viernes, enero 11, 2019

Tahona estuosa de aquellos mis bizcochos



A principios del siglo XX un muchacho nacido en el norte del Perú comprendió con extravagante serenidad que las palabras contienen mucho más que su significado explícito. Al construir frases no solo se alude a ideas. La palabra se va cargando mientras rueda por la vida de personas -de pueblos, de civilizaciones- hasta convertirse en algo que proyecta una desmesurada sombra, algo ahíto de caprichoso contenido. Hay mucha música, imágenes vertiginosas y harta referencia al estado del alma vibrando en el interior de cada signo. Y, lo más alucinante, es que mucho de ese contenido es contradictorio, soportado solo por una congruencia milagrosamente ilógica que hoy, alguien, podría acusar de evento cuántico. Las palabras son llaves que nos permiten acceso a afiladas astillas del universo. Aquel muchacho comprendió entonces que estas pueden ser instrumentos de una orquesta y que solo hay que cerrar los ojos. Con los precisos movimientos de un inspirado director es posible hacer que resuene un concierto que va mucho más allá del insípido decir.
El muchacho supo así que una estrategia de escritura razonable que apuntase al nítido significado resultaba un obstáculo para la plena expresión. Dejándose llevar por algo parecido al delirio se sumergió en días febriles surgiendo semanas después con un manuscrito que revelaba una insólita belleza. Una belleza adacadabrante. Poniendo en orbita en una misma constelación elementos aparentemente disímiles, (lo triste y lo dulce mezclado con lo feo y lo raro) pudo por fin expresar a cabalidad algo que yacía en el territorio de lo mudo. Y entonces, a pesar de que sus textos estaban también desprovistos de la tradicional cosmética en boga decidió, desafiante, llamarlos poesía.
Su libro, claro, fue recibido con indiferencia, aunque estos poemas aparentemente inextricables encontraron pronto unos pocos lectores que -sin saber como- los entendieron con la emoción del testigo de un milagro. El joven tomó el asunto con natural estoicismo y, pronto, sintiendo que aún le quedaban cosas por hacer, partió rumbo a la salvaje Europa. Murió un viernes. Sin lluvia. Sin sol. Diciendo quién sabe qué cosas.
Ilustración: Jean Dubuffet.

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