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martes, febrero 13, 2024

Inka Trail (Versión definitiva)


Inka Trail fue publicada por primera vez en 1998 por El Santo Oficio, en la ciudad de Lima. La nueva versión, ampliamente corregida, fue incluída en el tomo Obra reunida, publicado en Arequipa en 2012. Desde 2023 la novela está disponible en formato para Kindle en  la web de amazon.com
Haga clic aquí.

Me encantan las historias. Soy un lector asiduo. Mis primeras aventuras con la literatura ocurrieron a los 10 años, cuando empecé a escribir una novela titulada El capitán Tormenta. Mi intención era superar a Emilio Salgari, pero después de que las primeras ochenta páginas atrajeran la atención de un grupo de parientes, sufrí un repentino bloqueo de escritor que duró largos años. Durante mi extendida adolescencia, descubrí que si los galenos me hubieran atrapado, me habrían diagnosticado un llamativo caso de trastorno de atención. Eso evitaba que yo pudiera sostener la debida concentración para emprender proyectos de largo aliento. Por eso me dediqué a escribir poemas, porque las palabras surgían de pronto, casi como en el decimonoveno ataque de nervios. Nunca, sin embargo, abandoné la idea de escribir una novela. Y cuando durante la última década del siglo XX pronuncié en voz alta la famosa frase “ahora o nunca”, di el primer paso escribiendo una carta de renuncia a un trabajo en el que era casi imposible que me despidieran. Acto seguido, me largué a la ciudad del Cusco. Me gustaba ese sitio porque, por alguna razón, pensaba que allí recalaban todas las almas perdidas. Y fue así como escribí una historia desde el punto de vista del cantinero de uno de esos legendarios bares de la noche cusqueña. 

Sé que hay escritores que escriben una obra maestra en pocos meses y luego se dedican a disfrutar de su relevancia. Por desgracia, yo no soy uno de esos. Escribo laboriosamente y tengo una prodigiosa tendencia a cometer errores graves. Por eso estoy obligado a corregir y corregir y corregir. Cuando terminé Inka Trail la envié inmediatamente al editor, mi viejo amigo Guillermo Cebrián. Pero la novela no estaba como tendría que estar. Y años después, alejado ya del mundanal ruido en las praderas de Texas, volví a la mesa de trabajo. Creo que ahora está mejor.


jueves, octubre 12, 2023

Poesía de los 80 en Arequipa


Está en circulación el número 3 de Nuveliel, Revista de Literatura y Humanidades dirigida por Edward Alvarez. El comité editorial está integrado por Cristian Pablo Huamaní Loayza; Vanessa Inés Gallegos Salazar; Olenka Olinda Soto Cárdenas; Carlos Garcel Vera. Tiene como colaboradores permanentes a Moisés Jiménez Carvajal y Mauro Quispe Navarro.

Mi agradecimiento por la generosa iniciativa.


domingo, septiembre 24, 2023

¿Qué hice en el Cusco?



1

Hasta hace algunas décadas viajar por tierra al Cusco era una aventura absolutamente clásica. En ómnibus resultaba una auténtica manera de expiar algún pecado o alcanzar algún tipo de superación espiritual. Porque esa ruta estaba destinada a los vehículos que ya habían fatigado la panamericana, los más antiguos, los casi rotos. Pero no sólo eso, los de las empresas visualizaban a sus clientes sólo un poco por encima del metro y medio. Por eso muchos viajeros que se elevaban algo por encima de esa medida estaban obligados a perder el conocimiento para no sufrir las retorcidas articulaciones, los músculos entumecidos. La disciplina del viaje solía además hacerse más severa por las noches, cuando el hálito glacial de los andes se filtraba filudo haciendo tortuoso el paso de las horas, de los minutos. 

¿Pero qué hice en el Cusco? En algún momento de los años ochenta el Pérez me escribió contándome de Cusco,  contándome que le había llegado la hora de hacer un brusco cambio de timón. Su hermano había invertido su tajada de la herencia familiar en un local para turistas y “locos responsables”, y él estaba ahí chambeando. Vivía de noche. El Pérez. Y a su alrededor brillaba todo lo que cualquier maldito joven podría desear. 

Yo ya antes había escuchado de las emocionantes horas de la arcaica capital imperial. Otro de mis viejos amigos, el Juanca, había abandonado en los años setenta su sillón giratorio en un buffet jurídico para transmutarse en barman (y ocasional muscleman) del legendario Abraxas. Desde allí solía enviar cartas con alucinantes elucubraciones de cada alucinante situación que se generaba entre los alucinantes parroquianos provenientes de los siete (u ocho) continentes.

Pero en realidad yo ya conocía el Cusco. Durante mi último año de colegio, un par de meses antes de la graduación, decidí seguir el consejo del profesor Rodolfo Vargas (que clamaba que el código generador de todas nuestras vainas estaba en el Cusco).  Y fui, y aunque no podría asegurar que me sentí conmocionado por las claves de mi identidad nacional, si es seguro que el evento cayó en un archivo etiquetado Expediciones Fundacionales. Recuerdo que justo por esos días se daba oficialmente por concluida La Década Prodigiosa y yo ya se avizoraba los setenta y sus estridencias. El horizonte se extendía (con sus insólitas extremidades) en una pantalla panorámica. Los hippies con su canción, con sus trapos de colores, con su macoña. El general Velasco y los titulares en La Crónica sobre el mito de Inkari, sobre el sombrero de Tupac Amaru, sobre los poetas callejeros. Y todo, todo alcanzaba dialéctica realización en los altos ministerios de concreto armado. Pero en realidad por aquellos años yo todavía no estaba demasiado consciente de nada. Recuerdo que pasaba los días en el Cusco escuchando las novedades sicodélicas que interpretaba Lucho, el hijo de la tía Yola, con su martirizada Farfisa. Y recuerdo que fui atacado por una gripe tenaz que me obligó a dar miles de vueltas a la plaza de armas, ataviado con ponchos genuinamente coloridos (que tomaba prestados de la tienda de artesanía de la tía Panchita). También recuerdo que me enamoré un poco por ahí, aunque por desgracia hoy me siento incapaz de hacer un retrato hablado del rostro de mi amada. (No sé qué pasa con mi mente, guarda olores y sensaciones, pero las imágenes no son demasiado nítidas.)


Luego de esa inicial (e iniciática) excursión dejé correr algunos años entregado a sedentarias aventuras. Debo reconocer que pertenezco a esa mínima fracción de la humanidad que odia viajar. Cuando a la gente le preguntan que qué harían si se sacan la lotería, todos siempre responden que dar la vuelta al mundo. Yo en cambio tengo alergia a las aduanas, a los controles de agricultura, a los counters de las empresas de transporte. Y no me gustan los jets, ni los trasatlánticos, ni los malditos ómnibuses. Ni siquiera los taxis. Y hasta en mi ciudad natal detesto comer en restaurantes. Por eso no puedo ser un buen trotamundos. (Conclusión: debería volver a la dosis diaria de Paxil).

Sin embargo, y básicamente impulsado por las juveniles ambiciones de ser protagonista de alguna buena y cosmopolita historia me obligué a ponerme en el camino. Recuerdo que cuando el buen Pérez me contó que su local era ya un éxito histórico, y que las tentaciones se habían vuelto francamente insoportables (gringas, trago y coke&roll) comprendí que emprender ese asunto era una misión sagrada. Por desgracia (o por suerte) en aquellos precisos tiempos experimentaba el paroxismo por el amor de mi vida (que por medio de carta notarial me ha prohibido consignar su nombre en cualquiera de mis escritos). Por eso no viajé en aquella ocasión. Porque ella me mostraba cada día cosas terriblemente urgentes. Porque yo estaba ocupado comiendo salmón enlatado en las invernales playas de Mejía (con ella). O tomando todos los cócteles en todas las inauguraciones (sólo con ella). O visitando prodigiosos hoteluchos en el balneario de Yura (muy junto a ella). Y así dejé pasar algunos años hasta que, finalmente, ya saciada la insaciabilidad y gravemente anclado en la opacidad de lo anteriormente esplendente  (sic) me sentí de pronto con un renovado ánimo explorador. Y entonces un día dije: ¿Qué tal si vamos al Cusco? Y ella, que en el fondo es una gran viajera, puso en marcha la parte práctica del asunto. Por ejemplo, le conté, por contar algo, que mi terrible abuelo materno solía hacer ese viaje (a principios del siglo XX) bien aprovisionado con una gallina muy gorda y sancochada, y ella trepó instantáneamente al tercer piso del mercado de San Camilo e hizo degollar dos o tres aves de gran nobleza. Y como también mencioné (como quien no quiere la cosa) que iríamos en el coche buffet, y que dispondríamos de espacio suficiente incluso para una velada literario musical, mi dulce Petunia se dirigió a la distribuidora Richard O’Custer e hizo acopio (a muy buen precio) de dorado y abundante  licor ( Destilado y embotellado en una de las sangrientas provincias de Colombia). Y así la cosa fue tomando cuerpo, y fue entonces cuando nuestro buen Arcipreste Ruiz, al enterarse del rico potencial del proyecto, palabreó a La Coneja, su musa histórica, y alegremente se sumaron a la expedición. Y así fue como telefoneamos al Pérez, que a esas alturas ya era también parte de un binomio, para anunciar nuestro inminente peregrinaje. 

[Es necesario advertir que para cuando finalmente tomamos la decisión de viajar las cosas en esa frontera ya no eran lo que alguna vez habían sido. Luego de contraer matrimonio con la Ñaña (integrante principal de la Banda de la Existencia más Fuerte) el Pérez parecía dispuesto a dar por concluida la parte turbulenta de su etapa formativa. La demencia sin fin había acabado. El salvaje oeste (o sur este) había superado la fase de los tiradores libres para afincarse en un responsable programa de colonización.]


2

Los rieles del antediluviano tren que comunicaba Arequipa con Cusco probablemente no conservaban el preciso perfil que alguna vez los enorgulleció, lo que sin duda obligaba a los maquinistas a aguantar, a contener los oscuros caballos de fuerza. El resultado era que la procesión se movía con pachocha perfectamente decimonónica. Pero eso para nosotros no presentaba mayor  problema. Bien aprovisionados, nos mantuvimos increíblemente saludables durante las casi 24 horas del viaje. Es más, yo diría que estuvimos en un estado exultante (el filoso ron Caldas y el memorioso Arcipreste Ruiz trabajaban al alimón). Y entonces el trayecto fue una fiesta. En la sucia Juliaca bebimos alegremente  algún lamentable jarro de café con leche; en Ayaviri devoramos  jubilosos el mundialmente reputado cancacho; y más tarde, muy campantes, adquirimos varias piezas del pan de Urcos. Sin embargo, no todo fue perfecto. Al bajar del tren teníamos planeado dar palmadas, alzar la voz, emitir frases cortas, exhibir hermosas dentaduras. Pero nada. Nadie nos esperaba en ninguna parte. Y luego de cuarenta y cinco minutos mirando hacia arriba y hacia abajo trepamos por fin a un taxi y decidimos indagar en el Kamikase. Sólo un par de horas después, y cuando ya empezaban a llegar los primeros clientes, la parejita de anfitriones hizo su aparición. Nos explicaron, evidentemente fastidiados, que habían decidido sorprendernos y sumarse (también jubilosamente) en una previa estación.  Pero el tren llegó demasiado temprano. O tal vez ellos llegaron unos segundos tarde. Al final sólo alcanzaron a saludar a las dos eternamente paralelas líneas del ferrocarril del sur.   

Y cuando por fin ocurrió el tan esperado encuentro todos estábamos unánimemente amoscados. Pero ese lapsus no duró casi nada (no sé ni por qué lo recuerdo). Nosotros éramos viejos compinches que no nos veíamos desde tiempos heroicos y ya legendarios. Y luego de superar el instante de vacilación se sucedieron los gestos y signos de emotividad. Y la vieja amistad fue bendecida con aspersión de poderoso licor. Y el surround del amplificador diseminando greatest hits. Y las luces. Y el humo. O sea la fiesta. Y cuando varias horas después ya el cansancio empezaba a minar nuestra euforia el buen Pérez nos condujo discretamente a la cabina de mando. Y allí, con magnánimo gesto, desplegó el origami. Quisiera explicar que es lo que suele ocurrir cuando aparece el origami, pero tal vez no es el lugar ni la hora. Sólo diré que el viejo Vicente Hidalgo (conocido en algunos círculos como Vicente Hidalgo y en otros como Vicente Hidalgo) solía describir la experiencia asegurando que era como cuando uno está en la calle, frente a un edificio oscuro, y de pronto se encienden todos los focos. 


3

Lo que más me ha impresionado siempre del Cusco no son los increíbles paisajes del valle sagrado, ni las vistas panorámicas de Machupicchu, ni las irradiaciones mágicas o magnéticas o históricas de cada manoseada piedra de siete ángulos. Lo que me parece absolutamente incomparable son sus calles. Disparejas, ostentando con terquedad los signos de ese otro estado mental, de esa otra manera de ser. Esas calles van hechizando al caminante con sus mezclados sentimientos, con su discurso a veces dolorosamente contrariado. Por eso aquellos días fueron de duro trajín. Subimos y bajamos. Hasta la cima y hasta la sima. Dando trabajo a los tobillos, a las pantorrillas, al músculo flexor. Atacando con brío envidiable las piedras de Plateros, Sieteculebras, Lucrepata, Suecia, Ataúd, Ruinas, Procuradores. Y cada día, por nuestra ración de proteínas, siempre (o siempre) solíamos desembocar en La Chola. Por la chuleta. O por el estofado. O por el chicharrón. O por la malaya frita. (Aunque algunos aseguran que al mediodía no hay malaya porque este plato sólo lo sirven por la tarde, a la hora de los picantes, cuando llegan los parroquianos adictos a la chicha.) Y mientras manipulábamos trabajosamente los cuchillos sin filo y los tenedores (de blandengue metal) el Arcipreste Ruiz solía ilustrarnos asegurando que la picantería La chola fue alguna vez el centro del mundo, que el cholo Nieto agasajó en ese humoso salón a visitantes ilustres. Vargas Llosa y Arguedas y Neruda. Quien sabe si hasta el flaquísimo Ribeyro se animó a picar un cauchecito de con setas. Y Brice, claro, Bryce, que sin duda luego se sintió perdidamente enfermo. Algunos afirman que también hicieron acto de presencia el Che, el Jagger y el Nicholson. Y que William S. Burroughs, con su imperdonable sombrero de fieltro, pasó días y días tras el rastro de un producto sacro y muy secreto. 


4

Por las noches, como para recuperar la vieja tradición de nuestras antiguas tertulias, algunas veces nos quedamos en la casa, muy enchalinados, tomando pisco, fumando, frente a un plato repleto de tostado con trocitos de chicharrón. Nos las pasábamos poniendo clásicos de los Doors o de Bowie (aunque el Pérez parecía haber abandonado su antiguo paganismo), exponiendo alguna nueva teoría, alguna nueva crítica de la razón pura, y nos reíamos, y nos reíamos de todo, y principalmente nos reíamos de nosotros mismos, de nuestra incurable insensatez.  El programa también incluía pasar revista a los avatares de otros compinches. ¿Y qué es del Sergio?  Ah. El Sergio es un auténtico desafío para las leyes (de la nación, de la ciencia, de las probabilidades): conduce cada noche su VW DC6 en completo estado de ebriedad (a velocidades de vértigo) y jamás ha tenido el más mínimo accidente. Y alguien recordó que, además, para hacer un poco más emocionante la rutina, en los últimos tiempos había optado por hacer buena parte del trayecto subido en las veredas. Claro, a altas horas de la madrugada. Y también estaba el Dino, que había sido acremente despedido de un importante medio de prensa por dedicar toda la página editorial a un difuso texto en el que revelaba su terrible amor (no correspondido) por una preciosa adolescente. O la inimaginable reacción de Juan, siempre tan amable y caballeroso, que poseído por los demonios mientras bailaba un pogo, se arrancó los (indispensables) lentes y empezó a saltar frenéticamente hasta que estos perdieron definitivamente su ser y sentido. O Misael, que secretamente continuaba escribiendo largos poemas (ambientados en una imaginaria Livorno) a Marinela, una chica a la que sólo había visto una famosa tarde de agosto de 1978. Y claro, en algún momento alguien decidió recapitular el confuso incidente ocurrido en un magno recital del grupo Hora Zero (aquel en el que se convidaba a los asistentes con poemas, cerveza y butifarras) en el que Oscar, en un censurable impulso vandálico, le arranchó al encargado la gran pierna de chancho antes de salir picando, perseguido muy de cerca por los poetas más ágiles y malditos del todo el maldito territorio nacional.  O la historia esa de cómo luego de tomar un áspero aguardiente todos perdieron el conocimiento en la vieja casa de Pampita Zevallos, y como entonces Alonso, a eso de las cuatro, abrió los ojos herido por un taladrante dolor en la mitra y, sintiéndose poseído por ánimo vengador, logró arrastrar su atormentada humanidad hasta el otro extremo de la habitación para, por fin, estrellar contra la pared la botella tan infame (antes de regresar a revolcarse con su almohada favorita).

Cuando finalmente el Arcipreste Ruiz y su musa decidieron regresar a Arequipa, la loquita y yo optamos por quedarnos unos días más. Ya habíamos agotado museos y zonas de interés y sólo nos quedaba sentarnos en alguna plaza a mirar a la gente. Por las noches empezamos a salir a comer pizza en el Keys Cross, un bonito pub regentado por un británico afincado en el valle. También fuimos a un local ubicado en un extremo de la plaza Regocijo. Años antes el cocinero de ese lugar le había confiado la receta secreta de la pizza perfecta: la cosa estaba en agregar un toque de algarrobina a la hora de hacer la masa, y que la salsa de tomate tenía que agarrar su punto chupando el tuétano de un rico huesito. La loca me  contó también que cuando vivía en Cusco, en una gran casa inglesa propiedad de los dueños del ferrocarril, ella solía ir al mercado de San Pedro, y que al ver a las indias sentadas en el suelo, vendiendo su chuño, o sus arracachas, o sus montoncitos de ocas asoleadas, su rostro se iluminaba y, ante la estupefacción de sus acompañantes, solía deslizarse junto a las mamachas para, en cuclillas, sumarse al flujo de regocijados comentarios, calcando tono y matices de su quebrado castellano. 


5

Años después yo regresaría, pero el Cusco sólo es verdaderamente divertido cuando uno no tiene mucho más de treinta. Por eso cuando volví me quedó únicamente el papel de un espectador viciosamente hambriento de imágenes, angustiosamente urgido de palabras.   Y anduve por ahí un par de años, apoyado en mi vaso de pisco, tomando notas. Ya todos habíamos liquidado varias ilusiones. El salvaje idealismo que caracterizó a los sesenta y los setenta había ya cuajado (o coagulado) en el pathos de lo que se conoce como “políticamente correcto”, o sea una desenfadada modalidad que permite estar siempre de lado de las “causas verdaderas”, sin afectar demasiado la presión arterial. Ya sólo quedaba dedicarle una sonrisa misericordiosa a los últimos bastiones de lo ultra  y de lo chiflado. Los años de romanticismo y bohemia habían llegado a su fin. Los proyectos animados por un espíritu artesanal ya dejaban paso a las formas de lo presuntamente cosmopolita. ¿Qué es lo que hice en Cusco? Fue ahí donde casi sin darme cuenta empecé y terminé mi juventud.


lunes, julio 17, 2023

¿La vida es un cover?


Hace años escuché que deambulaba por las calles de Arequipa un poeta joven al que llamaban Arbusto. Me dijeron que era sospechoso de esa modalidad de activismo que pretende que en el muro más inocuo aparezca una frase misteriosa, inquietante, incluso irónica. Luego alguien me contó que era convicto director de una de esas revistas urgentes que se hacen con Xerox y que sus autores las distribuyen aleatoriamente los viernes justo antes de perderse para siempre en las profundidades de la calle San Francisco. Entonces recordé que los jóvenes se caracterizan por los cambios emocionales, el acné, la experimentación,  la toma de riesgos, la flexibilidad, la exploración de la identidad, pero que el claro distintivo en un poeta novísimo es la grafomanía; escribir y escribir; en todo lado.

Hace no mucho un escritor español provocó un escándalo porque afirmó que los lectores de poesía son una especie extinta, que nadie lee poesía, que la poesía ha muerto. Pero el pobre hispánico era algo miope. Ya nadie lee poesía pero hay un millón de poetas que escriben frenéticamente como si no se fuese a acabar el mundo. Uno de los más interesantes es Augusto Carrasco, que hace unos meses publicó un libro lleno de versos de una belleza intensamente contemporánea. 

Aquí va una lista al azar:

Un día abriré mi corazón como el leñador que parte una sandía

La muchacha que dejaste en un parque con el corazón roto como la pata de un pájaro atropellado

Repito esa imagen tuya bajo la lluvia tras la barricada de pixeles

Abatido por las nuevas ideas que se cosen a tu rostro

Enterrada bajo el ardiente orín de los perros

Fácil sería arrancarse el brillo de los ojos con una navaja

Algo especialmente llamativo en este libro es que la geografía de Arequipa parece coincidir con el espacio vital de Carrasco. A lo largo de las 170 páginas del poemario se menciona no solo ciertos lugares entrañables sino que aparecen como extravagantes protagonistas casi todos los distritos bajo la tutela del volcán Misti. Incluso hace incursiones al balneario de Mollendo y se las arregla para llegar hasta Aplao. Eso es un detalle quizá no demasiado relevante, pero probablemente tipos como Guillermo Mercado, Percy Gibson y hasta el granítico Atahualpa Rodriguez mostrarían algo de asombro, porque es una rara manera de celebrar a su tan amada ciudad. En realidad Carrasco no solo está marcando su territorio, sino que lanza su propuesta de cómo poetizar una provincia de fuerte personalidad, cuya rasgo distintivo resulta en ser el escenario de la aventura existencial de un tipo llamado Augusto Carrasco.

En cuanto al estilo se puede decir que este es un libro con pretensiones corales ya que en sus seis secciones ensaya diversas modalidades de la poesía experimental. Hay un poco de todo, pero son llamativas la parte de surrealismo sureño sazonado con una pizca de Oquendo de Amat y las páginas trabajadas con poesía gráfica o tipográfica. Pero el logro más consistente no está tanto en los diversos tipos de caligrafía, sino en el léxico, en las imágenes, en las metáforas. Haciendo uso de la varita mágica de la poesía transforma palabras y expresiones insulsas de la vida cotidiana de este siglo XXI en versos memorables. Y al llegar a los anexos queda claro que la novísima poesía de Arequipa se muestra innovadora, ambiciosa,  y a la altura de estos sorprendentes tiempos que nos han tocado.

viernes, mayo 11, 2018

La leyenda de Edmundo de los Ríos II






En Arequipa no paraban de hablar de un tipo flaco que había sido galardonado en Cuba y México. Juan Rulfo le había dedicado una frase ígnea: Con Edmundo de los Ríos se inicia la literatura de la revolución. En todos los cenáculos culturales de los años setenta se hablaba y hablaba. En Arequipa los sitios eran tres. En primer lugar estaba El Capri, un bar restaurante que Guillermo Mercado había consagrado. Las diarias conversaciones eran cívicas y los mozos distribuían tacitas de café y, solo para los más peligrosos, vasos con una dosis precisa de pisco con vermuth. Tengo entendido que Edmundo de los Ríos solía atusarse el bigote en una silla contigua a la de Guillermo Mercado. El segundo lugar que imantaba intelectuales era la casa de don Pepe Ruiz Rosas, en la calle Villaba. Fue probablemente ahí donde me presentaron al novelista. La casa de don Pepe era el lugar donde cada 14 de mayo se podían encontrar los miembros de todas las generaciones. Una pierna de cordero al romero salía del horno en un momento de jolgorio, y Edmundo de los Ríos alzaba su tinto soltando exclamaciones. El tercer lugar  era donde los debates filosóficos alcanzaban conclusiones universales. En realidad el tercer lugar no era un lugar sino varios: en la plaza de armas estaban el Far West y el Room dairy. Cerca de ahí El Barcelona. Y al final de la calle Mercaderes El Bangú y el Todos Vuelven. Salvo el Far west todos eran bares con mesas de fórmica. El Far West se distinguía porque era un salón de té europeo que incluía sillas vienesas, posters de Pan-Am, y una anciana suiza muy malgeniada. Los otros bares eran  lugares de belleza puramente interior. La épica y la lírica, la cerveza arequipeña y los piscos adulterados conspiraban para generar una hermosa euforia provinciana.
Edmundo de la Ríos tenía un sentido del humor de espadachín. Literalmente. Cuando la argumentación se empantanaba alzaba la nariz y retaba a un duelo justo al eventual discutidor. Edmundo era flaco y de piernas muy largas y solía entonces alzar sus grandes zapatos. Normalmente nadie quedaba demasiado herido porque el impacto solía ser controlado (y porque el resto de celebridades insistían en armisticios). Pero en cierta ocasión, en el Capri, nada menos, un poeta de saco y corbata se levantó indignado y desapareció. Cuando todos ya habían recobrado la alegría el poeta empujó la puerta batiente y esgrimió su Colt 45.
Edmundo de los Ríos leía muchísimo. Siempre aparecía con un libro entre manos y, con voz devota, recitaba los pasajes más brillantes, esos que valían no solo como letra, sino también como música. Cuando pasaba las páginas parecía que las acariciaba. Pero no solo amaba los innumerables libros que tenía, sino que codiciaba los que no poseía. Recuerdo que al visitar mi biblioteca se encaprichó con Literaturas germánicas medievales, un librito de Borges que yo había conseguido en tapa dura. Me ofreció a cambio una botella de ron Pomalca y, como bonus, La Torre de las paradojas, de César Atahualpa Rodríguez.   Luego, por alguna razón, me persiguió durante semanas para convencerme de que le venda la Fenomenología del espíritu, de Hegel, libro que, como todo el mundo sabe, está infectado por el oscurantismo retórico.
Edmundo de los Ríos escribía mucho. Viajaba intempestivamente, se paraba en la Variante de Uchumayo y trepaba al primer camión. Los choferes se entretenían contándole su vida y, en cierta época, anunció oficialmente que sobre su escritorio bullía una novela sobre camioneros. De esta manera Edmundo recorrió la Panamericana buscando sitios para levantar su campamento. Recuerdo que contó los detalles de su larga estadía en una caleta de pescadores donde escribió mucho y se hizo marinero.
Una mañana regresó de uno de sus viajes con el manuscrito de Los locos caballos colorados. Era un montón de páginas escritas en papel biblia llenas de garabatos. Me dijo que podía echarle un vistazo pero que, lamentablemente, no podía dejarlas a mí cuidado por más de 10 o 15 minutos. Quizá media hora. Es que su obra estaba siempre en progreso. No acababa de escribir algo, cuando ya estaba viendo otra posibilidad. Y la cosa era complicada porque este libro estaba escrito en un lenguaje que él había inventado en noches estrelladas. Un lenguaje con una extraña gramática que seguramente se usaba regularmente en un universo alternativo, en uno de esos mundos con personajes de rostros afilados. No sé, pero las pocas páginas que me fueron permitidas me dejaron una fuerte  impresión. El narrador parecía usar el castellano con deliberada torpeza, como un pintor vanguardista que está ya harto del trazo virtuoso. Me di cuenta entonces que Edmundo era el escritor más extraño de la literatura peruana. Y eso es algo en un  territorio donde proliferan los tipos raros.
Se afirma que hay espíritus que pertenecen a otras épocas, a otros mundos, pero en el caso de Edmundo de los Ríos otras épocas y otros mundos de apiñaban dentro de su flaca anatomía. A  veces, por ejemplo, él era un penitente medieval. Recuerdo que cierta mañana fui a visitarlo y lo encontré con la cabeza rapada. Parecía que alguien, con un cuchillo herrumbroso, le había cortado, mechón a mechón, su negra cabellera de cacique. Era, sin duda,  el condenado que se preparaba para la hoguera purificadora. No me contó nada particularmente esclarecedor, pero pude entender que en ocasiones visitaba el infierno. Edmundo, sin embargo, era también un maestro renacentista. Luego de renunciar a un cómodo puesto gubernamental se confinó en una pequeña habitación muy cerca del río, en el barrio de Vallecito, ansioso por trabajar con Los locos caballos colorados. En esa habitación recibía regiamente a sus invitados. Las cuatro paredes estaban cubiertas de libros y, en  los lugares libres, acomodaba su preciosa colección de objetos litúrgicos. Digo litúrgicos porque cada cosa -una pipa, la mano derecha de un cristo de madera, un tenedor decimonónico, el fragmento de un huaco prehispánico-,  se transformaba entre sus largos dedos en algo intransferible, perfectamente singular. Coleccionaba también, claro, objetos redundantes, como un cáliz consagrado, una mitra arzobispal y hasta algo que parecía un báculo. Pero su tesoro más preciado era la llave de la catedral. La leyenda cuenta que Edmundo iba cada día a la plaza de armas a tomar sol, a pensar, a imaginar el fusilamiento de Felipe Santiago Salaverry, la asonada del 50, el idéntico tránsito peatonal de los hermanos Vargas. Se sentaba en una de las viejas bancas y dejaba pasar las horas vigilando, de cuando en cuando, el abaleado reloj de la torre de la catedral, mientras tomaba notas en su ajada libreta con tapa de cuero. En esas estaba cuando vio que el padre Coca-Cola, un sacerdote que no sobrepasaba el metro cincuenta y que se afanaba como sacristán, llegó hasta el gran portón del templo y, luego de trabajosa maniobra, consiguió abrirlo y desaparecer. Pero el ojo de águila de Edmundo notó algo. El diminuto clérigo había dejado la llave olvidada en la cerradura. No lo pensó dos veces y con sus largas piernas huesudas avanzó con rapidez. Su corazón, no más grande que el puño de su mano derecha, latió con inusitada violencia. Tal vez se contemplaba a sí mismo observando aquel objeto. Tal vez se asombraba por el extraño curso de los acontecimientos. Tal vez se preguntaba qué quería Dios. El asunto es que con un movimiento lleno de gracia arrancó la enorme llave del viejo portón y la escondió en el fondo de su largo gabán. Y se dirigió a su casa iluminado por una sonrisa gigantesca. Parecía haber olvidado incluso que no hay llave que abra el paraíso en este viejo valle de lágrimas.

sábado, abril 14, 2018

El Motor de Combustión Interna



El cromado megáfono de mi destino

Tempranamente me di cuenta que esta tierra no es mi tierra
Que estas palabras no dicen exactamente lo que sale de mi boca
Por eso alcé los ojos hacia la bóveda celeste
Y lancé mi alma de un modo imperativo
Pero mi alma no llegaba a su destino
Mi alma no alcanzaba la coordenada precisa
Ese punto etéreo que me permitiría vivir por encima de mí
Que es el sitio exacto para mí

No sé cómo decir esto
Debo confesar que en ocasiones he realizado viajes siderales
Esa es la razón por la cual tengo problemas en mis interacciones sociales
He pasado demasiado tiempo metido en una cápsula espacial
Iba sentado en un mullido sillón giratorio mirando a derecha e izquierda
La materia ígnea
Los planetas que guiñan
La superficie calcárea
Que cruje y revela un núcleo enceguecedor que transmite una señal
Y por ahí un simple algoritmo suficiente para entenderlo todo
Suficiente para lanzar un punto de luz
Cuando todo se transforma (otra vez) ¿en qué?
Y así ser y volver a ser (cada día) este extraño personaje
Trastornado por la radioactividad
Con esta mente irritante
Que no sabe cómo digitar la contraseña del reino de este mundo
Con estos ojos que no pueden cerrarse
Where is Mae West when we need her?

Where is her?



EL MOTOR DE COMBUSTIÓN INTERNA. Oswaldo Chanove. Fondo de Cultura Económica. Lima 2018.
Ilustración de carátula: The Guardian, por Robert y Shana ParkeHarrison.

viernes, febrero 23, 2018

La mujer más fea del mundo



Pastrana visitó las principales metrópolis del mundo occidental deslumbrando con los acuáticos ajetreos de su vals, con el timbre de su  voz, con el prodigio de su risa. Pastrana fue requerida de amores por veinte individuos y, cuando se corporizó el inevitable hombre de prensa, ella alegó que ninguno era lo suficientemente rico. Pastrana llegó a alzarse 1.34 metros sobre la superficie del suelo y fue vista en este planeta más tiempo del que corresponde, más tiempo de lo humanamente soportable. Su historia empezó en Sinaloa, México. Se dice que una india llamada Espinosa había desaparecido repentinamente en 1830 y que solo años después fue encontrada, casualmente, por unos vaqueros. Espinosa habría asegurado haber sido encerrada en una cueva por un grupo de hostiles, en una zona atestada de animales enfurecidos. Espinosa iba acompañada de una niña de 2 años llamada Pastrana. Y cuando Espinosa repentinamente dejó este mundo Pastrana optó por trabajar como sirvienta. Sin embargo, en abril de 1854, deseosa de exorcizar su nostalgia, decidió volver a sus serranías. El viaje fue largo y claramente laberíntico. Recién arribó a la aldea de sus ancestros el 13 de febrero del 2013, en medio de una insólita ceremonia en la que participaron autoridades y miembros de la prensa local, nacional e internacional. ¿Qué ocurrió?
En el camino se topó con un norteamericano. Un tipo de ojos elocuentes y boca grande y pálida que le hizo una propuesta irresistible. Y así visitaron Cleveland y asistieron a galas militares. Se dice que soldados bravos y extremadamente apuestos hacían cola para bailar con ella. Se dice que ella giraba, que brotaba música. Pero en el momento más elevado de su notoriedad Pastrana se animó a cruzar el océano. Charles Darwin escribió entonces:   «Pastrana es una mujer extraordinariamente fina pero tiene una gruesa barba y frente velluda. Tiene en ambas quijadas, superior e inferior, una irregular doble hilera de dientes. Una hilera colocada dentro de la otra, de la cual el doctor Purland ha tomado una muestra. Debido al exceso de dientes, su boca se proyecta hacia adelante.» [1] (Es probable que el momento más desconcertante de la vida de Pastrana ocurriera cuando alguien sugirió que era completamente ajena a la especia humana.) Continuando su gira, en Leipzig protagonizó Der curierte Meyer, una obra de teatro escrita especialmente para ella. Trataba de un hombre que se enamoraba de una tapada limeña. Cuando el pretendiente no estaba en escena Pastrana descubría una sonrisa.  El público estaba obligado entonces a sofocar su regocijo. Pero la policía alemana puso espías en la sala y el teatro fue finalmente clausurado. En 1857 su manager reapareció luego de un fin de semana perdido y exigió, finalmente, la mano de Pastrana.  En Viena, crecientemente posesivo, la incitó a someterse a exámenes fisiológicos. Luego le prohibió, terminantemente, salir a plena la luz del sol. Cuando por fin llegaron a Moscú, en medio de aquella zarandeada gira, Pastrana dio a luz a un bebé peludo que falleció a las 35 horas. Tristemente Pastrana lo siguió cinco días después.
Momentáneamente desconcertado, el marido solo atinó a vender los cadáveres. El profesor Sukolov,  de la Universidad de Moscú, luego de algunas insólitas anotaciones para la historia de la medicina, optó por aplicarles un tratamiento de su invención. A diferencia de las momias del antiguo Egipto, la de Pastrana y su pequeño hijo retenían su color, forma y apariencia, creando  la ilusión de un beatífico sueño eterno. Sukolov las acomodó en el museo de la Universidad, ella ataviada con uno de sus lujosos trajes de baile, él como un marinerito. Las multitudes, sin embargo, atrajeron también al manager, que rápidamente extrajo su certificado de matrimonio. Con su familia nuevamente reunida tomó la decisión de regresar a Inglaterra con ilusiones renovadas. Y es así que en 1864 este afortunado individuo conoce a una mujer con una condición similar a la de Pastrana y la pide en matrimonio. El espectáculo se anunciaba como la hermana de Pastrana velando el sueño de Pastrana. O tal vez como Pastrana renacida contemplando su antigua manifestación. Por desgracia en 1880 el manager sufrió un ataque de nervios y fue retirado a un manicomio. Los restos de la mujer más fea del mundo, sin embargo, continuaron su camino. Circos, cámaras de los horrores, museos de cera, hasta arribar finalmente a algún polvoriento depósito de alguna universidad de Noruega. Allí, durante décadas, permaneció Julia Pastrana contemplando a los roedores. Finalmente, por iniciativa de algún bienaventurado,  en Febrero de 2013, sus restos fueron oficialmente entregados a las autoridades Mexicanas. Yacen en lo alto de un cerro (con vista a su soleada aldea natal).

[1] En  The Variation of Animals and Plants Under Domestication, vol. II. John Murray. Londres. 1868. P. 328.
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