viernes, abril 18, 2008

El Führer Karajan



La celebración del primer centenario de un personaje suele ser motivo para reventar abundantes cohetes. Pero en el caso del director de orquesta Herbert von Karajan estos cohetes son algo inquietantes. En un artículo conmemorativo publicado hace pocos días (El País) el británico Norman Lebrecht resume sus ideas con una frase literalmente lapidaria: “Karajan está muerto, la música está mucho mejor sin él”. Sus acusaciones se centran en que el director austriaco era un auténtico nazi y en que este, a diferencia de sus salvajes coleguitas, al acabar la guerra tuvo la oportunidad de continuar con su nefasto sistema de valores, provocando una catástrofe espiritual en el territorio de la música clásica. Y es que haciendo uso intensivo de su gran capacidad de intriga Karajan habría conseguido aplastar toda independencia y creatividad, consagrando exclusivamente su personal manera de dirigir y de concebir la música. Esto se habría traducido en una manera pasteurizada, cero colesterol, de interpretar a tipos como Beethoven (el melenudo indómito debe haberse revuelto en su tumba) Ravel y Debussy. Lo acusa también de imponer un Mahler en el que se ha anestesiado todo dolor (¡auch!). Esto, sumado a que las largas décadas durante las que impuso su tiranía en disqueras tan prestigiosas como Deutsche Grammophon, dieron por resultado algo que no consiguió su líder, la virtual conquista del mundo, imponiendo la férrea tiranía de sus caprichos en la segunda mitad del siglo XX. Pero Lebrecht no es el único, el crítico Harvey Sachs también apunta con el índice(“sus interpretaciones tienen una cualidad prefabricada que otros como Toscanini, Furtwängler nunca tuvieron... muchas de las grabaciones de Karajan son exageradamente pulidas”). Christoph von Dohnanyi, por su lado, ha llegado hasta a incriminarle como el gran demoledor de la tradición alemana de dirección musical por su tan escasa amplitud de mira, que supuestamente no iba más allá de la circunferencia de su ego
Uno podría entonces suponer que el amor por la música que sentía Von Karajan fue superado por su deseo licencioso de ser la medida de todas las cosas. El apetito desenfrenado de poder siempre ha generado monstruos criminales. Pero este apetito presenta variados matices. El poder que ambicionan los políticos tienen su origen en la arcaica compulsión de ser o aproximarse al emperador: mientras más cerca estás del centro neurálgico más sentido tiene tu vida. Los capitalistas, por otro lado, son movidos por una de las fuerzas más poderosas del universo: la codicia. Mientras más tengas, más vales. Los artistas, en cambio, que siempre han sido cantados como seres admirables y ajenos a mezquindades, pueden resultar en la vida real más feroces y despiadados que nadie. Todo empieza cuando la ambición creativa necesaria para realizar obras trascendentes se corrompe y se hace adicta a la figuración: más valioso eres mientras más famoso eres. Entonces el tan simpático artista se transmuta en alguien capaz de matar con tal de conseguir unos centímetros cuadrados en un medio de prensa.
Los políticos cuando triunfan pueden decidir sobre el destino de sus contemporáneos. Los capitalistas pueden comprar cosas y gentes. ¿Qué consiguen los artistas con la fama? Básicamente imponer su ego sobre los egos de los demás. El artista es un depredador de egos. El triunfo total de este tipo de artistas tocados por esta diabólica compulsión es convertir al mundo en una imagen de sí mismo. En hacer que todas las miradas estén clavadas en él. El problema está en que este tipo de locura está condenado a la insaciabilidad. Y la insaciabilidad conduce al olvido de los escrúpulos. Aunque, afortunadamente, tarde o temprano, como con el acerado Herbert Von Karajan, llega la hora del juicio. Y salen a la luz todas las artimañas.

jueves, abril 10, 2008

No lo intenten en casa


Una hermosa mañana de julio, hace muchos años, me levanté decidido a hacer algo útil. Miré a derecha e izquierda. Busqué en mi bolsillo y encendí un fósforo. Cuando se apagó, encendí otro. La cosa es agarrarlo entre el índice y el pulgar hasta el límite de la resistencia física. Algunos cambian a tiempo la posición de los dedos y, al final, exhiben una hebra negra y algo retorcida, pero a mí lo único que me gustaba era contemplar esa lengua amarilla. Solo eso. Inmóvil. Por eso siempre tenía una caja en el bolsillo. Mis padres lo sabían, y a cada momento estaban sometiéndome a humillantes registros y requisas. El día de los luctuosos sucesos mis queridos progenitores habían ido a besarse a otro lugar. A algún parque perdido. Junto a algún macizo de geranios. Bajo el gran árbol de Jacarandá. Yo quedé solo, con toda la casa para mí. Pensé que era la oportunidad para hacer algo extraordinario, algo que fuese un hito, algo que me emocionase. Edificar una catedral. Permitir que vuelen los pájaros hacia lo azul. Si hubiese tenido quince años seguramente habría avanzado con los dientes apretados (y habría dado un preciso puntapié). Si hubiese tenido diecisiete habría salido en busca de una mujer mala. Pero aún no tenía edad para casi nada. Por eso fui a la cocina y robé un bidón de kerosene. Y un fósforo.

Ilustración: Mark Rothko: number 8.

La herida más hermosa del mundo

El gesto de sorpresa ante el fenómeno de la existencia tiene muchas formas ¿Entre tantas opciones por qué un genio de provincias eligió la i...