miércoles, marzo 25, 2009

El Dios de los laboratorios


Reciente número de la revista Time dedicó su artículo central a la (indiscutible) relación positiva entre salud y fe religiosa. Para demostrar este asunto los científicos sometieron a algunos fieles devotos a pruebas de laboratorio. El escáner cerebral demostró entonces que cuando se reza con arrebato el lóbulo parietal se enciende. Porque allí, en la parte posterosuperior del cerebro, se localizan todos los asuntos de la fe. El tálamo y el lóbulo frontal también participan en la evolución de esos eventos, pero el lóbulo frontal parece tener funciones más catedralicias. Estas pruebas han determinado además un inquietante resultado. Que el uso intensivo (de la zona) produce una reconfiguración en la simetría de la masa cerebral que se hace permanente. Eso da por resultado que la percepción de la realidad de los fervorosos no sea exactamente la misma que la de sus vecinos menos conspicuos. Pero lo más inquietante de todo no son sólo las alteraciones en los cinco sentidos, sino la capacidad de estas de alterar objetivamente la realidad. Pero calma, no se trata de que la ciencia por fin haya encontrado el origen de los milagros. Es sólo el llamado “efecto placebo de Dios”. Gente que por medio de la oración se ubica en sintonía con un poder (supuestamente) todopoderoso puede apaciguar la angustia y la depresión. Eso sin duda los ubica en mejor disposición para que los misteriosos mecanismos del cuerpo humano hagan su trabajo. La fe, entonces, puede ser buena para la salud.
John Holland, padre de los algoritmos genéticos, asegura que "la verdadera esencia de una ventaja competitiva, sea en el ajedrez o en la actividad económica, es el descubrimiento y la ejecución de jugadas en un escenario ficticio". Los científicos cognitivos han recopilado bastante evidencia de que una de las facultades del cerebro altamente desarrollado de los humanos es esta habilidad para desenvolverse en escenarios virtuales, esta propensión a desarrollar una especie de religión natural. Y que en una fase posterior, siguiendo un patrón equivalente al de selección natural, ciertas ideas logran establecerse como dogmas en torno a los que se edifica una sociedad. En los años ochenta, el biólogo Richard Dawkins aplicó la teoría de Darwin a los modelos culturales. Según este imaginativa propuesta las ideas serían memes (en vez de genes) que se replicarían y competirían por el éxito reproductivo. En este contexto las posiciones religiosas, que por definición no exigen demostración, serían memes de alta propagación. De aquí el gran impacto de las instituciones religiosas.
La idea de que Dios tiene instalado su domicilio en el cerebro humano no es nueva, por supuesto. Lo que ocurre es que ahora, con la abundante parafernalia científica, esa antigua curiosidad por el Gran Invisible puede ir unos milímetros más allá de la simple especulación. Y saber un poco más de cómo y dónde se origina la experiencia espiritual puede flexibilizar (quizá) las arcaicas posiciones de los fundamentalistas (ateos o creyentes). Aunque, claro, las relaciones de estos no son las mejores desde los tiempos en que Giordano Bruno fue purificado por las llamas. Y no ha ayudado en nada que el filósofo Robert Pirsig haya declarado que “cuando una persona sufre delirio lo llamamos locura, y en cambio cuando mucha gente sufre el mismo delirio lo llamamos religión», ni que el pacífico Einstein asegurara que la palabra «Dios» no es más que una metáfora para la naturaleza de los enigmas del universo.
Ilustración: Giordano Bruno, por C. Meyer.

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