miércoles, mayo 23, 2012


¿Cómo empezó todo este asunto?


Mi padre solía sorprendernos por lo menos una vez a la semana. Mi padre apareció un sábado con una colección completa de libros. Mi padre cada noche se ponía su pijama y se rodeaba de sus cuatro hijos. Nosotros escuchábamos con los ojos redondos hasta que él, cerrando el colorido tomito, nos informaba que la historia continuaría a la misma hora, la noche siguiente, sobre la misma colcha atigrada. Yo aún no había aprendido a leer. Entonces durante el día abría cuidadosamente aquellas obras empastadas en tela y observaba los signos. Me daba cólera no poder arrancarles su contenido. Yo quería saber qué pasó, qué pasaba, qué pasaría. Todo de una vez.
Cuando agotamos los diez tomos de las aventuras de Naricita ocurrió la primera subterránea conmoción. ¿Y ahora qué? A esas alturas ya todos habíamos aprendido a leer y ávidamente nos peleábamos por adelantarnos a la primicia. Entonces mi padre nos sorprendió otra vez. Y ese milagroso sábado apareció en la casa, bajo el sol, con unas revistas de historietas ocultas en su maletín. Fue otra revelación. Las imágenes. Los diálogos. Todo ese movimiento con simples líneas. Fue una adicción instantánea. Me pasaba la semana esperando ansiosamente ese momento increíble cuando mi padre, bajo el sol, aparecía con su maletín.
Pero un día nosotros sorprendimos a mi padre. Tal vez rompimos el jarrón chino que les habían regalado en su matrimonio. O saltamos desde lo alto del ropero al filo del catre. La cosa es que mi viejo nos anunció la terrible sentencia: nada, nunca más; durante los sábados ya nunca aparecerían las historietas. Y el mundo se hizo desolado. Un erial sin esperanza. Hasta que meses después, precisamente durante una de esas largas vacaciones de fin de año, mientras divagaba con mi hermano en los cuarteles centrales de nuestro club, provoqué ociosamente con el pie un pequeño derrumbe.  Y entonces, entre los trastos viejos, avisté algo que me quitó el aliento. Ahí estaban. Todas, todas las revistas que mi padre había comprado al por mayor para regalarnos cada sábado. Ahí estaba lo que pensé que había perdido para siempre. Y por primera vez en mi vida sentí que me daba vueltas la cabeza. Sin duda aquel fue el momento más feliz de mi vida. Luego, con el paso de los años, he salido muchas veces de librerías con algo hermoso entre las manos, pero nunca, nunca la dicha fue tan pura.
2
Me las arreglo como puedo. Prefiero creer en la literatura no como una profesión sino como una forma de vida. Hay que decirlo: una insensata forma de vida. Algo parecido a lanzarse a un matrimonio con una mujer enloquecida. Una rutina de días salvajes con emociones, con momentos inesperados. Con la terrible presión de tener que inventar el mundo una y otra vez, cada mañana.
Algunas veces me ha pasado por la cabeza que esto de escribir literatura es en realidad una actividad infantil que con el paso de los años, con la llamada madurez, ha ido mutando hasta convertirse en un engendro altamente sofisticado. Un monstruo voraz que conspira para imponer su yugo al universo. ¿Qué hace que unas personas bastante serias y ya mayores se dediquen a inventar historias, a hacer juegos de palabras, a mostrarse indiscretos no solo con el prójimo, sino hasta consigo mismos? Los arquitectos evitan que la cocina esté junto al dormitorio. Los médicos nos obligan a vivir más de lo necesario. Los filósofos se afanan con las preguntas. Los sacerdotes insisten en salvar (o condenar) nuestras almas. ¿Y para qué sirven los poetas? ¿Para qué sirven los novelistas, los pintores, los pianistas? Esa es la maravilla. Nadie sabe. Se aventuran teorías que reiteran palabras melosas como “belleza”, “sagrado”, “origen”, “luz” “amor”.
Hay varias propuestas. Una de ellas asume que los artistas son la expresión más elevada de lo humano porque no sirven para nada. Voto por ésta. Después de todo el afán de la civilización hasta alcanzar la elevada cumbre del iPad solo encuentran sentido dentro de su propia lógica. O sea simple pendejada.  Somos ficción de pies a cabeza (emocionante ficción con clímax y anticlímax, con exposición nudo y desenlace). Somos nada y vamos hacia nada (lo que hay en el medio es únicamente un intrincado garabato lleno de colores y emociones, letras, ruidos, y un travieso tic-tac hacia el fondo del pasillo). Pero el problema con la nada es que está repleta. La nada tiene ojos y pestañas y nos hipnotiza. Por eso todos los artistas del mundo se lanzan contra sus instrumentos de trabajo para producir contenido, para inventar la posibilidad, para impugnar el escándalo de lo sin nombre, de lo sin forma, de lo sin sentido. Porque por uno de esos inexplicables incidentes cósmicos el artista es un pequeño monstruo que ha quedado atrapado en el momento de nacer. Y la capacidad de sorpresa es entonces la reproducción de ese chillido o gemido o lo que sea que lanzamos al surgir de entre las piernas ensangrentadas de la madre. Ese grito con cara arrugada y empapada.
3
Ahora comprendo que cuando me inicié no sabía que me estaba iniciando. Simplemente algún misterioso accidente me obligó a llevar el juego hacia una nueva frontera. Empecé a creer que el juego era la verdadera realidad, que cuando no estaba jugando estaba simplemente en el intermedio (para tomar la sopa).  Luego, cuando un mal día decidí que no era del todo absurda la idea de convertirme en escritor eché una mirada a los diversos procedimientos y técnicas con aburridos resultados. Fue ahí cuando comprendí que a diferencia de los médicos, los arquitectos o los economistas los poetas no podemos simplemente adquirir conocimiento y aplicarlo. No. La clave para que haya diversión (y luz, y belleza y origen) es que “hagamos de cuenta” que todo empieza cuando uno escribe que todo empieza. O sea hay que darse el trabajo de inventar el universo cada mañana. Hay que invocar lo sagrado (de las musas) con el sucio truco de cerrar los ojos y alzar la nariz hacia lo alto.

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