maquina implacable que es ese cosmos donde lo nítido esta fuera de nuestro alcance, donde no hay certezas salvadoras, donde (salvo que nos engañemos) todo está lejos de nuestro entendimiento (más cosas hay en el cielo y en la tierra de las que sueña tu filosofía). La lucidez de Hamlet tiene tal alcance que lo lleva a un muy coherente colapso. La vida, como la conocemos los humanos, es una forma de locura. Pero Hamlet es incapaz de encontrar convicción en su pantomima. Se hace el loco porque no puede ser loco. Sus últimas palabras cuando por fin es salvado por la tragedia se remiten a la ausencia de lenguaje: el resto es silencio. Por fin.

martes, julio 15, 2008

Beata Beatrix


Erraba Dante Aligheri por las calles de Florencia cuando avistó a Beatriz. Ambos tenían nueve años. Como es natural el pequeño Dante no tomó plena conciencia que aquel instante se apoderaría poco a poco de todo el universo. Que sería un instante que brillaría entre los granos de arena de la playa. Esa hermosa mañana de julio de 1274 Beatriz lucía un vestido profundamente rojo. Fue el nacimiento de una nueva religión. Nueve años después, exactamente a las nueve de la mañana, Dante se topó una vez más con Beatriz. En esta ocasión vestía de blanco y le hizo una seña a manera de saludo. Dante regresó calmadamente a su casa y tuvo un sueño: Beatriz yacía desnuda ante él ostentando (cruelmente) los signos despóticos de la simetría.
Ilustración: Dante Gabriel Rossetti, Beata Beatrix.

sábado, julio 05, 2008

José Ruiz Rosas



Un artista verdadero siempre mira hacia atrás,
para ser capaz de ir hacia delante.
Miles Davies

Hace miles de años, cuando yo era sólo un niño, entré a la librería Trilce, en la calle Palacio Viejo, muy cerca del cine Azul. Un joven empleado me atendió y luego de escuchar mis absurdas pesquisas me mostró, sin ocultar su impaciencia, la ruta hacia la calle. Cuando ya me disponía a abandonar tristemente aquel extraño local, observé como un sujeto barbado atravesaba raudamente la habitación. Era don Pepe, que por primera y única vez en su vida me confundió con un adulto, y que, para mi desconcierto, ocupó los siguientes treinta minutos mostrándome libro tras libro, no sólo sobre los extravagantes asuntos que me interesaban en aquellos tiempos, sino sobre otras cosas no desprovistas de interés. Fue así como aprendí que los libros eran máquinas de papel que, por medio de un proceso alquímico, daban forma humana al territorio desconocido del espacio exterior (e interior).
Años después, cuando me junté con algunos amigos para fundar la revista Roña (lo mejor de nuestros calcetines) lo primero que hicimos fue ir a tocar la puerta de Villalba 426. Recuerdo que cada uno cargaba un mugriento fólder con abundante material lírico, y recuerdo que éramos muy jóvenes y muy conchudos. Mientras exponíamos vigorosamente nuestra arte poética espiábamos, entre frase y frase, las reacciones de don Pepe, sin poder sacar absolutamente nada en claro. El legendario poeta nos escuchaba con los ojos entrecerrados: una vaga sonrisa flotaba amablemente entre sus barbas. En aquellos tiempos todos estábamos seguros que había algo urgente que descubrir en cada uno de nosotros, en lo que hablábamos, en lo que escribíamos. Todos ansiábamos desesperadamente una seña, una simple seña de reconocimiento. Pero el bardo, nuestra única esperanza en este mundo, no parecía demasiado interesado. Cuando finalmente bajamos la cabeza pensando que quizá había sido una mala idea molestar a aquel señor, don Pepe bruscamente se incorporó y sin decir una palabra, abandonó la habitación. Demoró un buen rato, hay que decirlo, y justo cuando ya estábamos contemplando la idea de deslizarnos subrepticiamente hacia la puerta, se materializó frente a nosotros con un montón de libros. A cada uno le tocó el material exacto de lectura, autores que eran coherentes con lo que estábamos trabajando, autores que inmediatamente se sumaron a don Pepe como imprescindibles maestros. Recuerdo que cuando salimos, felices, uno de nosotros exclamó: “Ese viejo escucha hasta cuando parece que no escucha”.

La poesía es la única prueba concreta de la existencia del hombre, afirmaba Luis Cardoza y Aragón. Y, fuera de bromas, a pesar del escaso interés que despierta entre las mayorías, la poesía es sin duda la forma más sofisticada del lenguaje. Y el lenguaje articulado, qué duda cabe, es el atributo humano por excelencia, la razón por la cual el hombre ha podido inventar un nuevo universo. Desde que tengo memoria la materialización, la viva imagen del poeta ha sido José Ruiz Rosas. Ciertamente han ayudado a esa identificación los diversos lauros alcanzados y su generosa participación en la cultura pero, claro, el elemento concluyente ha sido la elevada calidad de su obra.
Algunos críticos han puesto el énfasis al analizar la obra de Ruiz Rosas en la porfiada apuesta por formas arcaizantes que, nos aseguran, implica un deseo de insertarse en la tradición española. Tal vez, pero yo me atrevería a asegurar que su opción particular revela no sólo una forma de conjurar el caos, sino que en la práctica implica una confrontación, una franca rebeldía, contra la tiranía de las convenciones coyunturales. En la obra de José Ruiz Rosas se puede vislumbrar siempre el irónico resplandor de su mirada distante, siempre un poco al margen del mundanal ruido de la moda literaria, apuntando con métrica precisión a esa zona donde se vislumbra el drama cósmico de lo cotidiano. Sus sonetos, tan admirablemente diseñados, nos abren el camino a la mirada del poeta, una mirada conmovida, pero generosa, que jamás se anima a la violencia de juicios provocadores o imágenes chocantes. Seguramente en eso concuerda con el también barbado Nietzsche, que afirmaba que con truenos y fuegos de artificio hay que hablar a los sentidos flojos ya que la voz de la belleza habla quedo y sólo se insinúa en las almas más despiertas.
Pero la obra de José Ruiz Rosas, siendo un logro mayor y ejemplar, no se limita a la palabra escrita. Durante por lo menos tres décadas Arequipa, la ciudad que conquistó su corazón, se benefició de su inspiradora actividad como generoso anfitrión y como incansable promotor de la cultura. Recuerdo que cuando fue nombrado director del Instituto Nacional de Cultura de la región se consolidó un momento de florecimiento creativo sin precedentes. Insólitamente, esta excitación pareció inflamar a un público anteriormente reacio, que de pronto empezó a acudir con regularidad a cada evento. La dimensión intelectual de José Ruiz Rosas atrajo a muchos de los más grandes escritores y artistas nacionales, algunos de los cuales hasta se alojaron en la legendaria casa de la calle Villalba. Esta casa, sin duda, merece mención especial, porque durante varios lustros fue el centro informal de la cultura arequipeña. Allí se planearon libros, revistas, exposiciones y hasta conciertos. El debate, en busca de solucionar interrogantes, fue fluido y nutritivo.

José Ruiz Rosas es sin duda uno de los poetas peruanos clave del siglo XX y su influencia, especialmente en su amada Arequipa, es algo que se procesará en este nuevo siglo.

Foto: Sergio Carrasco.

lunes, junio 23, 2008

El extraño caso de la dra. Jill Bolte Taylor


Hay ocasiones en que caer enfermo no es una completa desgracia. Andre Gide decía en su diario que las enfermedades son llaves que nos pueden abrir ciertas puertas. Termina su frase con un martillo: Nunca he encontrado a uno de esos que se jactan de salud perfecta que no sea un poco tonto por algún lado. No todos estaremos de acuerdo con Gide, pero sin duda la neuroanatomista Jill Bolte Taylor tiene buenas razones para concordar. Quizá no tanto por la repentina celebridad que le concede un privilegiado lugar en la lista de best sellers del New York Times (en la categoría de no ficción) sino porque parece haber quedado definitivamente inflamada por su visita al paraíso perdido.
Todo empezó la mañana del 10 de diciembre de 1996, cuando un vaso sanguíneo estalló en la laboriosa masa encefálica de la joven doctora. Todo empezó con un matutino y muy agudo dolorcito detrás del ojo izquierdo. Años después explicaría al entusiasta público reunido en California por TED (Ideas worth spreading) que no fue algo exagerado, que solo fue como si le hubiese dado un mordisco a un helado recién sacado del fondo del freezer. Hasta ese momento la Dra. Jill Bolte Taylor había dedicado su vida al estudio del cerebro humano, y era ya una de esas académicas altamente competitivas de la universidad de Harvard. En su relato cuenta que llegó a la conclusión que dado que el dolor era intermitente prefirió creer que este se disiparía tan misteriosamente como había aparecido. Así que sin darle demasiadas vueltas al asunto se embarcó en su rutina. Pero de pronto, mientras se afanaba sobre la máquina de gimnasia, observó sus manos. No eran manos, eran garras. Y entonces miró su cuerpo. Que cosa tan rara que soy, se dijo a sí misma. Decidió ducharse para que se la pase la locura, y mientras avanzaba por el departamento con pasos extremadamente deliberados se tambaleó, trastabilló, apoyándose contra la pared. Fue entonces cuando notó algo que jamás había advertido: no existían límites entre su cuerpo y la pared. Su cuerpo no tenía un comienzo ni un final. Todo era una constelación de átomos y moléculas. Ella era energía sin forma. Y justo en ese preciso momento –como si alguien hubiese puesto “mute” en el control remoto- se hizo el más absoluto de los silencios. Como le era imposible distinguir los límites de su cuerpo la Dra. Bolte se sintió –nada menos- como un genio recién rescatado de su botella. Y su espíritu viajó libre como una gran ballena en un mar de euforia silenciosa. Una idea fue abriéndose paso lentamente: no había manera en que pudiese volver a meter esa enormidad dentro del cuerpo de tan mezquinas proporciones que le había tocado en suerte. La magnificencia de lo que la rodeaba la sumió entonces en un estado de éxtasis absoluto hasta que, de pronto, desde el fondo, una voz interior se puso desesperadamente en línea: ¡Tenemos un problema! ¡Tenemos un problema! ¡Busquemos ayuda! ¡Es un ataque cerebral! Su agónica y vieja mente saturada de todo lo aprendido trataba de recuperar el terreno perdido en el sangriento accidente de su encéfalo. Y la angustiada científica, luego de una hora de increíbles esfuerzos, consiguió por fin gruñir, o graznar, o ladrar (porque había olvidado el lenguaje) y envió su mensaje. Poco después los cirujanos le arrancaron del lado izquierdo de su cabeza un coagulo del tamaño de una bola de golf. Y pasó los siguientes nueve años sometida a agotadores ejercicios de rehabilitación. ¿Pero porqué había tenido esa tan conmovedora visión de un universo no fragmentado? ¿Cómo había alcanzado esa comunión espiritual, ese nirvana?
La explicación, como la cuenta la Dra. Jill Bolte Taylor (en su ya famoso libro My stroke of insight), es el fascinante testimonio de lo que hay más allá del territorio urbanizado por el lenguaje y la racionalidad. Ocurre que el cerebro está básicamente dividido en dos hemisferios asimétricos que resuelven cosas diferentes y que en consecuencia tienen “personalidades” disparejas. El derecho es un procesador en paralelo y su exclusivo tema es la crónica del instante. Su estilo es la sensualidad (aprende a través del movimiento del cuerpo) y su modo de expresión son las imágenes, que usualmente se despliegan en un inmenso collage de arte moderno. Para este lado el universo es único e indivisible y nosotros estamos inmersos en eso, somos eso. Para el lado izquierdo en cambio existe la famosa dicotomía entre uno y el universo. El Izquierdo entonces es un procesador en serie: piensa lineal y metódicamente, analiza detalles y ordena, clasifica y organiza. Asocia lo inmediatamente registrado con todo lo aprendido anteriormente y lo proyecta hacia el futuro. Piensa en lenguaje, en conceptos. Al final desarrolla una interpretación que es un domicilio mental (chiquito pero con todas las comodidades) donde uno puede vivir tranquilamente. El lado izquierdo de nuestra testa es donde se origina entonces esa voz interior que desarrolla el monologo interior. Esa voz que dice: Yo soy, yo soy, yo soy. El lado izquierdo es en consecuencia (también) el nido donde empolla la soledad.
Cuando uno baja el popularísimo video de YouTube (en http://mx.youtube.com/user/dotcom97) donde la dra. Jill Bolte Taylor cuenta su experiencia lo primero que llama la atención es el tono exaltado, de auténtica iluminada. Lo que pasa es que tal vez esta científica tan rigurosa de pronto se dio cuenta que, en cierto modo, el origen de todo lo humano está en ese trozo de materia cerebral ubicado a la izquierda, y que a la derecha reside nada menos que Dios en todo su salvaje esplendor. Uno hasta podría pintar un icono para colgarlo en la cabecera de la cama.
Ilustración: Women and Bicycle, por Willem De Kooning.

sábado, junio 14, 2008

Comiendo en Arequipa en la segunda mitad del siglo veinte


A pocos metros de la calle Puente Bolognesi, entrando al antiguo callejón del Solar, quedaba la picantería El Gato Negro. Fue la primera picantería de la que tuve noticia, aunque sospecho que la fama de este local no estaba plenamente sustentada en la calidad de sus picantes. Hasta mediados del siglo XX las picanterías eran lugares de tertulia vespertina. Se sabe, por ejemplo, que la picantería La Josefa era puntualmente frecuentada por el poeta Atahualpa Rodríguez y Los Intocables, su séquito de acólitos. Cada gremio tenía su local favorito. Pero las picanterías servían también para otro tipo de tertulias. Recuerdo que cierto día, luego de cumplir los cinco años, la abuela Borja decidió llevarme al emporio de Puente Bolognesi y, justo frente al Gato Negro, apretó mi mano con insólita ferocidad. ¡No voltees!, me ordenó. Aunque aquel local de dos pisos estaba sin duda mancillado por sabe Dios que tipo de extrema alegría, no todo estaba proscrito. Un indio muy joven, empleado del Gato Negro, recorría el barrio cada mañana llevando una canasta cubierta con un mantel no absolutamente impecable. Ofrecía papas rellenas con carne y huevo. El abuelito Juan se desprendía de su piano, y todos los nietos saltábamos a su alrededor.
El abuelo Juan Francisco probablemente era un tipo jubiloso. Recuerdo que una vez nos contó que sus zapatos, impecables al ingresar al salón Reina del Pacífico, en Tingo, terminaban completamente arruinados al amanecer, cuando se retiraba, agotado de tanto fox trot. Supongo que con sus amigos músicos y poetas frecuentaba también picanterías, tal vez El Pato, que quedaba en Cruz Verde, cerca de su casa. Su lugar favorito, sin embargo, era el Chez Nino. Allí, hacia fines de los cincuenta, solía invitarnos a almorzar. Mi padre pedía invariablemente un cóctel de camarones. Y papas al hilo con cuarto de pollo, de plato de fondo. Yo solía examinar atentamente cada una de las propuestas de la carta y, para exasperación de mis familiares, perpetuamente optaba por algún misterioso revoltijo. Pero el Chez Nino no sólo me impresionaba por las cosas extrañas que ofrecía, sino que el pan, siempre recién horneado, me embriagaba con su fragancia. Mientras hacíamos tiempo para los guisos, untábamos aquellos cachitos con copos de mantequilla, fascinantes en su esférica perfección.
Cuando el abuelito Juan se fue a Lima a morir en Jesús María, mis padres decidieron pasar los domingos en casa del abuelo Zavala. En el comedor había una mesa gigantesca y, como un déspota medieval, el viejo presidía una animada tertulia de ruidosos parientes. Las empleadas se afanaban con las sarzas, con los humeantes pebres, con los secos de cordero, con los chanchitos al horno, con los platillos de queso helado. Nosotros, los estrepitosos, solíamos ser relegados a una mesa más pequeña, en un rincón. No me gustaban los chupes porque un momento el caldo quemaba la boca y, al momento siguiente, una asquerosa capa de grasa se pegaba a los bordes. Está tica, me quejaba. Pero lo que siempre me parecía inesperadamente delicioso era el rachi de panza que la tía Carmela ofrecía en ocasiones muy especiales. Era un plato que consistía en un raudo sudado con el libro o librillo, la parte más delicada de la panza. Siempre me ofrecían muy poco para mis muchas ganas. Y aunque años después he vuelto a comerlo, jamás ha sido tan bueno como el de la inclemente tía Carmela.
Desde siempre el lugar de honor de la comida arequipeña lo ha ocupado el chupe de camarones. Y es que la receta es sabia y muy equilibrada, y los camarones de los valles cercanos no tienen paralelo en sabor. Por eso cada vez que llegaba de Lima algún pariente al que se quería impresionar, el chupe de camarones era obligado. Nosotros, los bulliciosos, también nos entusiasmábamos con este plato, aunque no siempre por razones estrictamente gastronómicas. Recuerdo que había leído en alguna parte que la mejor manera de preparar langostas era lanzarlas vivas a un depósito lleno de vino blanco. Luego de unos cuantos minutos los infelices crustáceos se transformaban en crustáceos eufóricos. Y poco tiempo después entraban en un agradable coma etílico. Era el momento, entonces, de trasladarlos a la olla. Su muerte sería feliz, y esa felicidad se traduciría en carne tierna y beatífica. Luego de leer esa hermosa historia comprendí que aunque no nadaban langostas en los ríos de mi tierra, los camarones del valle de Vitor podían ser también protagonistas. Recuerdo que en aquel tiempo las constelaciones parecían estar de mi lado, y que un día llegó a la casa una damajuana de noble vino moqueguano como gracioso presente por el cumpleaños de mi padre. Fue un martes, creo. Y ese mismo fin de semana, como respondiendo a un mudo reclamo, alguien llegado de otra remota provincia apareció con una canasta llena de palpitantes camarones. Recuerdo que ante la ausencia de autoridades pertinentes decidimos esconder los mejores ejemplares, unos gigantescos ejemplares, para su posterior uso en beneficio de la investigación. Por desgracia la buena memoria y la constancia no son prerrogativa de los niños. Nuestros camarones, confinados en una lata con agua, no sobrevivieron los quince días de encierro, y nuestros padres, alertados por el olfato, allanaron nuestro escondrijo con tristes consecuencias para la pandilla. Y el chupe de camarones siguió preparándose con la clásica receta de mi madre, sin la más mínima innovación. Demás está decir que luego de identificar al cabecilla de la conspiración, éste fue condenado durante varias semanas a no ser beneficiado ni con una dominguera pierna de gallina.
En aquellos remotos tiempos no se había difundido aún la técnica norteamericana de cría industrial de pollos. En la actualidad el pollo es parte del menú popular, por eso resulta difícil de comprender que antes solía ser digno de invitados de honor. Cada domingo, en mi casa, Ruth, mi madre, preparaba un delicioso estofado con alguna gallina engordada exclusivamente con maíz. Todos, claro, peleábamos furiosamente por la mejor presa pero, por desgracia, en esa época las aves sólo tenían dos piernas.
Los domingos, en general, se festejaban organizando una visita a las picanterías de Tiabaya. Las favoritas eran Los Geranios y La Palizada, pues sus amplios comedores ponían el énfasis en la luminosidad y en el ambiente campestre, muy diferentes al de las austeras picanterías tradicionales, tan oscuras y tan mosqueadas. Mis padres adoraban el pebre de gallina. De entrada, solían optar entre rocoto relleno y algo fresco como un sarza de patas o de tolinas. Yo, como siempre, repasaba concienzudamente la carta para, al final, optar por el lechoncito, con la esperanza que lo acomodasen en la mesa, como en las historietas, entero y con su manzana entre los dientes. Algunas veces, sin embargo, para variar, me anotaba con un arroz con pato. Por desgracia con el pato había que tener demasiada suerte. A veces tocaba la presa con amplios huesos y cartílagos y muy poca carne, y además dura. Y el arroz no siempre graneaba del todo bien. Para bajar la comida los adultos tenían que decidirse entre la chicha de jora y la cerveza, mientras los niños reclamábamos a gritos la Cola Escocesa, tan roja, que se fabricaba en Yura, con agua de manantial. Luego del almuerzo invariablemente hacíamos una escala en Tingo para, a manera de postre, comer picarones cubiertos de miel de caña. Tingo fue, durante buena parte del siglo XX, un gran favorito en el entretenimiento de los arequipeños. Al medio día era frecuentado por grupos familiares, y hacia la tarde se convertía en un lugar perfecto para enamorados. Arequipa nunca fue demasiado sofisticada en sus lugares de entretenimiento, y este oasis artificial, tan estrictamente provinciano, ofrecía aparte de sus mesitas junto al fogón, la posibilidad de regalarse con algún anticucho, un choclo con queso, o los inevitables buñuelitos fritos en la intimidad del propio Chevrolet.
Las picanterías de Tiabaya estaban tan asociadas al recreo y los días libres que cada verano instalaban una sucursal en la segunda o tercera playa de Mollendo. De esta manera luego de una jornada enfrentando a las belicosas olas del Pacífico, los arequipeños podían saciar su playera voracidad con los platos que comían todo el año. El ceviche, tan ampliamente difundido en la actualidad, no se popularizó en Arequipa hasta los años setenta.
Los veranos en Mollendo eran, ni qué decir, tiempos extraordinarios. La hermana menor de mi padre estaba casada con el juez de Mollendo que, como tal, era merecedor a una carpa de rayas rojas en la exclusiva primera playa. Nosotros éramos cuatro niños y, sumados a los siete del tío Juanito, conformábamos un bullicioso ejército que cada mañana, luego del desayuno con lulos, un rico pan puntiagudo, enfilaba hacia la playa guiado por el Alejo, el empleado de la casa, no mucho mayor que nosotros. A la una del día, cuando ya languidecíamos de hambre, bajaban los adultos seguidos por las empleadas y las canastas rebosantes. Los tallarines con pollo de la tía Edith, que nosotros atacábamos primero, mientras los adultos intercambiaban aperitivos y carcajadas, nos hacían enrojecer. Luego mi madre, acomodada bajo una sombrilla, empezaba el ritual de pelar duraznos que ofrecía a cada uno en la punta del cuchillo, bajo estricto orden jerárquico. Hacia el final de la tarde recogíamos nuestros bártulos y empezábamos el camino a casa. En la ruta hacia el viejo puente, en la cuesta, había un quiosco ambulante que ofertaba fritos y corbatitas. Eran crocantes golosinas empapadas en miel de caña que redondeaban nuestra felicidad. Por las noches, la rutina seguía siendo excitante, e incluía interminables caminatas en círculo en el malecón o en la plaza contigua. Momento estelar era la hora del Venecia. Unos inmigrantes italianos se apostaban detrás de los exhibidores con helados de todos los sabores. Nosotros siempre rogábamos por una bola más en el azucarado cartucho. Mientras paseábamos de un lado a otro admirando quizá las delgadas piernas de las chicas de nuestra edad, los adultos, cuando estaban de humor para engreírse un poco, solían visitar los afamados comedores del Salerno, de La Cabaña, o los del ya vetusto Gran Hotel.
Tiempo después, cuando ya me dirigía hacia la adolescencia, recuerdo que en la playa, en un lugar bastante privilegiado, apareció un restaurante especializado en pollos que se servían en una canastita, listos para comer con los dedos, algo que no tenía precedentes en la fundamentalista memoria culinaria de nuestro pueblo. La novedad, sin embargo, nos obligó a recalar en el sitio. No pondría las manos al fuego para asegurarlo, pero aparentemente sitios como este fueron los precursores del pollo a la brasa. Más o menos por esos años en Arequipa, en la calle Santo Domingo, La Estancia, el restaurante presuntamente argentino del Ganso Benavente, introdujo de manera definitiva el gusto por las carnes al carbón. Y luego, cuando yo ya estaba por abandonar el colegio se abrió con bombos y platillos en la avenida Jorge Chávez el Rico Pollo. La novedad del pollo “para llevar” fue también acogida con increíble entusiasmo.
Fue en ese momento cuando se inició la era de los restaurantes orientados al consumo masivo. Antes, según me cuenta mi padre, si descontábamos a las picanterías, la manera más económica de comer en la calle consistía en visitar alguna de las muchas pensiones. Estaba por ejemplo El Zolezzi, justo frente al teatro municipal. Y, a un costado de la catedral, en San Francisco, sentaba su real El Agustín, frecuentado por oficinistas o huérfanos temporales. Para los sectores más tradicionales o menos exigentes, quedaba siempre el segundo piso del Mercado de San Camilo, donde los pizarrines anunciaban gran cantidad de ajíes y estofados, siendo el caldo de cabeza la estrella de la mañana. De este mercado lo único que a mí me gustaba era la leche cuajada endulzada con abundante miel de caña. Muchas veces me presentaba ante mi madre como estibador voluntario de canastas con la secreta intención de ganarme con una porción de cuajada. Claro que en lo referente a golosinas la pastelería La Lucha tenía una hegemonía casi histórica. Su primacía sólo fue desafiada en los años setenta, por el Astoria, sucesora de La Paivita, que vendía queso helado con porción de pasteles, y la Escalante, que introdujo hojaldres ligeramente más sofisticados. En lo referente a dulces el más alto recuerdo lo tiene para mí, sin embargo, la heladería Dalmacia, en la segunda cuadra de Santo Domingo, que era atendida por un flaco caballero, de prominente mentón (que aparentemente había sido atormentado por las fuerzas del eje en alguna parte de la península de los Balcanes). Aunque claro, si me remonto hasta el más antiguo momento de deleite, tendría que mencionar los Angelitos (arroz hinchado y acaramelado) que mi Mamina, María Teresa Alcocer, compraba en una tienda de la esquina de Puente Grau, en la ruta hacia la Quinta Vargas. Y, como olvidarlas, esas tunitas moradas que indias del valle del Colca ofrecían en estratégicas esquinas. Y las peritas de Tiabaya. Y las dulcísimas varitas de caña. En aquella época no había mucha oferta de golosinas comerciales, pero recuerdo fascinado unos chocolates rellenos llamados Ali baba y Hawai. Tiempo después aparecería el Pibe, de D’onofrio, que revolucionó para siempre nuestras naturistas adicciones.

La suiza, los chinos y el mantelito blanco
Los arequipeños nunca fueron demasiado proclives a la novedad. Es por eso que Arequipa demoró mucho en aceptar otras tradiciones culinarias. La comida china, por ejemplo, tan popular en muchas ciudades peruanas, sólo ha adquirido una importante presencia en los últimos años. Hacia fines de los sesenta, según recuerdo, mis padres decidieron sorprender a un grupo de amigos convidándoles con una variedad de platos chinos encargados al local de Mario Wong. Este restaurante, ubicado cerca del parque Duhamel, no podía en estricto considerarse un chifa, ya que ofertaba principalmente “menús” a los comerciantes de las inmediaciones, pero dado que sus propietarios eran orientales, siempre era posible darse un gusto con algún plato exótico. En los setentas y en los ochentas recién se establecieron formalmente los chifas. Los más conocidos fueron los de las calles Santo Domingo y Peral, que pronto empezaron a crear adicción entre las nuevas generaciones.
Claro que las tertulias no sólo se avivaban en torno a un plato de comida. Seguramente un gran clásico fue el Tea Room, de la suiza, la señora Mimí, que más tarde fue rebautizado por Antonio Cisneros como el Far West, sin duda a causa de su puerta batiente. Pero en realidad el lugar era más bien decimonónico, y evocaba la lírica por encima de la épica. Uno podía pedir viejos tragos como el Capitán (cinzano con pisco) o imaginarse empinando el codo con absintia (en la malsana compañía de Baudelaire). Una alternativa para evitar el mercurial humor de la suiza era el bar del Capri, en la calle San Francisco, donde cada noche se podía encontrar a Guillermo Mercado, célebre por la belleza plástica de sus poemas. A un costado del bar quedaba el salón familiar que, aparte de sus pioneros pollitos a la brasa, seguramente ofrecía especialidades italianas del libro de recetas de la familia Beretta.
Pero el café más exitoso de los años setenta fue sin duda alguna el Mónaco, en la calle Mercaderes. Las chicas más agraciadas de la localidad se sentían obligadas a dejarse caer por allí, cada tarde, a partir de las cinco. Chismorreaban y tomaban capuchinos. Y bebían jugos de papaya arequipeña. Y principalmente pedían satélites. Los satélites eran sánguches de jamón con queso rematados con un huevo de yema intacta. Pero lo más importante del Mónaco era que el mozo se acercaba siempre y preguntaba siempre: ¿Quiere que le ponga mantel blanco para que parezca fiesta?

Ultimas décadas
En las últimas décadas algo de la vieja tradición culinaria no sólo ha sobrevivido sino que se ha afirmado adecuándose a las nuevas circunstancias sin perder, en lo posible, sus virtudes sustanciales. En 1990 el Primer Festival de la picantería arequipeña –organizado en la plaza de Yanahura por Gloria Sanz- tuvo un asombroso éxito gracias, sin duda, a que se animó a las picanteras a no reparar en gastos para recuperar la añeja calidad. En los años setenta y ochenta, con la ola de modernidad que transformaba el país, los locales de comida tradicional arequipeña parecían destinados a extinguirse, ya que las nuevas generaciones no estaban dispuestas a soportar primitivas condiciones higiénicas. Ciertamente muchos fieles devotos se enfrentaban a los peligros intestinales por amor a la tradicional picanteada, pero la nube de moscas atormentaba al más estoico, y, lo peor, con la caída del poder adquisitivo, muchas picanteras, desalentadas, empezaron a aguar los chupes y a restar ingredientes en los guisos. Es por eso que este tipo de festival, dirigido principalmente a un sector de mayor capacidad adquisitiva que ya no frecuentaba las picanterías, fue -con su respaldo mediático y su éxito económico- un incidente que despertó la alegría y el espíritu empresarial entre algunas veteranas picanteras. Así pronto se sumaron al pionero La Cantarilla, un restaurante asesorado por el arequipeñologo Juan Carpio, muchos nuevos locales que reunían las condiciones imprescindibles para atender a turistas y comensales exigentes. Pero lo más importante de todo fue que la calidad de los platos mejoró sustancialmente al mejorar la calidad de los ingredientes. Un elemento interesante resultó en que siguiendo una tendencia a preservar los antiguos valores, muchas de estas nuevas picanterías volvieron a poner en circulación platos que ya parecían destinados a la nostalgia. Varias picanterías tradicionales optaron por renovar sus locales, ampliando comedores y modernizando baños. Es especialmente notorio el caso de La Lucila, considerada por algunos el mejor lugar para comer cuyes, que transformó radicalmente sus instalaciones, aprovechando sin mayores estridencias su privilegiada ubicación en lo alto de una peña de Sachaca. Sin embargo el impactante suceso de la comida arequipeña lo han capitalizado principalmente las picanterías que se atrevieron a invertir en enormes locales con amplio estacionamiento, espacio para el esparcimiento de los niños, y hasta un área para orquesta y bailarines. La Tradición Arequipeña, cuyas propietarias siguen la saga de Las Fieras, una de las mejores picanterías de viejo cuño, es considerada un exitoso ejemplo de esta última tendencia.
Mientras progresaba el boom de las picanterías, de manera paralela surgieron fenómenos interesantes. Hace algunos años, por ejemplo, cerca de la variante de Uchumayo se encontraba un local llamado La Escondida, que solía ser frecuentado por bulliciosos grupos de gente que devoraba los llamados “dobles” o “triples”. Por un precio asombrosamente módico recibían una prodigiosa montaña de sarza de patas acompañada de rocoto relleno y algún otro plato similar.
Una de las viejas costumbres que ha mantenido una insólita vigencia –casi un culto- en las picanterías tradicionales como La Capitana y La Palomino, es el lunes de Chaque. Esta sopa, densa en matices y extremadamente suculenta, provoca cada semana a una muchedumbre que se atropella para conseguir mesa. El los últimos años, y siguiendo una tendencia que intenta adaptar la sabrosa pero rústica comida peruana a los estándares internacionales, en Arequipa han aparecido locales que asumen la tradición con mayor audacia. La gran masa de comensales arequipeños sigue, sin embargo, manteniéndose tercamente fiel a las costumbres y sabores de antaño. Y seguramente pasarán todavía algunos años para que la evolución de la tan variada comida arequipeña de un salto hacia delante en su suculenta ruta.

Foto: "La capitana". O. Ch.

lunes, junio 09, 2008

Los muertos


No hay nada tan inmóvil como un corazón que ha dejado de latir. Nada tan inmóvil como un ser que ha dejado de crear recuerdos. La muerte es seguramente el más enigmático de los aspectos de la vida. Probablemente porque es lo único aparentemente definitivo. La característica de la vida es el movimiento incesante: los minúsculos eventos en la rutina de nutrir al tronco a la cabeza y a las extremidades; las cotidianas aventuras en el mundo de las reminiscencias; los ruidos varios de nuestra humanidad tropezando con esto y con lo otro en su ruta hacia alguna parte; la voz de nuestro yo farfullando sin descanso. La vida humana empieza cuando empieza la memoria, cuando se abre el territorio de la conciencia de sí mismo. Y cuando de pronto cae el telón y ocurre la inmovilidad se genera un impacto, un shock. Estupefacción. Vértigo. No estamos hechos para entender algo tan radical como la inmovilidad. La muerte es una violencia contra el futuro. La muerte es una violencia contra la posibilidad. El no ser es una violencia para nuestro entendimiento. El dejar de existir es una violencia contra nuestro sentido de las cosas. Y es que la vida tiene una ladina tendencia a encastillarse en sí misma. Los seres humanos nos comportamos como los dementes clínicos que niegan todo lo que va más allá de su fantasía tan maniáticamente construida. Los seres vivos creemos que estar vivo es ser lo que se tiene que ser. Creemos que estar vivo es lo correcto. Lo demás es una derrota, un error, algo presuntamente terrible y trágico. Pero objetivamente a los seres humanos nos toca vivir poco. Nuestro ciclo vital no parece ser la regla sino la excepción en el marco de lo inmenso (con sus tan alargadas dimensiones de tiempo y de espacio). Y deberíamos encontrar la manera de entender que morir es tan solo salir de ese fascinante accidente de la nada que es la vida. Qué más. Qué menos.

Ilustración: Eugene W. Smith.

La herida más hermosa del mundo

El gesto de sorpresa ante el fenómeno de la existencia tiene muchas formas ¿Entre tantas opciones por qué un genio de provincias eligió la i...